En Chicago, más de lo mismo: un taxi llega a un puesto de control en el norte de una ciudad que puede estar o no bajo ocupación. El conductor agita la mano pidiendo ayuda. Cuatro soldados cometen el error de acercarse. Aunque es la sexta vez que ve las mismas imágenes, Weber las contempla paralizado, como si la séptima vez pudiera terminar de un modo distinto.
De nuevo en el aire, avanzando hacia el este por la sesgada ruta, se vuelve transparente, más delgado que una película. Una voz dice: «Por favor, no se muevan por la cabina ni se congreguen en los pasillos». Él se aferra a las palabras, un salvavidas. Algo le han amputado a esta especie. El muchacho tenía razón: el síndrome de Capgras es más verdadero que este continuo sometimiento de la conciencia. En cierta ocasión tuvo un paciente (Warren, que aparece en El país de la sorpresa), un comerciante de treinta y dos años que practicaba escalada los fines de semana, y que cayó por un empinado barranco y aterrizó sobre la cabeza. Cuando salió del coma, Warren se encontró en un mundo poblado por monjes, soldados, modelos, malos de película y criaturas medio humanas y medio animales, todos los cuales le hablaban de la manera más natural. Weber destruiría cada ejemplar de cada obra escrita por él a cambio de la oportunidad de contar de nuevo la historia de Warren, ahora que sabe de qué está hablando.
Está rodeado. Incluso la cabina herméticamente cerrada en la que se encuentra se ha vuelto séptica de tanta vida como contiene. Todo está animado, es verde e invasor. Docenas de millones de especies bullen a su alrededor, pocas de ellas visibles, y menos aún nombradas, dispuestas en todo momento a probar cualquier cosa, todo posible engaño y explotación, con tal de seguir existiendo. Se mira las manos temblorosas, auténticos bosques pluviales de bacterias. Hay insectos que se refugian en el interior de los cables del avión. En la bodega de carga crecen semillas. Hay hongos bajo el revestimiento de vinilo de la cabina. Al otro lado de la ventanilla, congelados en la atmósfera inmóvil, arqueas, bacterias transgénicas y extremófilos viven de la nada. En la oscuridad, a temperaturas bajo cero, reproduciéndose simplemente. Cada código que ha permanecido vivo hasta ahora es más brillante que el más sutil pensamiento de Weber. Y cuando sus pensamientos se extinguen, más brillantes todavía.
El hombre sentado en el asiento contiguo, que se ha debatido durante todo el vuelo hasta Ohio oriental, por fin hace acopio de valor y le pregunta:
– ¿Puede ser que le conozca?
Weber se estremece, y sus labios trazan una sonrisa sesgada, espectral, robada a uno de sus pacientes.
– No lo creo.
– Claro. El tipo del cerebro.
– No -dice Weber.
El desconocido le examina con suspicacia.
– Estoy seguro. «El hombre que confundió su vida con un…»
– No soy yo -insiste Weber-. Yo estoy en proceso de reciclaje.
Las azafatas van y vienen por el pasillo. En un asiento de más allá, una pasajera se lleva carne animal machacada a la boca gigantesca. Weber tiene la sensación de que su cuerpo se desmorona dentro del traje arrugado y manchado. Sus pensamientos se deslizan rozando la superficie, como arañas de agua. No queda nada de él excepto estos nuevos ojos.
En el interior de su propia cabeza en ebullición, las imágenes del último día vuelven a casa para descansar. En su asiento, detrás del ala, Weber rememora una y otra vez la última escena, la estructura, la entreteje de nuevo, la reintegra. Mark en su habitación del Buen Samaritano, contemplando las mismas noticias vacías de los corresponsales de guerra, como el resto del mundo ignorante de lo que pasa. Mirando implacablemente, como si, al mirar a esos ejércitos durante el tiempo suficiente, pudiera reconocer a un viejo amigo. El neurocientífico cognitivo permanece al lado de la cama, estremecido bajo el televisor montado en la pared, olvidándose de por qué está ahí hasta que el paciente se lo recuerda.
– ¿Ya se marcha? ¿Qué prisa tiene? Si acaba de llegar.
Está tendido, tan delgado como la vida. Alza las manos para disculparse. La luz las atraviesa limpiamente.
Mark le da un libro de bolsillo usado, Mi Antonia.
– Para el viaje. Lo leí en un pequeño club del libro al que pertenecía. Es más bien para chicas. Necesita una buena persecución en helicóptero para convertirse en un clásico. Hay una escena de submarinistas desnudos, pero el ambiente es de auténtica Nebraska. Al final me enganché.
Weber extiende el brazo para coger el relato desechado. Una mano se apresura a cogerle la suya.
– Mire, doctor, hay algo que no logro entender. Yo la salvé. Yo soy… el ángel de la guarda de esa mujer. ¿No le parece increíble? Yo. -Las palabras suenan pastosas y extrañas en su boca, una maldición peor que la nota malinterpretada-. ¿Qué se supone que debo hacer con eso?
Weber permanece en silencio, inmóvil bajo la luz deslumbrante. Esa es también su pregunta. Ella estará con él, inquebrantable, dondequiera que vaya. Lo accidental se ha vuelto permanente. Nada que nadie pueda hacer por nadie, salvo recordar: Nacemos a cada segundo.
Mark le ruega a Weber, los ojos brillantes con el temor que solo permite la conciencia.
– La necesitan en el Refugio. Pregúnteselo a mi hermana. Necesitan una investigadora. Una periodista. Lo que demonios sea ella, la necesitan. -Su tono niega del todo una implicación personal-. No puede marcharse sin más. No es como si fuese una agente libre. Es otra cosa… ahora está integrada por completo en este lugar, le guste o no. ¿Cree usted que yo podría…? ¿Qué cree que ella…?
No hay manera de saber lo que otro podría hacer. De saber qué se siente al ser otro.
– Mi hermana no se lo pedirá, y yo no me atrevo. ¿Tal como han quedado las cosas? ¿Después de lo que le dije? Me odiará para siempre. No querrá volver a hablar conmigo nunca.
– Podrías probar -replica Weber. De nuevo finge, sin ninguna autoridad para ello, sin ninguna evidencia salvo una vida dedicada a componer historias clínicas-. Creo que podrías probarlo.
En cuanto a él, solo intenta prolongar la situación. Si el Director de la Gira se acuerda todavía de Weber, no acepta llamadas. Pero hay otro mensaje, demasiado tenue para oírlo. A través de la ventanilla plástica del avión, las luces de ciudades desconocidas parpadean debajo de él, centenares de millones de brillantes células unidas que intercambian señales. Incluso aquí, la criatura se extiende en innumerables especies, que vuelan, excavan, reptan, cada trayectoria esculpiendo todas las demás. Un destellante telar eléctrico, sinapsis del tamaño de calles formando un cerebro con pensamientos que tienen kilómetros de anchura, demasiado grandes para leerlos. Una red de señales que deletrean una teoría de seres vivos. Células activadas por el sol y la lluvia y la interminable selección que ahora compone una mente del tamaño de continentes, increíblemente consciente, omnipotente, pero frágil como la bruma, células con unos pocos años más para descubrir cómo conectan y adónde podrían ir antes de extinguirse y retornar al agua.
Weber hojea el libro de Mark durante el vuelo, lee párrafos al azar como si ese texto enterrado aún pudiera predecir lo que se avecina. Las palabras son más oscuras que la más intrincada investigación cerebral. Vaharadas de la pradera, mil variedades de altas hierbas se alzan de las páginas. Weber lee y relee, sin retener nada. Explora las notas al margen de Mark, los desesperados garabatos al lado de cualquier pasaje que pudiera permitirle avanzar para salir de una confusión permanente. Hacia el final, las líneas marcadas con temblorosas franjas de rotulador se vuelven más anchas y frenéticas: