– Las grullas -dice Weber.
La única historia que hay allí. El retorno interminable.
En un tramo llano y anodino, a cinco kilómetros de la ciudad, ella se vuelve a mirarle. Su rostro busca el de Weber, su expresión reveladora del deseo de pactar.
– Querían algo tipo Disney. Traté de ir más allá, así que escarbé un poco. No tardé mucho en descubrir el problema del agua. Supe que acabaríamos echando a perder ese río, no importa lo que yo escribiera. Podía contar una historia que desgarraría a la gente y les haría anhelar un cambio de vida, pero no serviría de nada. Esa agua ya ha desaparecido.
Kearney surge como una cúpula de luz anaranjada en el horizonte. Él espera a que Barbara termine. Solo cuando ella mira por encima del hombro, con una expresión desesperada, fugaz, suplicante, él comprende lo que ha hecho.
– ¿Entonces abandonaste el trabajo y te hiciste auxiliar de enfermería?
Los hombros de la mujer dan un respingo, pero enseguida se repone.
– Al principio me aceptaron como voluntaria. Tenía cierta experiencia… años atrás, en el instituto. Obtuve el título de auxiliar de enfermería en tres meses. No es… bueno, ciencia neurológica.
Ni siquiera ahora está dispuesta a decírselo. No lo hará por propia iniciativa. Así que él se lo dice.
– ¿Sabías que lo enviarían allí?
Los ojos de Barbara adquieren la dureza del acero. Se vuelve brutalmente serena.
– ¿Es esto algún tipo de teoría? ¿Qué crees que soy yo?
Yo es tan solo una maniobra de distracción. La ciencia de Weber lo sabe desde hace algún tiempo. Ha sospechado de ella desde mucho antes de la identificación positiva de Daniel. Tal vez desde el día en que la vio. Él percibió el engaño de ella, como ella el suyo: la mentira que los unió, que le atrajo a ella. Pero hay algo que él aún no puede comprender.
– Creo que debo de haberte visto antes alguna vez. Hace años cuando tu cadena entrevistó…
– Sí -le interrumpe ella, sin alterarse, mientras gira a la derecha para entrar en la carretera 10, ya en las afueras de la población. Vuelve a hablar como una productora, una periodista que podría informar sobre cualquier noticia-. Entonces, ¿para qué has vuelto una y otra vez? ¿Para poner a prueba tu memoria? Creías que yo te sería útil. Un poco de emoción, un poco de misterio. La hostilidad pública te estaba destrozando, así que hiciste una rápida escapada, para reescribir tu vida. Una experiencia extracorporal. Exponerte al delito. Caer en la trampa. Y así luego podrías juzgarme.
Él sacude la cabeza, por los dos. Lo que le hizo volver fue algo mayor que el juicio público. Los vientos del retorno. Ahora, peor que nunca, incluso cuando ella se vuelve fría y horrible, la conoce. Ella resopla y golpea el volante con las palmas, la mirada perdida en el entorno. Con un movimiento de la cabeza, él la obligará a volver, no hacia su bungalow, no hacia una anónima habitación de motel, sino hacia donde comenzó la historia. Cuando por fin él habla, su voz no es la suya.
– No sé qué habrías podido llegar a sentir… que podría haber sido yo para ti. Pero sé lo que sientes por ese muchacho.
En el penúltimo semáforo antes del Buen Samaritano, ella comprende adónde la está forzando a ir. Extiende la mano derecha y toma la suya. Una última seducción preventiva: aún podríamos huir los dos. Desaparecer en alguna parte de ese largo río.
Él piensa en lo que Barbara ya ha perdido: su carrera, su comunidad, los amigos que tenía, un año de su vida y todos los que el muchacho pueda querer. No es suficiente.
– Díselo -le pide Weber-. Sabes que has de hacerlo.
Ella vuelve la cabeza, deshaciéndose en explicaciones.
– Lo intenté -asegura-. Lo habría hecho. Pero él no reconoció…
– ¿En qué ocasión?
El fingimiento entre ellos se desvanece por completo. Desnudos, cada uno conoce al otro. Ella escupe veneno.
– ¿Por qué me haces esto? ¿Soy otro caso clínico? ¿Qué quieres de mí? Petulante, farisaico que te proteges a ti mismo…
El reconoce que tiene razón y asiente. Pero se ha vuelto liviano, vacío, un comité de millones.
– Puedes hacer esto. -Considera el hecho, la única cosa que aún sabe con certeza-. Puedes hacerlo. Estaré contigo.
Una fría noche de febrero en una oscura carretera de Nebraska. Ella está sola en el coche, conduciendo al azar. Horas antes había filmado el espectáculo nocturno, pero las cámaras no lograron captar toda la fuerza de aquella reunión que parecía de ultramundo. Esta noche las aves han afectado a Barbara de tal manera que no puede volver al hotel. Hace bastante tiempo que los miembros del equipo de filmación se han retirado, y ella está sola, sin nada que hacer, tan frágil como se sintiera en Nueva York el otoño pasado. Tal vez ha abandonado la medicación con demasiada rapidez. O quizá sean las grullas, esas hileras que se deslizan por el cielo, se congregan y trompetean, inducidas a error por una memoria que se remonta a millones de años. El fin será instantáneo. Jamás sabrán que fue lo que las golpeó.
Ella misma nunca lo habría sabido de no haber sido por este reportaje. La nueva guerra, silenciosa e invisible, en las tierras húmedas: ella ha buscado hasta dar con los detalles, los antecedentes para su reportaje. Su especie se está desmadrando, y ahora, más que nunca, cada forma de vida ha de arreglárselas como pueda. Tiene los nervios de punta, el calor dentro del coche alquilado es sofocante, y en esta carretera recta como el filo de una cuchilla se siente inquieta. Ha tratado de calmarse durante horas, sentada en un restaurante, luego en un cine, caminando por el centro sin vida de la ciudad, conduciendo por estas desiertas carreteras rurales, y todavía no está en condiciones de dormir. Si pudiera esperar unas horas más, hasta el amanecer, y ver las aves de nuevo…
Incluso la antigua polifonía que emiten los altavoces del coche la molesta. Apaga la radio, los dedos frenéticos. Pero el silencio en esta negra y helada noche de febrero es peor. Solo lo soporta durante medio minuto antes de encender de nuevo la radio. Recorre las emisoras con mano temblorosa, tratando de encontrar algo apropiado. Se decide por una emisora, sin que le importe el contenido. Están hablando, y ahora hablar es lo único que podría ayudarla.
Una satinada voz femenina le susurra en tono íntimo al oído. Por un momento parece una reunión de cristianos renacidos: no se le da de lado a ningún creyente. Pero esas palabras son peores que la religión. Son hechos. La voz femenina recita una letanía que oscila entre la lista de la compra y un poema. «La especie humana tardó dos millones y medio de años en alcanzar los mil millones de personas. Se tardó ciento veintitrés años en sumar otros mil millones. Alcanzamos los tres mil millones treinta y tres años después. Luego en catorce años, luego en trece, luego en doce…»
Temblorosa, se detiene en la cuneta. Sola en esta nada y con estas cifras. En algún lugar de su cabeza estalla una tormenta. Surgen señales, que se activan unas a otras. Nada en la evolución la prepara para esto. Láminas eléctricas la atraviesan en cascada, ataques inducidos por los datos, y cuando los faros aparecen en el retrovisor, lo más racional del mundo es abrir la portezuela del coche, bajar y caminar hacia ellos.
Ahora entra de nuevo en el hospital. El año anterior la pararon en la entrada de la sala de urgencias. «¿Es usted su hermana?» Un gesto de asentimiento sin pensar bastó para que la dejaran pasar. Esta vez nadie le pregunta nada. Cualquiera puede visitarle. Incluso la persona que fue la primera causante de que lo ingresaran allí.
Está erguido en la cama, tratando de leer un viejo y conocido libro. Ella ve por su postura que la niebla se está dispersando. Alza la cara al verla, esa mezcla de gratitud ideal e instintiva. Pero se desvanece con la misma rapidez, solo con ver su expresión.