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Weber encuentra algo en la pareja de aves que hacen piruetas, alguna pista de su propia disolución. Y entonces, gracias a una telepatía trivial, algo que incluso la ciencia podría explicar, ella lee sus pensamientos.

– ¿Por qué ha vuelto? ¿Lo ha hecho por Mark? ¿O por ella? -Él ni siquiera puede hacerse el tonto. La sonrisa de Karin se vuelve burlona-. Todo el mundo lo vio. Era evidente.

– ¿Qué es lo que vieron?

No pueden haber visto nada. Él acaba de verlo ahora. Pero incluso su lenta ciencia converge en lo evidente: la primera persona es siempre la última en saber.

Cuando ella le habla es como si lo hiciera con alguien que está ahí afuera, en el campo.

– Dice Daniel que ella le llamó. Hace un año, antes del accidente de Mark. Le hizo toda clase de preguntas acerca del Refugio. Dice que es una espía, una investigadora que trabaja para los promotores. ¿Le parece demencial? ¿Como una de las teorías de Mark?

Él le daría alguna respuesta si pudiera. Algún pensamiento cruzaría por su mente, e incluso lo expresaría, pero tiene la sensación de que las palabras son como losas inamovibles bajo las que se ve forzado a la mudez.

Ella le escruta, ambos en papeles cambiados, Karin la doctora y Weber el paciente.

– A usted le ha pasado algo.

– Sí -responde él.

Ve ese algo, miles de ejemplares, deambulando por los campos, a un susurro de distancia.

Ella cierra los ojos y se tiende en el suelo helado. Weber se tumba a su lado, de costado, la cabeza apoyada en el brazo doblado. La mira, contempla el campo abierto que es Karin, con los últimos flecos de luz ambarina extinguiéndose, buscando a la mujer de un año atrás. Ahora ella le devuelve la mirada.

– No sé qué necesitaba de usted. Cuando le escribí acerca de Mark. No sé qué necesitaba de él. De nadie.

Agita la mano ante la evidencia condenatoria, el campo repleto de aves. ¿Qué puede ser realmente necesario?

Desvía la mirada, cohibida. Se yergue y señala a una pareja cercana: dos aves grandes y agitadas que caminan con las alas extendidas, emitiendo sonidos. La melodía de una de ellas es como un toque de corneta, cuatro notas de sorpresa espontánea. Su pareja recoge el motivo y lo acompaña. El sonido hiere a Weber: la creación hablando consigo misma, dejándole al margen. Una charla auténtica, que nadie, excepto una grulla, es capaz de descodificar. La pareja parlante se calla y rastrea el terreno en busca de pruebas. Podrían ser detectives o científicos. La vida incomunicable, incluso para la vida.

Weber mira a la mujer, los surcos de su rostro reflejando el mismo pensamiento, como si él lo hubiera puesto ahí: ¿Qué se sentirá siendo un pájaro?

– Allí -dice ella, señalando con la cabeza a la pareja que camina- A eso es a lo que se refiere Mark. -Se le ensanchan las fosas nasales, enrojecidas y húmedas. Sacude la cabeza, incrédula-. Se desprendían de sus alas para convertirse en nosotros. O nosotros nos desprendíamos de nuestra piel para irnos con ellas. Es el relato más antiguo del libro. -Mira el perfil de Weber, pero cuando él vuelve la cabeza hacia ella, desvía los ojos-. Pero lo triste es que no pueden amar. Se emparejan para toda la vida. Siguen sus trayectorias cada año a lo largo de millares de kilómetros. Crían juntos a sus polluelos. Simulan tener un ala rota para apiadar y alejar a un depredador de sus crías. Incluso se sacrifican para salvarlas. Pero no. Pregúntele a cualquier científico. Las aves no pueden amar. ¡Las aves ni siquiera tienen un yo! Nada en común con nosotros, ninguna relación.

Solo ahora Weber puede empezar a ver todo cuanto Karin alberga contra él. Si pudiera hablar, le pediría perdón.

La mayor de las dos aves se vuelve y le mira fijamente. Los ojos del ave prehistórica revelan algo: un secreto acerca de él, pero no el suyo. Una mirada de puro salvajismo, la dura inteligencia de tan solo ser, que Weber ha olvidado.

