Выбрать главу

Daniel no se abrió a ella de inmediato. Esta vez no podría haberlo hecho. Ya no era el que había sido, aunque solo fuese por lo que ella le había hecho. Que aceptara dedicarle su tiempo la asombraba, la avergonzaba y despertaba su agradecimiento. Ella no sabía lo que significaba aquel nuevo contacto o qué obtendría él de la nueva situación, si es que había algo que obtener. En cuanto a ella, verle significaba la diferencia entre cabecear en el agua y hundirse. Tras pasar otro día en el caos del nuevo reino de Mark, Karin se sorprendió a sí misma inventando motivos para ponerse en contacto con Daniel. Podía decirle cualquier cosa, desde la más exagerada esperanza causada por el último y minúsculo triunfo de Mark hasta el temor de que su hermano estuviera empeorando. Daniel acogía sus palabras con reserva, y procuraba mantenerla en un punto equidistante del optimismo excesivo y de la angustia injustificada.

Después de las humillaciones del pasado, no podía existir para ellos un verdadero futuro, pero sí que podían construir un pasado mejor que el que habían destrozado. Los esfuerzos de Mark les unían en una actividad común. Una misión indirecta para ambos, que remediaba las mezquindades del pasado: evaluar lo lejos que Mark había llegado y cuánto le faltaba por recorrer.

Daniel le traía a Karin libros desde bibliotecas tan lejanas como la de Lincoln, textos sobre lesiones cerebrales, cuidadosamente seleccionados para reforzar sus esperanzas. Le copiaba artículos sobre la más reciente investigación neurológica, que él le ayudaba a descodificar. La llamaba para resolver sus dudas e instruirla sobre lo que debía preguntar a los terapeutas. Dejar que él la orientase la hacía sentirse viva de nuevo. Cierta vez, su gratitud la abrumó tanto que no pudo evitar darle un torpe abrazo, tan fugaz que él no habría podido encontrarle ningún significado.

Ella empezó a verle con nuevos ojos. En cierto modo siempre le había tenido en baja estima, considerándole un neohippy de tendencias moralistas, más orgánicamente puro de la cuenta, alzándose por encima del rebaño. Ahora se daba cuenta de lo injusta que había sido. Lo único que él quería era que la gente fuese tan desinteresada como debería serlo, descubriendo una lección de humildad en la infinidad de vínculos de apoyo que los mantenía vivos, que la gente fuese tan generosa con el prójimo como la naturaleza lo era con ellos. ¿Por qué desperdiciaba su tiempo con Karin después de lo que le había hecho? Porque ella se lo había pedido. ¿Qué podía sacar él de su reanudada relación? Tan solo la oportunidad de hacer las cosas bien. Reducir, reutilizar, reciclar, recuperar, rescatar.

Daban paseos. Ella le llevó a la Subasta de Fondel, el antiguo ritual del condado que tenía lugar los miércoles por la noche. Cualquier lugar que no fuese el hospital le hacía sentirse a Karin en la gloria, no sin cierto sentimiento de culpa. Daniel nunca pujaba por nada, pero aprobaba la reventa de segunda mano. Decía que «así las cosas no acaban en el vertedero». Por su parte, ella se abandonaba a su antigua obsesión infantil por los fantasmas de los propietarios anteriores, que seguían ocultos en los objetos desechados. Caminaba a lo largo de las largas mesas plegables, tocando cada sartén abollada, cada alfombra deshilachada, imaginando sus peripecias hasta llegar allí. Compraron una lámpara cuyo pie era una estatuilla de Buda. Cómo había llegado al condado de Buffalo semejante objeto o por qué estaba allí abandonado solo podría explicarlo la imaginación más rebuscada.

En su séptima salida fueron al Sun Mart, a comprar verduras para una cena improvisada, y él la llamó «K. S.» por primera vez en años. A ella siempre le había gustado aquel apodo. La hacía sentirse una persona distinta, un miembro clave del equipo en una organización eficiente. «Ya verás cómo destacas en algo -le había dicho él, mucho antes de que ninguno de los dos tuviera idea de lo poco que el mundo permite destacar-. Harás cosas importantes, K.S., lo sé.» Ahora, tanto tiempo después, mientras elegían setas, él había vuelto a llamarla de aquella manera, como si el tiempo no hubiera transcurrido.

– Si alguien puede lograr que Mark vuelva a ser el de antes, eres tú, K. S.

Ella aún podría hacer algo importante, aunque solo fuese con respecto a su hermano.

Karin inventaba destinos a los que ir, gestiones que era preciso realizar. Un cálido fin de semana le sugirió que pasearan por la orilla del río. Casi por casualidad, se encontraron en el viejo puente de Kilgore. Ninguno de los dos dio a entender que el lugar tuviera algún significado. En la orilla aún se extendía una capa de hielo. Las últimas grullas emprendían el largo vuelo en dirección norte, hacia la zona donde criaban en verano. Pero ella aún las oía, invisibles en el cielo.

Daniel recogió unas piedrecillas y las hizo rebotar en el agua del río.

– Nuestro Platte. Adoro este río. Kilómetro y medio de ancho y dos centímetros de profundidad.

Ella asintió, sonriente.

– Demasiado denso para beber y demasiado plano para surcarlo. -Cosas que aprendían en la escuela primaria, tan familiares como las tablas de multiplicar. Las llevaban bajo la piel, por el mero hecho de haber crecido allí-. Un río formidable, si lo pones de lado.

– Ningún lugar como este, ¿verdad?

Las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo, un gesto que sería casi burlón en cualquier persona excepto en Daniel.

Ella le dio un empujoncito.

– ¿Sabes? Cuando era adolescente, estaba convencida de que Kearney era un sitio de puta madre. -Él hizo una mueca de desagrado. Karin había olvidado que él detestaba que soltara tacos-. El centro del continente, la senda de los mormones, la senda de Oregón, el ferrocarril transcontinental, la autopista interestatal 80…

Él hizo un gesto de asentimiento.

– Y millones de aves volando por la ruta migratoria central.

– Exactamente. Todo se entrecruzaba en esta ciudad. Suponía que solo era cuestión de tiempo que nos convirtiéramos en la próxima Saint Louis.

Daniel sonrió, inclinó la cabeza y se metió las manos en los bolsillos del chaquetón de marinero.

– El cruce de caminos de la nación.

Estar juntos, el mero hecho de existir, era más fácil de lo que ella se había atrevido a creer. Detestaba aquellas juveniles oleadas de esperanza, casi obscenas, a causa de lo que había motivado su retorno. Estaba capitalizando el desastre, utilizando la desgracia de su hermano para rectificar su pasado. Pero no podía evitarlo. Algo estaba a punto de suceder, algo bueno que ella no había tramado y que, de alguna manera, era un resultado de la catástrofe de Mark. Ella y Daniel avanzaban poco a poco hacia un nuevo territorio, sereno, estable y, tal vez, incluso libre de culpa, un lugar que ella nunca había considerado posible. Un lugar que solo podía ayudar a Mark.

Caminaron hasta la mitad del puente. Los estrechos tablones del suelo se balanceaban bajo sus pies. El canal norte del Platte se deslizaba bajo ellos. Daniel le señaló guaridas y madrigueras, vegetación invasora, ligeros cambios en el lecho del río que ella era incapaz de distinguir.

– Aquí están pasando muchas cosas. Ahí hay una cerceta de alas azules. Un ánade rabudo. Por alguna razón, los podicipédidos han venido pronto este año. ¡Mira eso! ¿No es un mosquero fibí? ¿Qué eres? Vuelve. ¡No puedo ver qué eres!

El viejo puente se movía, y ella deslizó el brazo bajo la manga del chaquetón de Daniel. Él se detuvo y la miró, sopesando la situación: un gesto sorprendente y fortuito. Ella bajó la vista y vio su mano cogida de la de su acompañante, haciéndola oscilar, como si fuera una colegiala. San Valentín y el Día del Recuerdo a los Caídos, todo al mismo tiempo. Él deslizó el dorso de sus dedos por el reluciente cabello cobrizo de Karin. Un experimento de naturalista.

– ¿Recuerdas cuando te interrogaba sobre las especies?

Ella se mantuvo inmóvil bajo su mano.

– Lo detestaba. Qué pena daba mi ignorancia.