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Por fin encontró la vivienda, una Homestar construida a base de módulos, el orgullo de la edad adulta de Mark. La había comprado justo antes de empezar a trabajar como técnico de mantenimiento y reparaciones en la fábrica envasadora de carne, en Lexington. El día que extendió el cheque del pago inicial, lo celebró por todo el pueblo como si acabara de prometerse en matrimonio.

Ante la puerta había una cagada de perro reciente. Blackie estaba acurrucada en un rincón de la sala de estar, gimiendo, confusa y culpable. Karin dejó salir al pobre animal y le dio de comer. En el minúsculo jardín, la collie de la frontera retomó su tarea de pastoreo: ardillas, partículas de nieve, estacas de la valla… cualquier cosa para convencer a los humanos de que seguía siendo digna de cariño.

La calefacción estaba apagada. Solo la costumbre que tenía su hermano de no cerrar del todo los grifos había impedido que las tuberías reventaran. Recogió la cagada en el gélido jardín. La perra se le acercó, ansiosa de trabar amistad con ella, pero deseando saber en primer lugar el paradero de Mark. Karin se agachó en los escalones de la entrada y apoyó la cara en la fría barandilla.

Entró de nuevo en la casa, temblando. Por lo menos podía arreglar la vivienda para cuando él volviera, hacer una limpieza, tras semanas de abandono. En lo que su hermano llamaba la habitación de la familia, ordenó las revistas de accesorios para camiones y de mujeres desnudas. Recogió los discos diseminados y los puso en rimeros detrás del mueble bar con paneles de madera que él mismo había instalado con escaso éxito. Un póster de una chica con biquini de cuero negro, reclinada en el capó de un camión antiguo, se combaba en la pared del dormitorio. Karin lo arrancó, asqueada. Solo cuando vio el papel desgarrado en sus manos, se dio cuenta de lo que había hecho. Encontró un martillo en el armario de los utensilios y trató de clavar de nuevo el póster con las chinchetas, pero estaba demasiado desgarrado. Lo tiró a la basura, maldiciéndose a sí misma.

El baño parecía el laboratorio de un muchacho que prepara un experimento para presentarlo a un concurso. Allí no había productos de limpieza, excepto desatascadores de tuberías y jabón de glicerina. Registró la cocina en busca de vinagre o amoníaco, pero no encontró más disolvente que vinagre blanco. Debajo de la pila había un cubo lleno de trapos y una lata de detergente en polvo que produjo un ruido sordo cuando la sacó. Desenroscó la tapa y la abrió. Contenía un frasco de pastillas.

Karin se sentó en el suelo de la cocina y se echó a llorar. Pensó en volver a Sioux City, cortar por lo sano y reanudar su vida. Sacó las pastillas y las hizo rodar entre los dedos. Accesorios de casa de muñecas o equipo deportivo: bases blancas, halteras rojas, minúsculos platillos malva con monogramas ilegibles. ¿De quién las escondía su hermano, allí abajo, aparte de sí mismo? Creyó reconocer la preferida por aquellos lares: éxtasis. Ella la había probado una vez, dos años atrás, en Boulder. Se había pasado la noche comiéndose la cabeza con los amigos y abrazando a perfectos desconocidos. Entumecida, se llevó una píldora a la boca y se restregó con ella la lengua colgante. Entonces arrojó todo el alijo al triturador de basuras. Blackie gañía, y la dejó entrar de nuevo. La perra le husmeó las pantorrillas, expresándole la necesidad que tenía de ella.

– No te preocupes -le dijo Karin-. Pronto todo volverá a ser como antes.

Pasó al dormitorio, un museo de dientes de vaca, minerales de colores y cientos de exóticas chapas de botella montadas en soportes artesanales. Inspeccionó el armario. Al lado de la ropa de calle, en su mayor parte tejanos y prendas de pana oscura, había tres monos manchados de grasa con el logotipo IBP que colgaban de un gancho por encima de las botas de trabajo ribeteadas de barro endurecido, las que su hermano usaba a diario para ir al matadero. De repente cayó en la cuenta de que había ciertas cosas de las que debería haberse ocupado el día anterior. Telefoneó a la fábrica. Iowa Beef Processors: «El mayor proveedor del mundo de carne de vacuno, porcino y productos asociados de primera calidad». La respuesta fue un menú de opciones automatizadas. Luego otro. A continuación una musiquilla alegre, seguida por una jovial voz y finalmente una persona de voz ronca que la llamaba continuamente «señora». Señora. En algún momento Karin se había convertido en su propia madre. Un asesor del departamento de personal le indicó los pasos que debía dar para obtener la baja laboral de Mark. Durante la hora que llevaron los trámites, ella experimentó la liberación de ser útil. Le producía un ardiente placer.

