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– Está bien. No te preocupes por todo esto.

Mark escuchaba, sonriente. Alzó la mano y dijo:

– Tristeza.

Allí, en el pasillo, la hazaña intelectual sorprendió a Karin e hizo que se le saltaran las lágrimas.

Ella estuvo de nuevo presente cuando su hermano pronunció la primera frase completa. Con la ayuda de la terapeuta ocupacional, Mark intentaba abrocharse los botones, y emitió las palabras como un oráculo:

– Hay ondas magnéticas dentro de mi cráneo.

Al ver en qué se había convertido, ahora que podía nombrarlo, se cubrió la cara con los puños. Como si se hubiera roto una presa, empezó a verter frases.

Pero a la noche siguiente ya conversaba, de una manera lenta y confusa, pero comprensible.

– ¿Por qué es tan rara esta habitación? Y esto no es lo que suelo comer. Este sitio es como un hospital.

Cada hora preguntaba unas ocho veces qué le había pasado, y cada vez se quedaba inmóvil, conmocionado por la noticia del accidente.

Aquella noche, cuando su hermana se despedía de él, Mark se levantó bruscamente y empujó con fuerza las ventanas, tratando de abrir el vidrio de seguridad hermético.

– ¿Estoy dormido? ¿Me he muerto? Despiértame… esto es el sueño de otro.

Ella se acercó a la ventana y le rodeó con los brazos. Se lo llevó de allí para que no siguiera golpeando el vidrio.

– Estás despierto, Markie. Hoy ha sido un gran día para ti. Conejita está aquí. Volveré mañana por la mañana.

Él la siguió hasta la silla de plástico, su prisión. Pero cuando Karin le hizo sentarse, Mark la miró, perplejo. Empezó a darle empujones en el faldón de su abrigo.

– ¿Y qué estás haciendo tú aquí? ¿Quién te ha enviado?

A Karin se le heló la piel.

– Basta, Mark -le ordenó, en un tono más áspero de lo que se había propuesto. Entonces añadió con su dulzura habitual-: ¿Crees que tu hermana no cuidaría de ti?

– ¿Mi hermana? ¿Crees que eres mi hermana? -La perforaba con los ojos-. Si crees que eres mi hermana, no estás bien de la cabeza.

Ella adoptó un inquietante tono profesional. Razonó con él, mostrándole las pruebas, como si le leyera otro relato infantil. Cuanto más serena estaba, más nervioso se ponía él.

– Despiértame -gimió-. Yo no soy así. Estoy metido en los pensamientos de otro.

Karin mantuvo a Daniel despierto durante toda la noche, temblando al recordar lo sucedido.

– No puedes imaginar su aspecto cuando lo dijo. «¿Crees que eres mi hermana?» Con tal seguridad, sin pensarlo ni siquiera un segundo. No puedes saber lo que una siente en ese momento.

Daniel la escuchó durante toda la noche. Karin había olvidado lo paciente que podía llegar a ser.

– Ha dado un gran paso. Todavía está atando cabos. El resto vendrá rápidamente.

Por la mañana, ella estaba de nuevo dispuesta a creerle.

Varios días después, Mark seguía negando que Karin fuese su hermana. Había recordado todo lo demás: quién era, dónde trabajaba, qué le había ocurrido. Pero insistía en que Karin era una actriz que se parecía mucho a su hermana. Al cabo de numerosas pruebas, el doctor Hayes dio un nombre al problema.

– Su hermano padece una enfermedad llamada síndrome de Capgras. Forma parte de una familia de delirios que llevan a identificar erróneamente a otras personas. Puede darse en ciertos trastornos mentales.

– Mi hermano no es un enfermo mental.

El doctor Hayes hizo una mueca.

– No lo es, pero se enfrenta a unos retos enormes. También se han dado casos de Capgras en pacientes con lesiones cerebrales, aunque es algo rarísimo. Daños en lugares precisos y probablemente múltiples… solo hay un par de casos registrados en la literatura médica. Su hermano es el primer paciente de Capgras causado por un accidente que he visto en mi vida.

– ¿Cómo es posible que el mismo síntoma pueda tener dos causas completamente diferentes?

– Eso no se sabe con certeza. Puede que no se trate de un solo síndrome.

Múltiples maneras de equivocarte al identificar a tus familiares.

– ¿Por qué hace eso?

– De alguna manera que sería difícil cuantificar, usted no se corresponde con la imagen que tiene de usted. Él sabe que tiene una hermana. Lo recuerda todo de ella. Sabe que usted se le parece, que actúa como ella y viste como ella. Pero no cree que usted sea ella.

– Conoce a sus amigos. Le reconoce a usted. ¿Cómo es posible que conozca a otras personas y no a…?

– El paciente de Capgras casi siempre se equivoca en la identificación de sus familiares. El padre, la madre, el cónyuge. La parte de su cerebro que reconoce las caras está intacta, lo mismo que su memoria. Pero, de alguna manera, la parte que procesa la asociación emocional está desconectada de las otras.

– ¿No le parezco su hermana? ¿Qué ve cuando me mira?

– Ve lo mismo de siempre. Lo que ocurre es que no… la siente lo suficiente para creer en usted.

Una lesión que solo dañaba la percepción de los seres queridos.

– ¿Tiene una ceguera emocional hacia mí? ¿Y entonces decide…? -Sintió un escalofrío cuando el doctor Hayes asintió-. Pero su cerebro, su… pensamiento no está dañado, ¿verdad? ¿Es esto lo peor a lo que deberemos enfrentarnos? Porque si lo es, estoy segura de que puedo…

El doctor alzó una palma.

– Lo único cierto en las lesiones cerebrales es la incerteza.

– ¿Cuál es el tratamiento?

– De momento, tenemos que tenerlo en observación y ver cómo evoluciona. Podría haber otros problemas. Déficits secundarios. Memoria, cognición, percepción. A veces, el Capgras puede mejorar de una manera espontánea. Ahora lo mejor es dar tiempo al tiempo y hacer pruebas.

Dos semanas después, el médico repitió la última frase.

Ella no creía que Mark tuviera ningún síndrome. Su mente estaba poniendo orden en el caos causado por la lesión. Cada día se iba acercando más al que había sido antes del accidente. Un poco de paciencia, y la nube se dispersaría. Ya había regresado de entre los muertos, y también se recuperaría de aquella pérdida menor. Ella era quien era, y, cuando su mente se despejara más, él tendría que verlo. Se tomó aquel contratiempo como los terapeutas le habían dicho que lo hiciera: un pequeño paso tras otro. Ejercitaba a Mark sin imponerle nada. Le acompañaba a la cafetería. Respondía a sus extrañas preguntas. Le traía ejemplares de sus dos revistas favoritas sobre trucaje de camionetas. Estimulaba y reforzaba sus recuerdos, aludiendo vagamente a la historia de la familia. Pero debía fingir que no sabía demasiado acerca de él. Lo intentó una o dos veces, y comprobó que toda pretensión de intimidad conducía de inmediato a un conflicto.

Un día Mark le preguntó:

– ¿Podrías enterarte por lo menos de cómo está mi perra? -Ella le prometió que así lo haría-. Y, por el amor de Dios, ¿querrías decirle a mi hermana que venga? Probablemente ni siquiera se ha enterado.

Para entonces ella estaba lo bastante informada para no responderle nada.

Se mantenía serena delante de Mark, pero de noche, a solas con Daniel, expresaba sus temores más profundos.

– He abandonado mi trabajo. He vuelto a una ciudad de la que no puedo huir, me alojo en la casa de mi hermano, viviendo de los ahorros. Me he pasado semanas allí sentada, impotente, leyéndole relatos infantiles. Y ahora me dice que no soy yo. Es como si me castigara por algo.

Daniel se limitó a asentir y a calentarle las manos. Sí, eso era algo que le gustaba de éclass="underline" si no había nada que decir, no decía nada.

– Llevo mucho tiempo haciendo cuanto puedo. Él está mucho mejor que antes. Ni siquiera podía abrir los ojos. ¿Por qué esto me asusta tanto? ¿Por qué no puedo asumirlo y esperar a que él lo supere?

Él deslizó los dedos por su espina dorsal, eliminando la tensión que era como una carga de electricidad estática.