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– «¿Qué es lo interior sino cielo más intenso, cruzado por las veloces aves y barrido por los vientos del retorno?»

Un libro de Rilke que le compró a Sylvie, hace muchos años, recién finalizados los estudios universitarios, cuando aún tenían tiempo para elegías inútiles.

– El científico es un poeta -dice la mujer.

Pero él no es ni una cosa ni la otra. No tiene una profesión que pueda reconocer. Nada en lo que jamás haya pensado que podría convertirse. Y esta mujer: ¿qué es esta ayudante de enfermería? Una mujer tan sola que incluso le quiere a él.

Ella mete la mano bajo el cuello de la chaqueta de Weber. Él le toca la espalda. Recorren la piel, la trampa entre ellos. Le tiemblan las manos contra los senos de la mujer, y ella se lo permitiría, le dejaría llegar hasta donde quisiera, ahí mismo, en ese campo lleno de aves. La caja torácica de Barbara presiona contra su palma. Se topan con algo asombroso para ambos. Sus bocas se unen y el pensamiento desaparece. Todo desaparece excepto esa necesidad primordial.

Algo enorme y blanco cruza raudo por el campo. Él se yergue bruscamente, y ella hace lo mismo. Weber la ve primero, pero ella la identifica.

– Dios mío, una grulla blanca. -Fantasmas en ese destello de luz, algún terror íntimo. Aprieta el brazo de Weber con la fuerza de un torniquete-. Es increíble que estemos viendo esto. Solo quedan ciento sesenta ejemplares. ¡Cielos, es uno de ellos!

El fantasma se desliza resplandeciente a través de los campos. Ninguno de los dos puede respirar. Él se aferra a una última esperanza.

– Eso fue. Lo que estaba en la carretera. Él dijo que vio una columna blanca…

Escruta el rostro de Barbara, la ciencia ansiosa de confirmación.

Ella sigue contemplando el ave, temerosa de mirar a Weber. Ahora tiene la oportunidad de aclararlo todo. Sin embargo, responde:

– ¿Tú crees?

Contemplan el ave fantasmal hasta que se desvanece entre una hilera de árboles. Se agazapan y siguen mirando, mucho después de que el campo se haya vaciado.

Los dos están helados y cubiertos de barro. Ella le atrae hacia sí, de nuevo el pensamiento en suspenso. Se inundan mutuamente, oleadas de oxitocina y un vínculo salvaje. La liberación, el desvanecimiento en mitad de la pradera, elevados y libres de todo, se cierne casi al alcance de la mano de Weber.

Una risa quebrada surge de algún lugar demasiado próximo, algo que no pertenece al coro matinal del Platte. El canto de un grillo, con meses de antelación. Suena de nuevo, desde el interior de la chaqueta que él se ha quitado y está a sus pies. La mira, perplejo. La mirada de Barbara le dice: Es tu teléfono. Él tantea la prenda en busca del bolsillo que contiene el aparato. Mira el número en el identificador de llamadas, la primera vez que lo hace. Desconecta el sonido y se vuelve hacia ella. A partir de ahora, todo le causará pánico. Es extraño como el nacimiento. Él escribiría al respecto, el primer caso de síndrome de Capgras contagioso, si aún pudiera escribir. Parece estar acercándose, y ella lo recibe. Los pensamientos cruzan su mente como un arroyuelo que fluye sobre los guijarros, y ninguno de ellos es suyo. Ahí está el vacío de la llegada. Entonces no hay más que el abrazo, y prepararse para un vértigo interminable.

Regresan al coche de Barbara en silencio.

– ¿Qué dirección? -le pregunta ella finalmente.

Ciertamente, no hay alternativa.

– Al oeste.

No hay más puntos cardinales para los dos. Ella conduce al azar. Cruzan un cauce seco.

– La ruta de Oregón -dice ella.

Las cicatrices en la tierra lo confirman, pese al siglo y medio de erosión.

Recorren varios kilómetros sin decirse nada. Él espera que ella le diga lo que en cualquier momento él podría hacer que le dijera. Pero ahora es, además, perjuro, y no se merece nada. Cuando les acucia el apetito, se detienen a comer algo en una población llamada Broken Bow.

– Otro pueblo fantasma -dice ella-. La mayor parte de los pueblos de por aquí alcanzaron su máximo desarrollo hace cien años. Ahora la región se está despoblando. Vuelve a los tiempos de la frontera.

– ¿Cómo sabes esas cosas?

Él ya sabe cómo las sabe.

Ella esquiva la pregunta.

– Por estos pagos solo se quedan los moribundos.

Compran agua, fruta y pan, y van a comer a las dunas. Lo hacen en una que se mueve en la dirección del viento. Alguna parte de sus cuerpos siempre se toca. La tierra está abandonada, un contagio a escala mundial. En segundo plano, el acorde menor en glissando de un interminable tren de carga.

Ella le toca la oreja por sorpresa.

– Acabo de recordar el sueño que tuve anoche. ¡Qué hermoso fue! Soñé que estábamos tocando una melodía, tú y yo, Mark y Karin, creo. Yo tocaba el violonchelo, un instrumento que jamás he tocado. Pero la música que producía… ¡increíble! ¿Cómo puede hacer eso el cerebro? Simular que tocas un instrumento está bien, pero ¿quién componía esa música? ¿Y en tiempo real? Yo ni siquiera sé leer las notas. Las armonías más bellas que he escuchado jamás. Y tenía que ser yo quien las había compuesto.

Él no tiene una respuesta que darle, y no se la da. Lo único que hace es tocarle a su vez la oreja. El sueño que él tuvo anoche fue uno que no había tenido en varios meses: un hombre que se lanza de cabeza, inmovilizado en el aire ante una humeante columna blanca.

Están sentados en medio de una nada a la deriva. El teléfono vibra en su bolsillo. Si suena aquí, podría sonar en el espacio exterior. Él sabe quién le llama antes de responder. El identificador se lo confirma: Jess, su hija, quien solo llama en casos extremos y en vacaciones. Tiene que responder. Incluso antes de que pueda preguntar qué ocurre, Jess le grita:

– Acabo de hablar con mamá. ¿Qué coño crees que estás haciendo?

Weber no puede sentirse apegado a nada. Nota cada kilómetro entre este lugar y cualquier costa.

– No lo sé -replica, tal vez varias veces, lo cual solo enfurece más a su hija. «¡Madura de una vez!», le grita ella. Quizá esté sufriendo un shock insulínico. La señal empieza a extinguirse-. ¿Jess? No puedo oírte, Jess. Escúchame. Te llamaré yo. Te llamaré…

Cuando termina de hablar, Barbara sigue ahí. Le toma el mentón, con gesto vacilante, y él le deja hacer. El primero de sus castigos. La mano de Barbara dice: Cualquier cosa que necesites. Más cerca o más lejos. Soy tuya para que sigas inventándome o para que me alejes de ti.

Él es un caso que había olvidado hasta este momento: la mujer con la ínsula dañada, sumida en la asomatognosia. De vez en cuando, durante breves períodos, perdía por completo la sensación de su cuerpo. Esqueleto y músculos, miembros y torso se desvanecían hasta quedar en nada. Y, no obstante, aunque no sentía el cuerpo, mentía, creyendo a ese kapo en la confluencia temporoparietooccipital, ese lacayo del organismo siempre dispuesto a tomar el mando.

Avanzan un poco más por la carretera, lo único que pueden hacer. Al cabo de unos veinte kilómetros, ella le dice:

– Hay un sitio más adelante que siempre he querido ver.

– ¿A qué distancia?

Ella frunce los labios mientras calcula.

– Unos ciento cincuenta kilómetros.

A él no le quedan fuerzas para objetar. Apunta hacia un blanco invisible a través del parabrisas.

Ella se vuelve descuidada al volante, incluso atolondrada. No tienen futuro, y aún menos pasado. Durante dos horas no dicen nada acerca de sí mismos. Tampoco comentan gran cosa de Mark. Lo más cerca que llegan es cuando Barbara le pregunta por las diez cosas esenciales que la neurociencia sabe con certeza. Él debería ser capaz de enumerar docenas, pero algo le ha ocurrido a su lista. Las que son esenciales ya no le parecen indiscutibles. Y las que son ciertas no pueden ser esenciales.

Weber ve su destino desde cierta distancia, alzándose de un trigal en invierno. La llanura de Salisbury. Un monumento megalítico. Un giro erróneo en alguna parte, pero aquí están. Ella se ríe cuando él lo distingue.