Karin seguía leyéndole a Mark: era lo único que podía hacer. El rostro de Mark mantenía su expresión plácida durante las peripecias de los relatos. Se limitaba a cabalgar sobre aquellas frases, con su ritmo de furgón. Pero a ella la estremecían los pasajes más predecibles. La escena en la que el muchacho de doce años que entra sigilosamente en la casa abandonada cae al suelo, derribado por un golpe en la cabeza, y es atado y amordazado en el sótano, le hizo cerrar el libro, incapaz de seguir leyendo. La lesión cerebral había sido su ruina. Ahora incluso la literatura infantil se hacía real.
Los Ratoneros volvieron para repetir sus ofensas.
– ¿No te lo habíamos prometido? -preguntó Tommy Rupp-. ¿No te dijimos que volveríamos para ayudarle a salir de esto?
Rupp y Cain sacaron unas pelotas de espuma con aletas, juegos electrónicos, incluso coches manejados por radiocontrol. Mark reaccionaba, al principio con absoluto desconcierto y luego con un júbilo maquinal. En solo media hora con sus amigos, progresó más en la coordinación entre los ojos y las manos de lo que había avanzado en varios días con el fisioterapeuta.
Duane no dejaba de hacerle advertencias.
– ¿Qué estás haciendo con el manguito rotador, Mark? Ten cuidado con él. Ahí hay lo que se llama un punto de inflamabilidad.
Rupp los llamó al orden.
– ¿Quieres acabar con el papel de curandero y dejar que Gus lance la pelota? ¿No te parece, Gus?
– Parece, Gus -respondió Mark contemplando la escena como si fuese una repetición instantánea.
Bonnie se presentaba cada pocos días. A Mark le encantaban sus visitas. Ella siempre traía «cosas alegres»: animales de goma envueltos en papel de plata, tatuajes lavables, predicciones del futuro en sobres ornamentados. «Pronto te embarcarás en una aventura imprevista…» Bonnie era mejor que un libro. Podía contar incansablemente divertidas anécdotas sobre la vida en un carromato con toldo que avanzaba por la autopista sin llegar nunca a su destino. Cierta vez acudió con su disfraz de pionera. Mark la miró asombrado, a medias el niño que celebra su cumpleaños y a medias un pedófilo. Bonnie le trajo un reproductor de discos compactos y unos auriculares, algo que a Karin no se le había ocurrido. Le dio una caja de discos (música de chicas, suspiros acerca de la ceguera de los hombres), nada que a Mark pudieran haberle sorprendido jamás escuchando con atención. Pero, bajo los auriculares, Mark cerró los ojos, sonrió y se tamborileó en el muslo con los dedos.
A Bonnie le gustaba escuchar los relatos que Karin leía en voz alta.
– Está siguiendo cada palabra -insistió.
– ¿Tú crees? -le preguntó Karin, aferrándose a cualquier esperanza.
– Se le nota en los ojos.
Su optimismo era un narcótico. Karin ya dependía de ella más que del tabaco.
– ¿Puedo intentar una cosa? -inquirió Bonnie, tocándole el hombro. Sus manos tocaban a Karin sin cesar, convirtiendo cada palabra en una confidencia. Se acomodó delante de Mark, incitándole con una palma mientras con la otra lo mantenía a raya-. ¿Listos, Marker? Muéstranos de qué estás hecho. Vamos allá. Uno, dos, átame el…
Él la miraba con la boca abierta, embelesado.
– Vamos, muchacho. ¡Concéntrate! -Canturreó de nuevo-: Uno, dos, átame el…
– Zapato.
Las sílabas surgieron de su boca como un agudo lamento. Karin ahogó un grito ante la primera evidencia de que, en algún nivel profundo, la cabeza de Mark seguía funcionando. Su hermano, que solo unas pocas semanas antes había reparado la compleja maquinaria del matadero, ahora era capaz de completar el primer verso de una canción infantil. Se apretó la mejilla mientras decía:
– ¡Sí!
Bonnie siguió adelante, riendo como agua en un arroyo.
– Tres, cuatro. Llama a la…
– ¡… puerta!
– Cinco, seis, recoge…
– … mierda.
Karin soltó una risita apesadumbrada. Bonnie tranquilizó al alicaído Mark.
– ¡Vaya! Has acertado dos de tres. Lo estás haciendo muy bien.
Le pusieron a prueba con «Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis». Mark, las facciones tensas de arrobada concentración, continuó perfectamente el «Seis y dos son ocho y ocho dieciséis». Bonnie empezó «Llueve, diluvia», pero, al percatarse de lo que seguía, se interrumpió y musitó una disculpa. *
Karin la sustituyó. Probó con un poema que Bonnie nunca había oído, pero cuyos cuatro versos condensaban para los dos hermanos Schluter todo el frío glacial de la infancia.
– Veo la luna -comenzó Karin, en el mismo tono que tenía su madre cuando las cancioncillas de Joan Schluter no eran exorcismos diabólicos-. Y la luna…
Mark abrió mucho los ojos al comprender de repente. Sus labios se cerraron alrededor de una mueca esperanzada.
– ¡Me ve!
– Dios bendice a la luna -le aseguró Karin, aquel antiguo sonsonete-. ¿Y…?
Pero su hermano permaneció inmóvil en la silla, mirando a alguna criatura desconocida por la ciencia que de improviso había aparecido silueteada en el horizonte al anochecer.
Una tarde, Karin estaba sentada al lado de Mark, tratando de recordarle las reglas del juego de las damas, cuando una sombra se movió sobre el tablero. Al volverse, la joven vio una figura familiar enfundada en un chaquetón de marinero que se cernía por encima de su hombro. Daniel tendió la mano hacia ella pero no la tocó. Saludó a Mark en tono afable. Como si los dos no se hubieran evitado durante la última década, como si Mark no pareciera un robot sentado en una cama de hospital.
Mark volvió de improviso la cabeza. Se puso en pie, moviéndose con más rapidez que nunca desde que sufriera el accidente, señalando y diciendo en voz quejumbrosa:
– ¡Dios, oh, Dios, ayúdame! ¿Lo ves, lo ves, lo ves?
Daniel se le acercó para tranquilizarlo. Mark pasó una pierna por encima del respaldo de la silla y luego la otra, mientras gritaba:
– ¡Has fallado, has fallado!
Karin se llevó a Daniel de la habitación, cruzándose con una enfermera que entraba.
– Te llamaré -le dijo ella.
Era la primera vez que se veían en tres años. Le apretó la mano, avergonzada. Entonces se apresuró a entrar en la habitación para calmar a su hermano.
Mark seguía viendo cosas. Karin procuró consolarle, pero no podía imaginar qué había visto en la larga sombra salida de ninguna parte. Yacía en la cama, temblando todavía. «¿Lo ves?» Karin lo acalló, mintiéndole, diciéndole que lo veía.
Tras el desastre del hospital, Karin fue al encuentro de Daniel. Este seguía siendo tal como ella lo recordaba: serio, con unos rasgos que resaltaban su condición de mamífero, familiar. No había cambiado desde la época del instituto: el cabello largo, la perilla, la cara estrecha y verticaclass="underline" una agradable criatura que se alimentaba de semillas. A ella la reconfortaba que no hubiera cambiado, ahora que todo lo demás había sufrido tantos cambios. Hablaron durante un cuarto de hora, sentados frente a frente en los extremos de la larga mesa de cocina, llenos de nerviosismo y ansiosos por dar rienda suelta a la confianza. Ella se apresuró a marcharse antes de estropear las cosas, pero no sin haber convenido un nuevo encuentro.
Su diferencia de edad había desaparecido. Daniel siempre había sido un niño: el compañero de clase, el amigo de Markie. Ahora era mayor que ella, y Mark un bebé entre los dos. Ella empezó a telefonearle a todas horas, pidiéndole ayuda para tomar las interminables y abrumadoras decisiones: los formularios, la incapacidad, los papeles para que Mark iniciara la rehabilitación. Confiaba en Daniel como debería haberlo hecho años atrás. Él siempre podía encontrar la mejor de las respuestas posibles. Y no solo eso, sino que conocía a su hermano y podía conjeturar lo que Mark querría.