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Daniel alzó la mano para señalar un álamo de Virginia a punto de retoñar. En una rama había un pajarillo moteado de amarillo, y tan nervioso como ella se sentía. Karin desconocía su nombre. Los nombres solo habrían ocultado bajo palabras a los seres que representaban. El pájaro innominado abrió el pico y de su garganta brotó la música más asilvestrada. Cantaba una melodía sin sentido, seguro de que ella podía entenderlo. A su alrededor surgieron las respuestas: el álamo, el Platte, la brisa de marzo y los conejos en el sotobosque, algún animal que, río abajo, chapoteaba el agua, alarmado, secretos y rumores, noticias y negociación, todas las formas de vida interconectadas hablando al mismo tiempo. De aquí y allá llegaban chasquidos, los gritos que acababan en ninguna parte, no hacían juicio alguno ni prometían nada, tan solo se multiplicaban y llenaban el aire como el río su lecho. No había allí nada que fuese ella, y por primera vez desde el accidente de Mark se sintió libre de sí misma, una liberación que bordeaba la dicha. El ave siguió cantando, insertando su canto en la conversación. La atemporalidad de los animales: la clase de sonidos que emitía su hermano mientras iba saliendo del coma. Era ahí donde él vivía ahora. Esa era la canción que ella tendría que aprender si quería conocer de nuevo a Mark.

Surcó el aire un sonido como un toque de trompeta, un último y tardío resto de la masa que ahora volaba rumbo al Ártico. Daniel alzó la vista y escrutó el cielo. Karin no vio nada, excepto grises cirros.

– Esas aves están condenadas -comentó Daniel.

Ella le cogió del brazo.

– ¿Era una grulla blanca?

– ¿Una grulla blanca? No, qué va. Una grulla canadiense. El grito de la grulla blanca es muy especial.

– No sabía que… Pero las grullas blancas son las que…

– Las grullas blancas prácticamente se han extinguido. Quedan un par de centenares. No son más que fantasmas. ¿Las has visto alguna vez? Son como… alucinaciones. Se disuelven mientras las miras. No, ya no quedan blancas. Pero las que ahora están en peligro son las canadienses.

– ¿Las canadienses? Bromeas. Deben de ser millares…

– Medio millón, más o menos.

– Lo que sea. Ya sabes lo mal que se me dan los números. Nunca había visto tantas grullas canadienses como este año.

– Eso es un síntoma. Están esquilmando el río. Quince presas, irrigación para tres estados. Cada gota de agua se usa ocho veces antes de que llegue aquí. La corriente se vuelve lenta. Los árboles y la vegetación llenan los bajíos. Los árboles asustan a las grullas.

Necesitan el terreno llano y despejado, algún sitio para posarse donde ningún animal agazapado pueda abalanzarse sobre ellas. -Giró lentamente sobre sus talones, trazando un semicírculo, escudriñando-. Esta es su única escala segura. No pueden utilizar ninguna otra zona en el centro del continente. Son frágiles… el incremento anual de su población es bajo. La desaparición de uno de sus grandes hábitats sería el fin. Recuerda que las grullas blancas eran tan numerosas como las canadienses. Unos pocos años más y podría desaparecer una especie que ha estado aquí desde el eoceno.

Seguía siendo aquel muchacho rezagado al que su hermano había adoptado, el escuálido andarín que recorría largas distancias y veía cosas que a los demás les pasaban desapercibidas. Era la persona en la que Markie podría haberse convertido. El pequeño Mark. «Les gusto a los animales.»

– Si están tan amenazadas, ¿cómo es que hay tantas?

– Antes se posaban a lo largo de toda la Gran Curva: doscientos kilómetros o más. Ahora esa cifra se ha reducido a cien, y sigue acortándose. El mismo número de aves apretujadas en la mitad de espacio. Enfermedades, estrés, ansiedad. Es peor que Manhattan.

Aves que sufren ansiedad: Karin ahogó la risa. Percibió que Daniel lamentaba algo más que la situación de las grullas. Necesitaba que los hombres se comportaran de acuerdo con su condición humana, que fuesen conscientes y actuasen como dioses, pues eran la única especie en que la naturaleza había depositado el conocimiento y la misma idea de preservación. Sin embargo, el único animal consciente de la creación había prendido fuego al lugar.

