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– ¿Sabes lo que ocurrió aquella…? ¿Te han contado algo los chicos…?

Bonnie se tomó su tiempo, deseosa de responder algo, lo que fuese. Pero Karin dio media vuelta y dejó que se marchara. Una vez en la habitación, encontró a Mark en la cama, apoyado en los brazos, la cabeza alzada, inspeccionando el techo, como si hubiera hecho una pausa mientras se ejercitaba y se hubiese olvidado de seguir viviendo.

– Ya estoy aquí, Mark. Volvemos a estar los dos solos. ¿Te encuentras bien?

– Recuperado por completo -dijo él-. De nuevo juntos. -Sacudió la cabeza juiciosamente y se volvió hacia ella-. Tal vez no nos divertiremos tanto.

* * *

Primero está en ninguna parte, luego no está. El cambio avanza a hurtadillas, una vida que pasa a través de otra. Cuando retrocede, ve la nada donde ha estado. Ni siquiera es un lugar hasta que los sentimientos fluyen en él. Y entonces pierde toda la nada que era.

Hay aquí una cama en la que vive. Pero es una cama más grande que la ciudad. Él yace en esa gigantesca extensión, una ballena en la calle. Una criatura varada que tiene manzanas de casas de longitud. Un desafortunado ser oceánico al que, fuera del agua, aplasta su propio peso, al que mata la fuerza de la gravedad.

No existe nada lo bastante grande para llevárselo de aquí o levantarlo. El vientre aplastado ocupa toda la longitud de la calzada. Aletas enganchadas en vallas, pinchadas por agudas ramas de árbol. Tendido al lado de blancas cajas de madera con tejados inclinados, el humo saliendo en espiral de chimeneas trazadas con lápiz de color, el hogar garabateado por un niño.

Esta ballena es dolor, y un frío candente. Estallidos de realidad que su piel le revela. Plantificado en esta lisa pradera, arrojado por una ola que se retiró con demasiada rapidez. Grandes mandíbulas, mayores que un garaje, se abren y cierran sonoramente en el suelo. Cada grito emitido por la garganta de la caverna hace temblar las paredes y rompe las ventanas. Muy lejos, a manzanas de distancia, se agita la cola de la bestia varada. Rodeada de casas, inmovilizada por esta marea baja instantánea.

Por encima, kilómetros de atmósfera presionan con tanta fuerza que la ballena no puede respirar. No puede inflar los pulmones. Agonizando en el océano seco, criaturas asfixiadas bajo el ser que ahora ha de inhalar. El ser vivo más grande, casi Dios, extendido y aplastado, los músculos derrotados. Solo su corazón, grande como el juzgado, sigue latiendo.

Desea la muerte, si es que desea algo. Pero la muerte se aleja con el agua que se retira. Su respiración es un terremoto. La ballena jadea y gira, aplastando vidas bajo su mole, mientras el aire la aplasta a ella. Rugen tormentas en su cabeza. Arpones y cables se extienden por sus costados. La piel se desprende en láminas de grasa.

Transcurren semanas y meses, y los lamentos de la montaña animal en putrefacción remiten. La ciudad dispersa empieza a volver. Minúsculos seres terrestres pinchan al monstruo con alfileres y agujas, lo cortan a tajos, tratando de recuperar sus hogares aplastados. Los pájaros picotean su carne corrompida. Las ardillas arrancan pedazos y los entierran para el invierno que se acerca. Los coyotes apuran sus huesos hasta convertirlos en reluciente marfil. Los coches pasan bajo sus costillas enormes y abovedadas. Los semáforos penden de las protuberancias de su espina dorsal.

Pronto brotan de sus huesos ramas y hojas. Los ciudadanos se mueven a su través, sin ver más que calle, piedra, árboles.

Va recuperando sus órganos, con tanta lentitud que él no puede saberlo. Yace en la cama que se estrecha, haciendo inventario. Costillas: sí. Vientre: comprobar. Brazos: dos. Piernas: también. Dedos de las manos: muchos. Dedos de los pies: quizá. Siempre hace lo mismo, con resultados variables. Hace una lista de sí mismo, como de una vieja máquina reconstruida. Extraer. Limpiar. Sustituir. Nueva lista.

