Encendió la radio para mantenerse despierta. Sintonizó un absurdo programa de entrevistas en el que hablaban de la mejor manera de proteger a las mascotas de envenenamientos causados por terroristas a través del agua. Las voces desquiciadas y distorsionadas por las interferencias llegaban a ella en la oscuridad, susurrándole su situación: estaba sola en una carretera desierta, a menos de un kilómetro de su propio desastre.
Pensó en lo afectuoso que había sido Mark de niño, cuando dirigía su hospital para lombrices de tierra, cuando vendió sus juguetes para impedir que ejecutaran la hipoteca de la granja, cuando con solo ocho años se interpuso entre sus padres aquella espantosa noche, diecinueve años atrás, en que Cappy intentó estrangular a Joan con un trozo de cable eléctrico. Así era como ella se representaba a su hermano, mientras atravesaba en línea recta la oscuridad. La raíz de todos los accidentes de Mark: pasarse de generoso.
A las afueras de Grand Island, a trescientos kilómetros de Sioux, cuando amanecía y el cielo se volvía de color melocotón, atisbo el Platte. La primera luz, que destellaba en la turbia corriente marrón, la serenó. Algo le llamó la atención, unas agitadas y perladas olas moteadas de rojo. Al principio incluso pensó que se trataba de la hipnosis que produce la carretera. Una alfombra de aves que medían más de un metro se extendía hasta la distante línea de árboles. Ella las había visto cada primavera durante más de treinta años, y aun así aquella danza masiva la hizo mover con brusquedad el volante, de modo que a punto estuvo de seguir a su hermano.
Él había esperado a que las aves regresaran para salirse de la carretera. Ya estaba hecho un desastre en octubre, cuando Karin recorrió aquella misma ruta para asistir al funeral de su madre. Acampado con sus amigos envasadores de carne en el noveno círculo del infierno de Nintendo, atacando los seis packs de cerveza de su almuerzo líquido, y ya como una cuba cuando fue a trabajar en el turno de tarde. Tradiciones que proteger, Conejita; el honor de la familia. Ella no había tenido entonces la voluntad de hacerle entrar en razón. De haberlo intentado, él no le habría hecho caso. Pero Mark había pasado el invierno, incluso se había recuperado un poco. Solo para que le ocurriera aquello.
Kearney apareció a la vista: la dispersión de las afueras, la hilera de nuevas y grandes tiendas, los grasientos establecimientos de comida rápida a lo largo de la Segunda avenida, la antigua calle principal. El pueblo entero se le antojó de repente como una rampa de salida con pretensiones de la interestatal 80. La familiaridad le hizo experimentar una calma extraña, inapropiada. Era el hogar.
Encontró el Buen Samaritano de la misma manera que las aves encontraban el Platte. Habló con el traumatólogo, esforzándose por entenderle. El médico decía una y otra vez «gravedad moderada», «estable» y «ha tenido suerte». Parecía lo bastante joven para haber estado de juerga con Mark unas horas antes. Ella deseaba ver su título de facultativo, pero se limitó a preguntarle qué significaba «gravedad moderada» y asintió cortésmente al oír la impenetrable respuesta. Le preguntó por lo de «ha tenido suerte», y el traumatólogo respondió: «Suerte de estar vivo».
Los bomberos lo habían sacado de la cabina cortando el metal con un soplete de acetileno. Podría haberse pasado allí toda la noche, encajonado contra el parabrisas, hasta morir a causa de la congelación y la hemorragia, junto al arcén de la carretera rural, de no haber sido por la llamada anónima desde una estación de servicio a las afueras de la población.
Le permitieron entrar en la UCI para que lo viera. Una enfermera trató de prepararla, pero Karin no oyó nada de lo que le decía. Se detuvo delante de un nido de cables y monitores. Sobre la cama reposaba un bulto envuelto en vendas. Una cara acurrucada entre la maraña de tubos, hinchada y multicolor, cubierta de excoriaciones. Sus labios y mejillas ensangrentados estaban cubiertos de gravilla incrustada. El cabello apelmazado había desaparecido en una zona del cuero cabelludo de la que surgían unos cables. Parecía como si le hubieran presionado la frente contra una parrilla caliente. Enfundado en una delgada bata de color azul verdoso pálido, el hermano de Karin se esforzaba por inhalar.