– Las estamos hacinando, y eso las convierte en uno de los más grandes espectáculos que puede verse. A eso se debe el auge del turismo para observar a las grullas. Ahora es un gran negocio, y cada primavera consumimos todavía más agua. Así que el espectáculo será incluso más impresionante el año que viene.

Daniel se mostraba casi comprensivo, mientras trataba de comprender. Pero su capacidad de entender a la especie disminuía con más rapidez que el hábitat.

Se estremeció. Ella le tocó el pecho y, obedeciendo a un impulso, él le dio un beso teñido de tristeza cuya motivación era confusa. Deslizó la mano por el reluciente cabello de Karin y la introdujo en el cuello abierto de su chaqueta de ante. Ella lo estrechó en sus brazos, errada en más aspectos de los que podría enumerar. Excitarse en aquellas circunstancias era vergonzoso, pero pensar en ello solo la excitaba más. El abrazo la hacía elevarse por encima de las últimas semanas. Su cuerpo cedía a la euforia de la fría primavera. Al margen de lo que ocurriera, no estaría sola.

Durante el trayecto de regreso a la ciudad por aquella carretera recta como un huso, entre los campos que empezaban a cubrirse de verde, ella le preguntó:

– Nunca volverá a ser el mismo, ¿verdad?

Daniel contemplaba la carretera. A ella siempre le había gustado ese hábito suyo: nunca hablaba a menos que tuviera que hacerlo. Finalmente, él ladeó la cabeza.

– Nadie es jamás el que fue. Lo que debemos hacer es mirar y escuchar. Ver cómo evoluciona y estar preparados para cuando sea consciente de su situación.

Ella le puso la mano bajo la chaqueta. Le restregó el costado sin pensar, e imaginó que se salían de la carretera y volcaban, hasta que él le asió suavemente la muñeca y le dirigió una mirada de perplejidad.

En el piso de Daniel se sentaron a la mesa a la luz de las velas, como si todavía fuesen jóvenes y celebraran juntos su primera Navidad. Karin se acurrucó a su lado frente a la estufa portátil. Daniel olía como una manta de lana recién sacada del armario. La abrazó por detrás y le desabrochó la camisa. Ella se estremeció ante la amenaza de hacer de nuevo aquello.

Se le erizó el vello de la parte inferior de la espalda bajo los dedos que la acariciaban. Él recorrió la curva de su abdomen, mirándola con la misma ávida expectación que la primera vez, ocho años atrás. Ella recordó que entonces le dijo lo mismo que ahora iba a decirle:

– ¿Ves esto? Es la cicatriz de la operación de apendicitis. La tengo desde los once años. No resulta muy atractiva, ¿verdad?

Él se rió como lo hiciera en aquella ocasión.

– Te equivocaste la primera vez. ¡Años después sigues equivocada! -Le rozó la axila con la punta de la nariz-. Algunas mujeres nunca aprenden.

Ella le hizo darse la vuelta y se irguió ante él como una gris y emplumada sacerdotisa, el cuello extendido. Otra especie en peligro de extinción que era preciso preservar. Se enderezó por encima de él, exhibiéndose.

Cuando volvían a yacer inmóviles, ella le ofreció la rendición que él no le había pedido.

– Dime, Daniel. ¿Qué era? Aquel pájaro en el árbol…

Daniel, tendido boca arriba, parecía un espantapájaros vegetariano. Bajo sus músculos distendidos subyacían los años de interrogantes reprimidos que jamás se atrevería a formular. En la oscuridad, revisó su lista compartida de seres vivos, la especie que habían visto aquel día.

– Es… se llama de muchas maneras. Tú y yo, K. S., podemos llamarlo como queramos.

Karin guiaba a Mark por la planta, en su carrera de obstáculos cotidiana, cuando él tuvo su primer pensamiento abstracto. Mark todavía caminaba como si estuviera atado. Se detuvo a escuchar junto a la puerta de una habitación. Alguien sollozaba, y la voz de una persona mayor dijo: