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Hablan hasta que las teorías de Mark empiezan a parecer plausibles, hasta que Mark cree que Weber ha comprendido la magnitud de los hechos. Hablan hasta que las sustancias químicas del gotero amortiguan la actividad de sus sinapsis y le tranquilizan.

Pero hay algo en él que todavía lucha. Tiene una palma en las sienes y la otra en la nuca.

– Mire, pueden hacer conmigo lo que quieran. Medicamentos, electroshock, incluso cirugía, si es preciso. Dejaré gustoso que vuelvan a hurgar dentro de mí, si esta vez aciertan. No puedo seguir viviendo con este estúpido problema a medio curar. -Cierra los ojos y gruñe como un lobo acorralado-. Detesto esta sensación de que todo son puros cuentos de mi mente, de que soy un gilipollas totalmente inventado. Pero hay una cosa que estoy seguro de que no he inventado. -Se gira en la cama, abre el cajón de la mesita de noche y saca la nota. Esta no se deteriora; el laminado la ha convertido en permanente. La arroja al antepecho de la ventana-. Ojalá la hubiera inventado. Ojalá no hubiera ningún ángel de la guarda. Pero ahí está. ¿Y qué diablos tenemos que hacer con eso?

Weber no hace nada excepto esperar a que los fármacos surtan efecto y Mark se duerma. Entonces avanza por el pasillo con paso vacilante. Se sienta un momento en una sala de espera que parece un terrario de vidrio, llena de individuos a los que se les ha prometido un milagro de alta tecnología. Una muchacha de unos veinte años, sentada en una silla acolchada de color naranja, lee en voz alta un libro de gran tamaño y colores chillones a un niño de cuatro años sentado en su regazo.

– ¿Te has preguntado alguna vez por el milagro de tu comienzo? -lee la mujer en voz dulce, tranquilizadora-. No procedes de los monos ni de una medusa del mar. ¡No! Empezaste a existir cuando Dios decidió…

Weber alza la vista, y es como si la hubiera conjurado, ahí, delante de él. La hermana, enfundada en un vestido de seda verde.

– ¿Le ha visto? -le pregunta, y su propia voz le suena rara.

Karin sacude la cabeza.

– Está durmiendo. Inconsciente.

Weber asiente. Inconsciente. Es un error que la negación represente algo tantos miles de millones de años más antiguo que lo negado.

– ¿Se pondrá bien?

Hay algo en la pregunta que él no acaba de entender. ¿Se pondrá bien alguien?

– De momento está a salvo. -La distancia entre los dos es muy corta, y guardan silencio. Él ve los centenares de pequeños músculos alrededor de los ojos de Karin leyendo los suyos, incluso mientras él la mira-. Tiene la impresión de que en parte podría ser un pájaro.

Una lenta y dolorida sonrisa aparece en los labios de la mujer.

– Conozco esa sensación.

– Cree que en la sala de urgencias los cirujanos cambiaron…

Su brusco gesto de asentimiento le interrumpe.

– Es una vieja historia -dice ella-. No es sorprendente, dado el aspecto que tienen.

Se ha vuelto loca… debe de ser alguna sustancia en el agua de la ciudad.

– ¿Los cirujanos?

Su cara se frunce como la de una criatura, una niña que acaba de descubrir la trampa de las palabras.

– No, los pájaros.

– Ah. Nunca los he visto.

Ella le mira, como si él acabara de decirle que nunca ha sentido placer. Consulta su reloj.

– Vamos -le dice-. Estamos a tiempo.

Cuando oscurece, se ocultan en un hoyo de observación de aves abandonado. Se sientan en una lona impermeabilizada que ella guarda en el maletero, Karin todavía con el vestido de seda verde, él con chaqueta y corbata. Le ha llevado a una zona de observación que solo conocen los nativos, un terreno particular pero deshabitado, un lugar secreto en el que entran ilegalmente. Hace frío en el hoyo, el campo a su alrededor está cubierto de cañas marrones de maíz del año pasado y grano desperdiciado. Más allá del campo serpentean las arenosas orillas del río. Unas pocas aves empiezan a congregarse. Ella une las manos ante su cara, como una niña que aprendiera a rezar. El contempla el agrupamiento de aves a cien metros de donde se encuentran, y entonces la mira a ella. ¿Es esto? ¿El espectáculo mítico?

Karin sonríe y sacude la cabeza ante la duda de Weber. Le roza el hombro: espera, dice el gesto. En estos parajes la vida es larga. Más larga de lo que piensas. Más larga de lo que puedes pensar.

Por un momento, en la fría oscuridad, él se siente estimulado. El cielo pasa de melocotón a granate y a rojo sangre. Un hilo ondea a través de la luz: una bandada de grullas que vuelven a casa desde ninguna parte. Emiten un sonido, prehistórico, demasiado fuerte y expansivo para su tamaño corporal. Un sonido que él recuerda desde antes de haberlo oído.

Él y la mujer se agazapan en el hoyo. El frío hace estremecer la espina dorsal de Weber. Otra hilera desciende en el aire inmóvil, y luego otra más. Las hileras de aves se dan alcance y se unen, como un paño deshilachado que volviera a juntarse. Aparecen hileras desde todos los puntos cardinales, el cielo carmesí entreverado de venas negras. Las alas se ladean y dan bandazos, se deslizan o enderezan de nuevo, antes de moverse otra vez como un lento ciclón. Pronto el cielo se llena de afluentes, un río de aves, un Platte reflejado que serpentea por el cielo y que grita en toda su extensión.

Las aves son enormes, mucho mayores de lo que él imaginaba. Baten las alas lentamente, las largas plumas primarias arqueándose a considerable altura por encima del cuerpo, para descender bastante por debajo, un chal vuelto a colocar constantemente sobre unos hombros olvidadizos. Con los cuellos estirados mientras las patas penden detrás y, en el centro, el ligero abultamiento del cuerpo, como un juguete infantil suspendido entre cordeles. Un ave aterriza a seis metros del hoyo. Sacude las alas, cuya envergadura supera la altura de Weber. Detrás de esta, se posan varios centenares más. Y su presencia en este campo privado solo es un espectáculo secundario, en absoluto comparable a las apoteosis de los refugios más vastos. Los gritos se concentran y resuenan, un solo coro desafinado y sin oído musical que se extiende a lo largo de kilómetros en todas las direcciones, de regreso al pleistoceno.

Weber piensa que Sylvie debería ver esto. Es el pensamiento más natural del mundo. Sylvie y Jess. No Jess, sino Jessie, a los ocho o nueve años, cuando una ciudad de aves la habría asombrado. ¿Había estado él alguna vez unido a aquella niña? ¿Mereció aquella chiquilla que se formó a sí misma un padre más sensible?

Las hileras de aves se deslizan hacia el suelo. Su elegancia al volar se convierte en un paso tambaleante cuando se posan en tierra. La pérdida de gracia sería cómica si no resultara tan penosa. Un millar de grullas flotantes sucumben a la gravedad. Ven a los seres humanos y siguen adelante, sumidas en el presente que serpentea continuamente. Durante tanto tiempo como han existido praderas y riberas arenosas y la idea de que este es un lugar seguro, las aves se han reunido en este trecho del río. En este siglo se alimentan en los campos de maíz. El próximo siglo tendrán que conformarse con los restos que este lugar aún pueda aportarles.

El gélido suelo deja aterido a Weber. Se sobresalta al oír la voz de Karin, como procedente de un lejano planeta.

– ¡Mire! Esa de ahí.

Alza la cabeza para ver. Es él, en la sala de baile junto a la carretera, al lado de Barbara Gillespie, experimentando una desacostumbrada alegría física. La grulla danza, con una extraña intencionalidad. Arroja ramitas al aire. Junta los extremos de las alas, formando una capucha, y se retuerce como un rapero. Entonces el ave y su pareja adoptan una actitud de alerta, los cuellos extendidos, los ojos fijos en algo invisible a lo lejos, los picos paralelos, estampando su firma en el aire. Se alternan y luego se sincronizan, entrelazando sus llamadas al unísono.