Pero la mujer está hablando. Está diciendo cosas, cosas lejanas, con gran vehemencia. Le habla de las guerras por el agua, de cómo los ecologistas han ganado de momento, de cómo, en lo sucesivo, siempre perderán. Ella ha visto todas las cifras, y no existe ningún poder lo bastante grande para detenerlos. Su rostro se convierte en una fea máscara. Agita un brazo ante el ave que la mira con fijeza, y esta se asusta y se aleja volando casi a ras de suelo.

– ¿Cómo es posible que no queramos esto? Exactamente esto, tal como es. Si la gente supiera… -Pero si la gente supiera, este campo estaría atestado de observadores de grullas-. ¿Cuánto tiempo cree que nos queda? -le pregunta-. Dios mío, ¿qué es lo que funciona mal en nuestra cabeza? Usted es el experto. ¿Qué hay en nuestro cerebro que no quiere…?

Ahora el cielo está oscuro, y Weber no puede ver qué es lo que ella señala. Cada uno de ellos está metido en su propio hoyo particular, desde donde contempla una noche impensablemente larga.

Ella habla en voz alta, como si ya solo quedase la memoria.

– Recuerdo la primera vez que mi padre nos trajo aquí. Éramos pequeños. Mi padre, Mark y yo, sentados en este campo. Precisamente este. Cada mañana, antes de que saliera el sol. Hay que ver a estos pájaros por la mañana. El espectáculo nocturno es puro teatro, pero el de la mañana es un acto religioso. Los tres al amanecer, todavía felices. Y mi padre, todavía el hombre más sabio que existía. Es como si le estuviera oyendo. Nos contaba cómo navegaban las aves. Él era piloto de avioneta, y le encantaba la manera en que los pájaros seguían los hitos geográficos para encontrar su lugar preciso, año tras año. Cómo reconocían cada uno de los campos. «Las grullas recuerdan a la perfección. Se agarran mentalmente a lo que ven como los murciélagos se agarran a las vigas de las que cuelgan.» Y la primera vez que vi a esos pájaros trazando círculos en el aire y desaparecer, seguí mirando el cielo, pensando: «Eh, yo también. Llevadme con vosotros». Una terrible sensación de vacío, como si me preguntara qué había hecho mal.

Se pasa los dedos por las cejas. Él la conoce ahora, sabe qué es lo que antes le repelía tanto: su debilidad, su necesidad de hacer el bien en el mundo.

– Era una especie de lección para nosotros. La idea que él tenía de la paternidad. Hablaba sin cesar de los lazos de sangre, de la familia, de cómo incluso los pájaros cuidan de los suyos. Nos asustaba a mi hermano y a mí. Nos pellizcaba hasta hacernos daño, para que jurásemos. «Si algo llegara a suceder, y sucederá, ninguno de los dos jamás debe abandonar al otro.»

Pronuncia estas últimas palabras en voz tan baja que Weber debe reconstruirlas. Entonces ella desvía los ojos, fuerte de nuevo, más serena de lo que él jamás podría fingir, contemplando las tierras húmedas, más allá del progreso que las destruirá.

– Mi padre era un salvaje. Había perdido por completo el contacto con el resto de la especie. Siempre me decía que yo nunca llegaría a nada. En buena medida se aseguró de que así fuera. -Se vuelve y toma el brazo de Weber en la oscuridad. Necesita que él le diga lo contrario. Necesita que le diga que no es demasiado tarde para cambiar de vida. No es demasiado tarde para dedicarse por fin a un trabajo auténtico, el único trabajo que importa-. Si usted me hubiera criado… ¿Y si nos hubiera criado a Mark y a mí? ¿Alguien que supiera lo que usted sabe?

Ella habría acudido a esa llamada antes, cuando aún había tiempo.

Weber guarda silencio, demasiado asustado para confirmar o negar. Pero ella ya ha tomado lo que necesita de él. Le mira sacudiendo la cabeza y dice:

– «Sin respaldo, imposible, casi omnipotente e infinitamente frágil…».

Él se esfuerza por ubicar esas palabras, escritas por alguien que en otro tiempo fue él. La expresión de Karin, rebosante de la idea, le ruega que recuerde. Si todo está inventado, entonces todos somos libres. Libres para actuar, libres para remedar, para improvisar, libres para formarnos imágenes mentales de lo que sea. Libres para que nuestra mente serpentee abriéndose paso a través de lo que amamos. Cuánto podríamos aprender todos sobre este río, qué lugares el agua aún podría llegar a ver…