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Se pasa la noche despierto en la habitación del hotel, el cerebro en ascuas. El móvil suena dos veces, pero no responde. Fija la mirada en el diodo emisor de luz, de color rojo infierno, del despertador sobre la mesilla de noche, contemplando el paso de los minutos. Irá a Dedham Glen y pedirá que le dejen ver el expediente de Barbara. No, no se lo permitirán. No está autorizado. Podría preguntárselo a su supervisor: ¿cuándo llegó ella al centro sanitario? ¿A qué se dedicaba antes de ese trabajo? Pero el supervisor respondería con evasivas o algo peor.

Son las cuatro de la madrugada cuando está delante del bungalow de ella, sentado en el coche alquilado, en la oscuridad absoluta. Se tomará todo el tiempo necesario hasta llegar a la firme decisión de no prender fuego a su vida. Pero, claro, ya está quemada (Chickadee, la bahía Conscience, Sylvie, el laboratorio, sus escritos, el famoso Gerald…), se consumió por completo meses atrás. Ahora Weber ni siquiera puede fingir el papel. Ni siquiera su esposa se lo creería. Él mismo quiere ir cuesta abajo, caer. Existe de veras una necesidad de no ser nadie, cuya localización precisa ocultará para siempre a los sondeos de la neurociencia. Baja del vehículo y se encamina hacia la entrada de la casa de Barbara, hacia el caos que él mismo ha creado.

Cuando ella abre la puerta, tiene la cara hinchada por el sueño, los ojos semicerrados, y tarda un momento en recobrar la plena conciencia. Entonces ladea la cabeza y le sonríe, casi como si le hubiera estado esperando. Y la última porción de solidez de Weber se disuelve en el aire.

– ¿Estás bien? -le pregunta ella, invitadora e insegura-. No sabía que habías vuelto.

La cabeza de Weber oscila tan ligera como el respirar.

Sin decir nada más, Barbara le franquea la entrada. Solo cuando ha encendido la luz mortecina en el techo del vestíbulo desnudo (es una casita de veraneo abandonada en la orilla de un lago norteño, de alrededor de 1950), le pregunta:

– ¿Has visto a Mark?

– Sí. ¿Le has visto tú?

Ella agacha la cabeza.

– Tenía miedo de hacerlo.

Pero eso no es posible. La profesional sanitaria que más cuidados ha prodigado al muchacho, que le ha visto en un estado mucho peor. La mira a los ojos. Ella rehúye su mirada, la desliza por encima de su hombro izquierdo. Lleva un batín de hombre de franela a cuadros grises y rojos, del que sobresalen sus piernas y brazos como impertinentes errores. Se lleva una mano a la cara abotargada.

– ¿Estoy horrible?

Es hermosa, tiene la clase de belleza herida que a él le destruye.

Barbara le lleva a una cocina minúscula, donde, tambaleante, pone agua a hervir en el fogón a gas. Él permanece a su lado.

– No hay mucho tiempo -le dice-. Tengo algo que enseñarte antes de que salga el sol.

Ella alza las manos y le empuja el pecho, primero con suavidad y luego bruscamente. Asiente.

– Me vestiré. Por favor…

Con las palmas extendidas, le ofrece las tres pequeñas habitaciones.

No hay nada de lo que tomar posesión. La cocina es estrictamente individual, una desigual colección de sartenes melladas y tarros de jalea. La mesa y las sillas de la sala solo podrían proceder de una subasta. Una alfombra de retales ovalada y cortinas a ganchillo. Uno de aquellos arcones de roble antiguo que se usaban en las granjas, a juego con el escritorio. Por encima de este, fijado a la pared con cinta adhesiva, hay una tarjeta de notas muy manoseada con una inscripción manuscrita: «Pero no me hago nada, y aun así soy mi propio verdugo».

Sobre el escritorio hay un libro de bolsillo, El viaje inmenso, de Eiseley. La lectura nocturna de esta ayudante de enfermería. El texto de la contraportada revela que el autor es un muchacho de la zona, nacido y criado en la gran curva del Platte. Hay decenas de flechas adhesivas de colores pegadas a las páginas. Weber lee la última frase señalada: «El secreto, si uno puede parafrasear un vocabulario salvaje, se encuentra en el huevo de la noche».