Se oyó a sí misma llamarle desde lejos.
– ¿Mark?
El sonido hizo que el paciente abriera los ojos, como los duros ojos de plástico de las muñecas con las que ella jugaba en su infancia. Nada se movía, ni siquiera los párpados. Nada, hasta que la boca hizo amago de abrirse, sin emitir ningún sonido. Ella se aproximó al instrumento médico. El aire silbaba a través de los labios de Mark, imponiéndose al zumbido de los monitores. El viento en un trigal listo para la recolección.
Su cara expresaba reconocimiento, pero nada salía de su boca, excepto un hilillo de saliva. Sus ojos suplicaban, aterrados. Necesitaba algo de ella, algo que era cuestión de vida o muerte.
– Tranquilízate, estoy aquí -le dijo.
Pero este intento de darle seguridad solo hizo que él se sintiera peor. Le estaba excitando, precisamente lo que las enfermeras le habían prohibido que hiciera. Desvió la vista, a cualquier parte excepto a los ojos animales de su hermano. La habitación se grababa a fuego en su memoria: la cortina corrida, los dos estantes con el amenazador equipo electrónico, la pared de color sorbete de lima, la mesa con ruedas junto a la cama.
Ella volvió a intentarlo.
– Markie, soy Karin. Vas a ponerte bien.
El mero hecho de decirlas daba verosimilitud a estas palabras. Un gruñido surgió de la boca cerrada del herido. La mano en la que estaba inserto el gotero se alzó y le aferró la muñeca. La sorprendió su atino. La asía con escasa fuerza pero de un modo terrible, atrayéndola hacia el amasijo de tubos. Los dedos la rozaban con frenesí, como si en aquella fracción de segundo ella pudiera todavía evitar que el camión volcara.
La enfermera le pidió que saliera. Karin Schluter se sentó en la sala de espera de traumatología, un terrario de vidrio en el extremo de un largo pasillo que olía a antiséptico, a miedo y a números atrasados de publicaciones médicas. Hileras de granjeros con sus esposas, cabizbajos, con sudaderas oscuras y monos, se sentaban junto a ella en las sillas cuadradas y acolchadas de color melocotón. Karin imaginó sus casos particulares: «ataque cardíaco del padre», «accidente de caza del marido», «sobredosis del hijo». En un rincón, un televisor sin sonido emitía imágenes de combatientes diseminados en un desierto montañoso. Afganistán, invierno de 2002. Al cabo de un rato, observó un hilillo de sangre en su dedo índice derecho, donde se había mordido la cutícula. Se levantó para ir al lavabo, y allí vomitó.
Más tarde, en la cafetería del hospital, comió algo caliente y viscoso. En un momento dado, salió a una de esas escaleras de hormigón a medio terminar, hechas para ser vistas solo en caso de que el edificio se incendie, a fin de telefonear a Sioux City, a la gran empresa de ordenadores y aparatos electrónicos domésticos en cuyo departamento de atención al cliente trabajaba. Se alisaba la arrugada falda de lana rizada como si su supervisor pudiera verla desde el otro extremo de la línea. Con la mayor vaguedad posible, le habló a su jefe del accidente. Una explicación bastante aceptable: no en vano tenía treinta años de práctica ocultando las verdades de los Schluter. Le pidió dos días de permiso. Él le ofreció tres. Ella empezó a protestar, pero enseguida expresó una aceptación agradecida.
Cuando regresó a la sala de espera, vio a ocho hombres de mediana edad con ropa de franela, formando un círculo y con los ojos mirando al suelo. Emitían un murmullo como de viento que penetrara por las solitarias puertas de tela metálica de una granja. El sonido subía y bajaba en oleadas. Tardó un momento en comprender que se trataba de un círculo de oración, por otra víctima que había ingresado poco después que Mark. Un servicio pentecostalista improvisado, que abarcaba todo aquello que no alcanzaban los bisturíes, los fármacos y los láser. El don de lenguas descendía sobre el círculo de hombres, como una charla intrascendente en una reunión familiar. El hogar era el lugar del que jamás escapas, ni siquiera en las pesadillas.