– Así que es esto. Carhenge.
Las enormes piedras grises se convierten en automóviles. Treinta y seis viejos coches pintados con spray que se alzan verticales en el suelo o están colocados como dinteles horizontalmente sobre otros vehículos. Una réplica perfecta. Barbara y Weber bajan del coche y rodean el círculo de chatarra erecta. Él logra hacer una penosa imitación de regocijo. Aquí está: el monumento conmemorativo ideal al deslumbrante y vertiginoso ascenso del ser humano, el breve experimento de la selección natural con la conciencia. Y por doquier, millares de gorriones que anidan en los oxidados ejes.
Cenan en la cercana Alliance, en un restaurante llamado Longhorn Smokehouse. Un televisor suspendido en el rincón junto a una mesa emite el noticiario. Ha empezado la Operación Libertad Iraquí. La guerra ha tardado tanto en llegar que Weber solo experimenta una ligera sensación de déjà vu. Ven las imágenes cíclicas e incomprensibles, al presidente rizando el rizo una y otra vez: «Que Dios bendiga a nuestro país y a todos cuantos lo defienden». Weber contempla el rostro imperturbable de Barbara mientras esta mira la pantalla. La mira como solo un reportero puede hacerlo. Él lo ha sabido desde hace algún tiempo. Solo ahora la ve, inequívoca. La voz de la mujer se entrecorta un poco cuando habla.
– ¿Sabes? Mark tiene razón. Todo este lugar es un sustituto. Entiéndeme: ¿es este país un lugar que puedas reconocer?
Permanecen sentados demasiado tiempo, mirando demasiados reportajes frenéticos cargados hasta reventar pero sin contenido alguno. Cuando vuelven al coche, la luz ya se desvanece.
– ¿Buscamos algún sitio donde dormir? -pregunta ella, sin mirarle.
Se refiere a un refugio, pero hace mucho que la posibilidad de refugiarse se ha perdido.
Él no quiere más que la página en blanco, donde esté borrado todo lo que ha hecho, lo que está haciendo. Nada le espera en ninguna parte. Buscar algún sitio donde dormir, sí, noche tras noche, los dos buscando, incluso una vez confirmado lo peor, incluso sabiendo lo que ahora sabe de ella. Basta de informes a distancia. Basta de historias clínicas: solo actuar, hasta llegar a ser tan culpable como ella. No obstante, las palabras que pronuncia acaban incluso con esa posibilidad.
– Tenemos que volver.
Ella no puede enmascarar el medio segundo de temor. Sus hombros se estremecen en la trampa.
– ¡Ah, corazón! -exclama. ¿De quién es ese nombre? La expresión de cariño a otro. Alguna aventura anterior con la que ella le confunde. No le quiere; tan solo quiere evitar el descubrimiento. Empieza a poner objeciones-. Mi casa es tan pequeña…
Y la tierra es tan grande.
– Tenemos que volver -repite él.
Sí, la vida es una ficción. Pero, al margen de lo que pueda significar, la ficción es gobernable.
Ella sabe lo que está sucediendo. Sin embargo, finge. Pone el coche en marcha y enfila hacia el sudeste. Al cabo de unos pocos kilómetros, su voz pura invitación, pregunta:
– ¿En qué estás pensando?
Él sacude la cabeza. No puede plantear esto verbalmente. Su silencio turba a Barbara. Aferra el volante, y la expresión de su rostro indica que está preparada para lo peor.
Él le roza el brazo con los nudillos.
– Estaba pensando que tengo la sensación de haberte conocido durante toda mi vida.
Barbara vuelve la cabeza hacia él y su rostro se descompone. No le cree, pero lo aceptará. Algo en ella sabe ya adónde quiere él ir a parar. Algo en ella sufre ya la sentencia, antes de que él la pronuncie.
Él elige ese momento para preguntarle:
– ¿Qué clase de reportaje estabas haciendo? Cuando viniste aquí por primera vez.
El silencio es atroz durante un kilómetro y medio. En cierto modo, él confía en que no le responda. En parte no quiere conocer los hechos. Percibe lo que primero vio en ella, el temor a flor de piel bajo su fingida serenidad. Por el rabillo del ojo, ve que ella es otra persona. Como aquella mujer a la que examinó cierta vez y bautizó como Hermia, cuyo único síntoma era que veía niños en su campo visual izquierdo, incluso les oía reír, pero cuando se volvía a mirarlos desaparecían…
– ¿Qué quieres decir? -pregunta por fin, su voz como esmalte brillante sobre cenizas.
Él no tiene ningún derecho a forzarla. No es un juez, es la misma encarnación de la duplicidad.
– ¿Para quién trabajabas?
No tiene ninguna necesidad de saberlo, pero es un fenómeno neurológico demostrado: la actividad en el centro verbal ejerce un efecto supresor del dolor.
Ella aprieta el volante y conduce por la carretera recta como una regla.
– Dedham Glen -responde-. Trabajé allí todos los días durante un año. Ganaba mil doscientos dólares al mes.
Por fin las anomalías en el historial médico de Mark tienen sentido para él. Sabe lo que sucedió.
– El amigo de Karin, el ecologista -le dice-. Hace un año le entrevistaste por teléfono.
La confusión anida en los ojos de Barbara, y su nariz enrojecida tiembla como la de un conejo. Algo en ella todavía tenaz libera esa última parte de él que aún no la ama.
– El agua -responde. Práctica, periodística-. El reportaje era sobre el agua. -Avanzan otro medio kilómetro en la oscuridad que empieza a palidecer. Ella habla como si lo hiciera ante una grabadora-. Pronto la mayor parte de los reportajes tratarán de eso. -Se recupera, sacude el cabello, dirige a él toda la fuerza de su vacío. Se decanta por una despreocupación de revista de modas. A Weber le repelería, si no fuese por esa cosa que reconoce en ella y que comparte. Esa esperanza desesperada de eludir el descubrimiento-. Te lo contaré todo. ¿Cuánto quieres saber?
Él no quiere saber nada. Incluso ahora desaparecería con ella, irían a algún lugar donde no pudieran llegar las palabras.
– Periodista -dice ella al parabrisas. La calle bordeada de árboles de otro pueblo pasa rauda por su lado-. Productora de Cablenation News. Ya sabes: busca un tema interesante, trabájalo, dirige el trabajo preliminar, filtra las entrevistas, selecciona la investigación. Siempre intentaba… estar a la altura de lo que contaba. Siempre trataba de entender, de sumergirme en el material. Creo que esa fue mi perdición. Había sido editora durante siete años, productora durante tres y medio. Podría haber alcanzado un puesto más importante, en el que me mantendría sin esfuerzo hasta que me jubilaran.
Él mira las marcas de la edad de su cuello en las que aún no se había fijado. Los tendones se ensanchan bajo la mandíbula apretada. Su rostro se resquebrajará y de él emergerá un ser superior.
– Tenía problemas. El éxito profesional acabó por quemarme, como lo llaman. Nunca debería haber empezado. Era una supermujer. Quiero decir que, Dios, había estado en Waco, con todas aquellas hileras de sillas de jardín, todos los buenos ciudadanos norteamericanos contemplando la barbacoa humana. Cubrí lo del Heaven's Gate: tres días sucesivos de suicidio colectivo. Nada me arredraba. Podía contarlo todo. Cuando derribaron las Torres, iba por Manhattan plantándole una cámara de vídeo en la cara a la gente. Cuando llevaba una semana haciendo eso, empecé a desequilibrarme. Estamos fuera de control, ¿no es cierto? Y nos lo vamos echando todo a las espaldas.
Todavía necesita que él la contradiga. Es lo que siempre ha necesitado de Weber. E, incluso en eso, él le falla.
– Mi jefe me convenció para que viera a uno de esos que todo lo arreglan con pastillas, y que me recetó lo mismo que todo el mundo en este país ya está tomando. Las pastillas me tranquilizaron un poco, pero perdí empuje, me volví lenta y descuidada. Ya no podía hacer mi trabajo. Me sacaron de la sección de noticias y me asignaron reportajes de interés humano. Cosas inocuas, patéticas. El cuidador de indigentes que al morir lega un millón de dólares a la universidad pública de la ciudad. Unos gemelos que se reúnen al cabo de cuarenta años y todavía se comportan de una manera idéntica. Eso era lo que debía ser el viaje a Nebraska. Un poco de descanso y recuperación. Un reportaje que no podía fallar, que satisfaría a todo el mundo y que hasta yo sería capaz de hacer.