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Una década de ardiente química (enojo y anhelo, culpa y resentimiento, nostalgia y fatiga) la inundaba mientras hacía los movimientos reflejos de marcar aquel número. Pero siempre se detenía antes de completarlo. En realidad no le quería a éclass="underline" solo deseaba alguna prueba de que su hermano no la arrastraría consigo al reino sepultado de la lesión cerebral.

La embriagadora humillación de sí misma se mezclaba con el vino y la atmósfera cada vez más densa a causa del humo de tabaco para hacerla resplandecer con su color de antes. Ponía uno de los compactos pirateados de Mark, sus estruendosos conjuntos musicales de un único éxito, maestros del regocijo apabullante. Entonces se tendía en la cama de su hermano y tenía la sensación de que se hundía en el colchón sin tocar fondo, como si practicara paracaidismo acrobático. Se tocaba como Robert lo había hecho -aún vivo- mientras la perra de Mark la miraba desde la puerta, desconcertada. Las sencillas pruebas a que sometía su cuerpo iban aumentando en grados de placer, siempre que evitara que sus manos pensaran.

Por orgullo moral, marcó el número completo una sola vez. A finales de marzo, cuando los días se alargaban, llevó a su hermano a dar uno de sus primeros paseos por el exterior del hospital, Mark sumido en un ensimismamiento impenetrable para ella. Llenaban el aire los zumbidos de los primeros insectos primaverales. El acónito invernal ya se marchitaba, las flores de azafrán y los narcisos asomaban a través de los restos de nieve. Pasó volando un ganso blanco. Mark echó la cabeza hacia atrás. No pudo ver el ave, pero cuando bajó la cabeza tenía el rostro encendido por el recuerdo. Su boca se curvó en una sonrisa más amplia que cualquiera de las que su hermana le había visto desde la muerte de su padre. Su boca siguió abierta, tratando de pronunciar la palabra «ganso». Ella le instó a seguir con gestos de las manos y la mirada.

– G-G-G-ga… go… ca… Me cago en la leche. Mierda de Dios, puta mierda. Hala, a tomar por culo.

Sonrió orgulloso. Ella reprimió un grito y soltó el brazo de su hermano, y él puso cara larga. Karin trató de contener las lágrimas que acudían a sus ojos, le tomó de nuevo el brazo con fingida calma y le hizo dar la vuelta para regresar al edificio.

– Es un ganso, Mark. Tienes que recordarlo. Tú mismo eres una especie de ganso tontorrón, ya lo sabes.

– A la puta mierda, a tomar por culo -canturreó él, mirándose los pies que iba arrastrando por el suelo.

Era la lesión la que hablaba así, no su hermano. Meros sonidos: cosas carentes de sentido que habían estado ocultas y que el trauma hacía aflorar. No tenía ninguna intención de atacarla. Se lo fue repitiendo durante todo el trayecto de regreso a Farview. Pero ya no creía nada de lo que se decía a sí misma. Todas las esperanzas que la habían sostenido durante semanas se disolvían en aquella corriente de burlona obscenidad y blasfemia. Se orientó en la profunda oscuridad hasta llegar a la casa prefabricada. Nada más entrar, fue directamente al teléfono y llamó a Robert Karsh. Su ascenso continuado y sostenido durante años hacia la autosuficiencia estaba preparado para verse de nuevo sometido.

Le respondió la niña. Mejor ella que su hermano mayor. La pequeña pronunció «¿Diga?» alargando demasiado las vocales. Siete años de edad. ¿Qué clase de padres permitían que una niña de siete años respondiera al teléfono de noche?

Karin recordó por fin su nombre.

– ¿Eres Ashley?

– ¡Siií! -respondió ella en un tono de dibujos animados rebosante de confianza.

Austin y Ashley: nombres que podían marcar a un niño para toda su vida. Karin colgó, e instintivamente marcó otro número, uno al que llevaba semanas pensando en llamar.

Cuando él respondió, ella se limitó a decirle:

– Daniel.

Tras una recelosa pausa, Daniel Riegel respondió:

– Eres tú.

