¿Qué ha pasado?, le pregunta. ¿Quién ha muerto?
Ella está al pie de la cama. Tan solo esta postura podría provocar el recuerdo del joven. Ese rastro sigue ahí dentro, en las cargas de las sinapsis. Pero de todos modos debe decírselo. Sus huellas fueron las primeras. El coche que estaba detrás de él estaba delante de él. Ella estaba en la carretera. Él volcó para evitar matarla.
¿Cómo?, pregunta él. ¿Por qué? Las piezas no encajan.
Ella está viva gracias a él. Él sufre un daño cerebral por culpa de ella.
¿Eres mi ángel de la guarda? ¿Fuiste tú quien escribió la nota?
No, responde ella. No fui yo.
Vuelve a estar ante él en el recuerdo, solo unas horas después de la primera vez, allá en la carretera desierta. Todavía está intacto, todavía reacciona. Intubado por todas partes, pero aún no ha entrado en coma. Eso vendrá después, con la excitotoxicidad. La conmoción de esta visita será el desencadenante. Ahora, mientras ella permanece junto a su cama en la unidad de traumatología, él la reconoce. La mira, aterrado. Ella ha vuelto, la columna blanca que quiso evitar dando un volantazo. Es una criatura sobrenatural que se alza de entre los muertos. Pero tiene el rostro demudado y emite unos sonidos entrecortados. Él la rehúye antes de darse cuenta: le está rogando que la perdone.
Mark intenta decírselo, pero nada sale de su garganta salvo un seco siseo. Ella se inclina hacia su boca, pero sigue sin oír nada. La mano derecha del herido gesticula en el aire, pidiendo papel y bolígrafo. Ella los saca de su bolso y se los tiende. Ya semiparalizado por la presión que aumenta en el interior de su cráneo, sus lóbulos magullados hinchándose contra el hueso inamovible, con una maltrecha mano que ya no es la suya, escribe las palabras:
No soy nadie
pero esta noche en la carretera North Line
DIOS me ha conducido a ti
para que puedas vivir
y traer de vuelta a alguien más.
Le pone la nota en los dedos. Mientras ella la lee, un pico cegador golpea el hemisferio derecho de Mark. Cae hacia atrás en la cama, su grito interrumpido. Luego yace inmóvil.
Ella le ha destruido dos veces. Presa de un pánico reptiliano, deja la nota en la mesilla de noche y se marcha.
La angustia de él continúa, demasiado pasmada para cesar. Incluso mientras ella le suplica, sus ojos la niegan. En su mirada fija, la santa se desintegra y vuelve a ser ella misma.
Has dejado que buscara durante un año, sin decir nunca esta boca es mía. ¿Cómo has podido hacer eso? Eras mi… Habrías hecho cualquier cosa…
Ella permanece ante él, anulada. Incluso ha perdido el derecho a defenderse. Él toma la nota que está sobre la mesilla de noche y la agita en el aire, golpeando la defectuosa caligrafía.
Si eso es lo que ocurrió… ¿qué coño estoy haciendo con esto? Apártalo de mi vista.
Le arroja el trozo de papel plastificado. Cae al suelo. Ella se agacha y lo recoge.
Eso es tuyo. Es tu maldición, no la mía.
Ella mueve la boca, preguntando: ¿Cómo? ¿Quién? Pero no le sale ningún sonido.
La ira de Mark estalla.
Eres tú quien debe hacerlo. Ve y trae de vuelta a alguien. Alguien permanece en silencio en el umbral, traído de vuelta por una nota que circulará eternamente. Para que puedas vivir. Y ahora la maldición es suya.
QUINTA PARTE
En cuanto a los hombres, esa miríada de pequeños estanques independientes con su propia vida corpuscular pululante, ¿qué eran salvo una manera que tiene el agua de moverse fuera del alcance de los ríos?
Loren Eiseley, El viaje inmenso,
«El flujo del río»
¿Qué recuerda un ave? Nada que cualquier otro ser pudiera decir. Su cuerpo es un mapa de donde ha estado, en esta vida y antes. Con solo llegar una vez a estas aguas someras, la cría de la grulla sabe cómo volver. El año próximo, por esta época, regresará y formará una pareja para toda la vida. Y al año siguiente: de nuevo aquí, transmitiendo el mapa a su propia cría. Entonces un ave más recordará exactamente lo que las aves recuerdan.