El lugar que lo arrojó arde ahora en deseos de que vuelva. La gente le impone sonidos, interminables muestras gratuitas. Palabras, a juzgar por la manera en que las pronuncian. «¿Cómo cómo cómo ahora ahora ahora?» Algo que podría oír en los campos de noche, si se detuviera a escuchar. «Mark mark mark», le dicen. Él suelta risas estridentes, imitando a cada nuevo hablante. En vano. El silencio no puede cubrirle. Le leen los periódicos, le hablan en voz alta. Lo funden, lo mueven, lo crean desde cero. Palabras sin lengua. Y él, lengua sin palabras.

Mark Schluter. Zapatillas, camisa, servicio. Enormes bucles de sí mismo. Da pasos. Se mueve en círculos y regresa. La necesaria repetición. Algo se asienta. Un yo lo bastante grande para que pueda entrar de nuevo en él. Ruidosa y apresuradamente, se refugia en lo más profundo. A veces un maizal, cuyos tallos que asoman le hablan. Nunca ha sabido que todas las cosas hablan. Debería haber ido más despacio para poder oír. En otras ocasiones, una llanura embarrada, por donde fluye un caudal de agua de poco más de dos centímetros. Su cuerpo es una pequeña embarcación. El vello de sus miembros son remos que golpean la corriente. Su cuerpo, innumerables criaturas microscópicas unidas por la necesidad.

Por fin los conceptos salen de su garganta. Palabras eructadas, nacientes. Crías de arañas lobo que saltan del lomo del sonido materno y se diseminan. Todas las líneas curvas del mundo hablan. Ramas que golpean el cristal. Huellas en la nieve. «Suerte» está ahí, dando vueltas a su lado. «Bastante», jadeando, contento de verle. «Bueno», una flor violeta que se abre camino entre el césped.

Un último momento inconexo y aún podría sentir: algo en la carretera me arruinó la vida. Pero entonces la reparación lo trae de regreso, al lodazal de pensamientos y palabras.

* * *

Ciertos días estaba tan encolerizado que incluso permanecer tendido le enfurecía. Entonces los terapeutas pidieron a Karin que se marchara. Ayudaría desapareciendo. Se instaló en Farview, en la vivienda modular de su hermano. Daba de comer a su perra, pagaba sus facturas, comía en sus platos, veía su televisor, dormía en su cama. Solo fumaba en la terraza, donde soplaba el gélido viento de marzo, sentada en una húmeda silla de director de cine que tenía inscritas las palabras «NACIDO SCHLUTER», para que la sala de estar no oliera a tabaco cuando él volviera por fin a casa. Procuraba fumar solo un cigarrillo por hora. Se obligaba a tomárselo con calma, saborear el humo, cerrar los ojos y limitarse a escuchar. A medida que sus oídos se sensibilizaban, al alba y al anochecer podía oír el toque de corneta de las grullas canadienses que se imponía a los vídeos de rigurosos ejercicios físicos del vecino y a los camiones de dieciocho ruedas que cubrían largas distancias y pasaban atronando por la autopista interestatal. Karin alcanzaba el filtro del pitillo al cabo de siete minutos, ya estaba consultando su reloj quince minutos después.

Podría haber llamado a media docena de viejos amigos, pero no lo hizo. Cuando iba de compras a la ciudad, procuraba no encontrarse con sus antiguos compañeros de escuela. Los conocidos surgían como de una versión cinematográfica de su pasado, cada uno en el papel de sí mismo, solo que más agradables de lo que jamás lo habían sido en la vida real. Solidarios con ella, se mostraban deseosos de conocer los detalles. ¿Cómo estaba Mark? ¿Recuperaría la normalidad? Ella les decía que ya casi lo había logrado.

Aún tenía un número de teléfono en la mano. En aquellos días en que Mark la frustraba, volvía a casa con una botella de litro y medio de vino barato Gallo, el que bebía en su época universitaria, se emborrachaba lentamente mientras miraba el canal de películas clásicas y entonces marcaba los dígitos telefónicos, solo por la emoción de lo prohibido. Cuando iba por el cuarto número, recordaba que aún no estaba muerta. Cualquier cosa podía suceder todavía. Le había abandonado como al tabaco, aunque eliminarlo por completo de su torrente sanguíneo había requerido más tiempo. Karsh: el ingenioso, el hábil, el impenitente Robert Karsh, instituto de Kearney, curso de 1989, el estudiante con mayores perspectivas de mejorar las cosas, el eterno sobón al que ella cierta vez tuvo que expulsar de un coche a doscientos cincuenta kilómetros de ninguna parte; la única persona, aparte de su hermano, que siempre podía entrever sus intenciones. Ella oía su voz, en parte de evangelista y en parte de pornógrafo, haciéndola ya volver a ser ella, a solo tres números de seguir marcando.