Karin experimentó un alivio tan profundo que no entendía por qué no le había llamado antes. Él podría haberle sido de ayuda la misma noche del accidente. Conocía a Mark. Al auténtico Mark, el agradable. Era una persona con la que ella podía hablar tanto del pasado como del futuro.

– ¿Dónde estás? -le preguntó Daniel.

Ella empezó a reírse. Horrorizada, se contuvo.

– Aquí. Quiero decir, en Farview.

Con su voz de naturalista, el tono bajo que empleaba en el campo para señalar animales que se asustaban con facilidad, Daniel le dijo:

– Por tu hermano.

Aquello parecía una comunicación telepática. Entonces recordó que vivían en una población pequeña. Fue contestando a sus amables preguntas. La liberación de responder era indescriptible. Se contradecía a cada frase: Mark estaba mejorando a ojos vistas… había muy pocas esperanzas de recuperación. Podía pensar e identificar cosas, e incluso hablar… aún estaba atrapado en el accidente, caminaba como un oso adiestrado y parloteaba como un loro pervertido. Daniel le preguntó cómo se las arreglaba. Ella respondió que estaba bien, dadas las circunstancias. Los días se le hacían muy largos, pero podía superarlos. «Con ayuda», rogaba su voz, a pesar de sí misma.

Pensó pedirle a Daniel que se encontraran en alguna parte, pero no podía correr el riesgo de asustarle. Por ello se limitó a hablar, en un tono de voz sinuoso como las olas. Trataba de darle la sensación de que era la mujer competente en que casi se había convertido. Ni siquiera tenía derecho a ponerse en contacto con aquel hombre. Pero su hermano había estado a punto de morir. El desastre vencía al pasado y le daba un asilo temporal.

Hasta los trece años de edad, su hermano y Daniel habían sido uña y carne, dos muchachos de naturaleza similar que se dedicaban a poner derechas a hermosas tortugas de caja caídas boca arriba, buscaban nidos de colines de Virginia, acampaban ante madrigueras en cuyo interior les habría encantado vivir. Entonces, cuando estudiaban en el instituto, ocurrió algo. En algún momento del segundo curso, entre una clase y la siguiente, se distanciaron. Una guerra larga y prolongada, con un frente inamovible. Danny permaneció junto a los animales y Mark los abandonó por la gente. «La edad adulta», explicó Mark, como si el amor a la naturaleza fuese una fijación adolescente. Jamás volvió a relacionarse con Daniel. Años después, cuando Karin empezó a salir con Daniel, ninguno de los dos muchachos mencionó al otro.

Ella y Daniel se separaron poco después de iniciar su relación. Karin se trasladó a Chicago y luego a Los Ángeles, antes de regresar a casa, humillada. Daniel, infatigable idealista, le abrió los brazos sin hacerle preguntas. Solo cuando la sorprendió hablando por teléfono con Karsh e imitando a Daniel entre susurros, este rompió con ella. Karin corrió al encuentro de su hermano en busca de apoyo. Pero cuando Mark, impulsado por su lealtad hacia ella, empezó a hablar mal de Daniel insinuando oscuros secretos del pasado, Karin se volvió contra él de una manera tan virulenta que no se dirigieron la palabra durante semanas.

Ahora la voz de Daniel la tranquilizaba: ella era mejor que su pasado. Él siempre se lo había dicho, y ahora la vida le presentaba a Karin un reto que tal vez demostraría que estaba en lo cierto. El tono de Daniel parecía capaz de convencerla. La estupidez humana no significaba nada, y mucho menos lo que los seres humanos creían que significaba. Podías apartarla de ti como un jirón de telaraña que te rozase la cara. Las crueldades no intencionadas carecían de importancia. Lo único que ahora importaba era su hermano. Daniel le preguntó por los cuidados que requería Mark, le hizo buenas preguntas que ella podría haber respondido a los terapeutas mucho tiempo atrás. Le escuchó como si sus palabras fuesen una de sus canciones favoritas ya olvidada, y que destilaba todo un capítulo de su vida en tres minutos.