El pasado de la joven grulla de un año fluye en el ahora de todos los seres vivos. Algo en su cerebro aprende este río, una palabra sesenta millones de años más antigua que el habla, más antigua incluso que estas aguas planas. Esa palabra seguirá existiendo cuando el río haya desaparecido. Cuando la superficie de la tierra esté seca y agostada, cuando la vida haya sufrido tal presión que se habrá reducido a casi nada, este mundo empezará su lento retorno. La extinción es breve, la migración larga. La naturaleza y sus mapas utilizarán lo peor que el hombre pueda arrojarles. El éxito de los búhos orquestará la noche, millones de años después de que el hombre haya provocado su propio fin. Nada nos echará de menos. Los vástagos de los halcones trazarán círculos por encima de los campos demasiado crecidos. Picotijeras, chorlitos y aguzanieves anidarán en los millares de islas en que se habrán convertido las vigas maestras de Manhattan. Las grullas u otras aves parecidas sobrevolarán de nuevo los ríos. Cuando todo lo demás desaparezca, las aves encontrarán agua.
Cuando Karin Schluter entra en la habitación de su hermano, el hombre que la había estado negando ha desaparecido. En su lugar, un Mark al que ella nunca ha visto, vestido con un pijama a rayas, está sentado en una silla y lee un libro de bolsillo con la foto de una pradera en la cubierta. La mira como si ella llegara tarde a una cita convenida mucho tiempo atrás.
– Eres tú -le dice-. Estás aquí.
Su lengua se curva sobre el velo del paladar, la primera mitad de una K. Pero le recorre un estremecimiento y desvía la vista.
A Karin no le responden los músculos de la cara. Una ola rompe contra ella. Su hermano vuelve a ser el de antes, la conoce. Es lo que ella ha necesitado más que nada durante todos estos meses. La reunión con la que ha soñado durante más de un año. Pero no es en absoluto como lo ha imaginado. El retorno es demasiado inconsútil, se produce de una manera demasiado gradual.
Él la mira, cambiado de un modo que ella no puede identificar. Hace una mueca.
– ¿Por qué has tardado tanto? -Karin se abraza con fuerza a él, apoya la cara en su cuello; es como si el agua de unos rápidos corriera entre ellos-. No me mojes -le dice Mark-. Hoy ya me he bañado. -Aparta la cabeza de su hermana y la sujeta entre las manos-. Cielos, pero mírate. Hay cosas que nunca cambian.
Ella tiene que mirarle por segunda vez antes de detectar la diferencia.
– Vaya, Mark. Llevas gafas.
Él se las quita para examinarlas.
– Sí. No son mías, me las ha prestado el tipo de al lado. -Vuelve a ponérselas y deja el libro en el repecho de la ventana, encima de otro. Almanaque del Condado Arenoso-. Me he estado poniendo al día.
Ella conoce ese volumen. No debería estar ahí.
– ¿De dónde has sacado eso? ¿Quién te lo ha dado?
Se lo pregunta con más mordacidad de lo que pretendía, a pesar de sí misma: hermanos de nuevo, demasiado pronto.
Él mira el libro como si lo viese por primera vez.
– ¿Quién crees que me lo ha dado? Tu novio. -Se vuelve hacia ella y añade-: Un tipo complicado, pero tiene un montón de teorías intrigantes.
– ¿Teorías? ¿Sobre qué?
– Cree que estamos todos jodidos, que somos esquizofrénicos o algo por el estilo. Estamos un tanto chiflados, ¿no te parece?
La medicación está surtiendo efecto, los electroshocks suaves, pero de una manera tan gradual que casi no hay umbral. El mismo subsistema manipulador de la opinión que apagó su conciencia sin que él lo supiera ahora le ciega a su propio regreso. Ella contempla su vuelta a Mark, el Mark de siempre, ante sus pasmados ojos.