Telefoneó a sus propios patrones en Sioux. La empresa era grande, la tercera en volumen entre las que vendían ordenadores en el país. Años atrás, en los inicios del auge de los ordenadores personales, rompieron con la manida estrategia comercial de los vendedores por correo idénticos por el sencillo procedimiento de utilizar rebaños de vacas Holstein en sus anuncios. Mark se rió de ella cuando se trasladó a Nebraska desde Colorado y consiguió un empleo en la empresa. «¿Vas a ocuparte de las quejas que hagan a la Compañía de Ordenadores Vaqueros?» Ella no pudo explicárselo. Después de años dedicada a lo que ella consideraba un avance profesional (tras ascender de telefonista en Chicago a agente de publicidad que colocaba anuncios en elegantes revistas comerciales de Los Ángeles, pasando a mano derecha y finalmente imagen y representante de la compañía fundada por dos jóvenes empresarios informáticos de Boulder que iban a ganar millones con la creación de un mundo virtual donde la gente podría desarrollar complejos álter egos, pero que acabaron demandándose judicialmente entre ellos), Karin había vuelto a poner los pies en el suelo. Había dejado atrás los treinta años, y ya no le quedaba tiempo ni orgullo para ambiciones arriesgadas. No tenía nada de malo hacer un trabajo honesto y esforzado en una empresa segura que carecía de toda pretensión. Si su destino era dedicarse a la atención al cliente, se relacionaría con ellos tan bien como fuese humanamente posible. De hecho, había descubierto una aptitud oculta para ocuparse de las quejas. Le bastaba con un par de correos electrónicos y un cuarto de hora al teléfono para convencer a un cliente dispuesto a lanzar una bomba incendiaria contra la sede de la compañía de que ella y sus millares de empleados no querían más que la perdurable amistad y el respeto del cliente.

No podía explicárselo ni a su hermano ni a nadie: la posición y la satisfacción no significaban nada. Ser competente lo era todo. Por fin su vida había dejado de desorientarla. Tenía un trabajo que desempeñaba bien, un apartamento nuevo, de un dormitorio cerca del río en South Sioux, incluso una grata expectación compartida con un amistoso técnico del servicio de asesoramiento, algo que amenazaba con transformarse cualquier día en una relación sentimental. Y entonces aquello. Una llamada telefónica, y la realidad había dado una vez más con ella.

No importaba. No había nada en Sioux que la requiriera. El único que realmente la necesitaba yacía en el hospital, en una isla oscura, sin ningún otro familiar que cuidara de él.

El gerente de su departamento se puso al aparato, y ella se alisó el pelo al oír su voz. El hombre consultó la lista de vacaciones de Karin y le dijo que podía ausentarse durante una semana a partir del lunes siguiente. Con la mayor humildad que era capaz de transmitir, ella le explicó que no estaba segura de que ese tiempo bastara. Probablemente tendrá que bastar, le dijo el gerente. Ella le dio las gracias, volvió a pedirle disculpas, colgó y siguió limpiando de una manera más brusca.

Con solo detergente para vajilla y toallas de papel consiguió que la vivienda de Mark fuese de nuevo habitable. Se miró en el espejo del baño mientras limpiaba las manchitas: un paño de lágrimas profesional, con un par de kilos de más, una cabellera pelirroja unos cincuenta centímetros demasiado larga para su edad y buscando con desesperación algo que arreglar. Podía estar a la altura de las circunstancias. Mark no tardaría en volver y de nuevo mancharía alegremente el espejo. Ella regresaría al país de los Ordenadores Vaqueros, donde la gente respetaba su trabajo y solo desconocidos le pedían ayuda. Se estiró las secas mejillas hacia atrás y redujo el ritmo de la respiración. Terminó de limpiar la pila del lavabo y la bañera, y entonces fue al coche y examinó el contenido de la mochila: dos jerséis, unos pantalones de sarga y tres mudas de ropa interior. Puso el coche en marcha, fue a la zona comercial de Kearney y se compró un suéter, dos tejanos y crema hidratante. Incluso esa nimiedad tentaba al destino.