– Tómatelo con calma -le dijo-. Va a necesitarte durante mucho tiempo.
– Ojalá me necesitara de veras. Me mira como si fuese peor que una desconocida. Su mirada me atraviesa. Si al menos pudiera… si él me dijera qué es lo que necesita.
– Es natural que se esconda -replicó Daniel-. Un pájaro hará cualquier cosa para no revelar que está herido.
Mark conducía su cuerpo como el alumno de autoescuela más torpe. En ocasiones se lanzaba sin freno, rebasando todos los límites de velocidad. Otras veces, se paraba desconcertado ante una grieta en el linóleo. Ciertos días resolvía todos los rompecabezas que inventaban los terapeutas. Otros días le era imposible masticar sin morderse la lengua.
No recordaba nada del accidente, pero tal vez los recuerdos surgirían de nuevo. Karin aceptaba agradecida cuanto pudiera contribuir a ese fin. Él seguía preguntando un par de veces al día cómo había llegado hasta allí, pero ahora lo hacía para pillarla en falta y reprocharle la más pequeña variación en sus palabras. «Eso no es lo que dijiste la última vez.» A menudo preguntaba por su camioneta, quería saber si había salido tan mal parada como él. Ella le respondía con vaguedades.
Vistos desde fuera, sus avances eran pasmosos. Hasta sus amigos se asombraban de los grandes progresos en su evolución entre una visita y la siguiente. Hablaba más de lo que era habitual en él antes del accidente. Pasaba de accesos de ira a una dulzura que había perdido a los ocho años de edad. Ella le dijo que los médicos querían trasladarlo fuera del hospital. A Mark se le iluminó el rostro. Creía que lo enviaban a casa.
– ¿Quieres decirle a mi hermana que me han dado luz verde? Dile que Mark Schluter se va de aquí. No sé qué le ha impedido venir, pero sabrá dónde encontrarme.
Ella se mordió el labio y ni siquiera quiso hacer un gesto de asentimiento. Había leído en uno de los textos de neurología de Daniel que nunca hay que seguir la corriente al enfermo que delira.
– Estará preocupada por mí. Tienes que prometérmelo. No sé dónde se habrá metido, pero tiene que saber lo que ocurre. Siempre cuidaba de mí. Eso era lo mejor de ella. Algo digno de encomio. En una ocasión me salvó la vida. Mi padre estuvo a un tris de partirme el cuello como si fuera un lápiz. Algún día te lo contaré. Son cosas personales. Pero créeme: sin mi hermana, estaría muerto.
A ella le desgarraba el corazón mirarle sin decir nada. Y, sin embargo, sentía una fascinación enfermiza por la oportunidad de saber lo que Mark decía realmente de ella cuando hablaba con otros. Karin podría resistir, por mucho tiempo que él tardara en recuperar el uso de la razón. Y su razón se iba normalizando a cada día que pasaba.
– Es posible que la mantengan alejada de mí. ¿Por qué no me dejan hablar con ella? ¿Es que soy el proyecto científico de alguien? ¿Quieren ver si te confundo con ella? -Percibió el malestar de Karin, pero lo confundió con indignación-. Bueno, vale. También tú me has ayudado a tu manera. Has estado aquí todos los días. Paseando, leyendo, lo que sea. No sé qué quieres, pero soy el recibidor agradecido.
– El receptor -le corrigió ella. Mark la miró desconcertado-. Has dicho «recibidor». Quieres decir «receptor».
Él frunció el ceño.
– Hablaba en lenguaje coloquial. Te pareces mucho a ella, ¿sabes? Tal vez no seas tan guapa. Pero te acercas bastante.
Karin sintió un acceso de vértigo. Tras dominarse, rebuscó en su bolso y sacó la nota.
– ¡Mira esto, Mark! No soy la única que ha cuidado de ti.
Terapia no planificada. Era muy consciente de que, antes de abordar de lleno el tema del accidente, la recuperación de su hermano tenía que estar más avanzada. Pero pensó que su conmoción al mostrarle la nota podría tener un efecto beneficioso, tal vez le haría volver en sí. Y, de alguna manera, demostraría la autoridad que ella ostentaba.
Él tomó el papel y lo miró. Lo examinó con los ojos entrecerrados desde diversas distancias, y entonces se lo devolvió a Karin.
– Dime qué pone.
– ¡Mark! Sabes leer. Esta mañana le has leído dos páginas al terapeuta.
– Mira que llegas a ser pesada. ¿Te ha dicho alguien que hablas exactamente como mi madre?
La mujer en la que Karin había pasado toda su vida intentando no convertirse.
– Anda, vuelve a leerlo.
– ¡Oye! No es mi problema, ¿entiendes? Mira qué cosa tan rara. Esto no es escritura. Es una especie de telaraña. Como corteza de árbol o algo así. Dime tú lo que pone.
A decir verdad, la escritura era espectral. Serpenteaba como la ilegible caligrafía de su abuela sueca. Karin pensó que el autor de la nota tendría unos ochenta años, un viejo inmigrante temeroso de establecer cualquier contacto que requiriese entregar información a una base de datos. Leyó de nuevo las palabras escritas en el trozo de papel, aunque hacía ya tiempo que las sabía de memoria. «No soy nadie, pero esta noche, en la carretera North Line, DIOS me ha conducido a ti para que puedas vivir y traer de vuelta a alguien más.»
Mark se apretó la cicatriz vertical que le surcaba la frente. Le quitó el papel a Karin.
– ¿Cómo hay que entender esto? ¿Dios condujo a alguien? Pues si Dios se interesa tanto por mí, ¿por qué hizo volcar una camioneta en perfectas condiciones como la mía? Zas. Como si jugara a los dados conmigo.
Ella le tomó el brazo.
– ¿Recuerdas eso?
Mark le apartó la mano.
– Es lo que me has estado diciendo unas veinte veces al día. ¿Cómo podría olvidarlo? -Deslizó los dedos por la nota-. Ni hablar. Son demasiados pasos. ¿Tan solo para atraer mi atención? No, ni siquiera Dios daría tantos pasos.
Lo que su madre había dicho el año anterior, refiriéndose a la enfermedad que la consumía antes de morir: «Una habría pensado que el Señor sería un poco más eficiente».
– Quienquiera que escribiese esta nota te encontró, Mark. Alguien te visitó cuando estabas en cuidados intensivos. Te dejaron esta nota. Querían que lo supieras.
Él emitió un sonido, el aullido de un perro sobre cuyas patas traseras acaban de pasar las ruedas de la ranchera de su dueño.
– Saber ¿qué? ¿Qué debo hacer con esto? ¿Ayudar a alguien para que vuelva de entre los muertos? ¿Cómo podría hacer tal cosa? Ni siquiera sé dónde están los muertos.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Karin. Asuntos turbios, los juegos que la policía había insinuado.
– ¿Qué quieres decir, Mark? ¿Qué estás diciendo?
Él agitó los brazos alrededor de la cabeza, protegiéndose del mal como si fuese un enjambre de abejas.
– ¿Cómo voy a saber lo que estoy diciendo?
– ¿A qué… muertos…?
– Ni siquiera sé quién está muerto. No sé dónde está mi hermana. Ni siquiera sé dónde estoy. Esto que parece un hospital podría ser un estudio de cine adonde llevan a la gente para hacerles creer que todo es normal.
Ella musitó una disculpa. La nota no significaba nada. Tendió la mano para cogerla, pero él no se la dio.
– Necesito descubrir quién ha escrito esto. Esa persona sabe lo que me ocurrió. -Buscó en los bolsillos de atrás del pantalón, sus tejanos preferidos, negros, holgados, con la cintura baja, que Karin le había traído de casa-. ¡Mierda! Ni siquiera tengo una cartera para guardar esto. No tengo ningún documento de identidad, ¡ni un carnet con una foto! No es de extrañar que me hayan traído a un lugar como este.
– Mañana te traeré tu cartera.
Él la miró fijamente, el rostro encendido.
– ¿Cómo vas a entrar en mi casa para cogerla? -Al no obtener respuesta, bajó los hombros-. Bueno, supongo que si pueden operarte el cerebro sin que te enteres, probablemente tienen las llaves de tu puñetera casa.
Preguntan a Mark Schluter quién cree que es. No parece que sea difícil de responder, pero todas sus preguntas tienen pequeños trucos. Siempre hay en ellas algo más de lo que podrías pensar. Dios sabrá por qué, pero tratan de cogerle en falta. Lo único que puede hacer es responderles y mantenerse sereno.