Al lado del libro hay un reproductor de compactos portátil y unos auriculares. Junto al reproductor, una pequeña pila de discos. Weber coge el de arriba: Monteverdi. Ella entra en ese momento con demasiada rapidez, procedente del dormitorio, abrochándose apresuradamente la blusa de algodón color cobalto. Le ve examinando el disco. La ha descubierto. Junta las cejas, culpable.

– Las Vísperas de 1610. Pero, para ti, 1595.

Él le tiende el disco, acusador.

– Me engañaste.

– ¡No! Lo compré… después de la noche en que salimos. Un recuerdo. Créeme. Esta música no me evoca nada.

Él deja el disco en el rimero sin mirar. No quiere ver los demás discos. Su credulidad no puede soportar más pruebas.

Ella cruza la sala y le abraza. En sus brazos, él se desmorona. En la base de su cerebro, un puño se abre y se convierte en una palma. Nota el efecto de la dopamina, los remaches de las endorfinas, el pecho agitado. La investigación más insensata en la revista más temeraria… Ha sido el causante de su naufragio, y no podría decir lo grato que es. Ni escritor ni investigador ni profesor ni marido ni padre. Él es el producto de ese precipitado. No queda nada más que sensación, el calor, la leve presión contra sus costillas.

En la sala hace frío y ella está ardiendo. Él se desliza por callejones límbicos, rincones que sobrevivieron cuando apareció la maciza neocorteza como una superautopista. Nota su piel contra las manos de Barbara, una piel demasiado blanca y seca, sus brazos desnudos, un manchado amasijo de venas, sus costados toscos montículos. Un latido del corazón, y su propio cuerpo le resulta extraño, todos esos fantasmas anidados e invisibles para esta mujer que nunca le ha visto más que así.

Entonces algo más extraño todavía: no le importa cómo ella le vea. No quiere que le vea más que como lo que él realmente es: vacío y sin gracia, desprovisto de autoridad. Sin límites, como cualquiera.

– Espera -le dice a Barbara-. Hay algo que debes ver.

Algo que no es suyo. El espectáculo nocturno es puro teatro, pero el de la mañana es un acto religioso.

Alborea cuando se dirigen en coche al campo de Karin. Weber ha memorizado los giros a izquierda y derecha, y encuentra el camino sin dificultad. La noche se ha dispersado, pero la bandada sigue allí, vadeando. Se colocan en el hoyo, a menos de tres metros del grupo de aves más cercano. Se esfuerzan por no hacer ruido, pero sus movimientos alertan a las grullas que montan guardia. El conocimiento de la intrusión se extiende entre la bandada. Las grullas se agitan, tanto por separado como en grupo, y se serenan una vez pasado el peligro. A la creciente luz del día, inician los habituales tambaleos matutinos, acampanando las alas aquí y allá, como si trataran de dar unos vacilantes pasos de ballet.

– Es lo que te dije -susurra ella-. Todos los seres bailan.

Una tras otra, las aves prueban a volar, primero con breves saltos, como retales en la brisa. Entonces millares de ellas se elevan en avalancha. Es como si la superficie aleteante de la tierra se alzara, una espiral que asciende gritando impulsada por invisibles corrientes térmicas. Los sonidos las remontan al cielo, cencerros y carracas, vibrando, resonando, trompeteando, nubes de sonidos vivos. Lentamente, la masa se despliega en cintas y se dispersa en el claro azul.

Qué júbilo hay en esta vida. Siempre se eleva por encima de nosotros. Qué júbilo sin sentido.

Weber oye su propia voz, quebrado contrapunto al coro que grazna en la mañana.

– «No estar aislado, detrás del más delgado tabique, no quedar fuera de la ley de las estrellas.»

– ¿Qué es eso? -le pregunta ella.

Él se esfuerza por recordar.