– ¿Qué es lo que está haciendo su… cerebro de reptil? ¿Qué clase de notable actividad?
El doctor Hayes recitó los nombres de un tirón: «médula», «puente troncoencefálico», «mesencáfalo», «cerebelo». Ella anotó las palabras en un minúsculo cuaderno de espiral, donde lo apuntaba todo para examinarlo más tarde. El neurólogo hacía que el cerebro pareciera más destartalado que los viejos camiones de juguete que Mark construía en su infancia con piezas de armario tiradas y botellas de detergente aserradas.
– ¿Qué me dice de su…? ¿Qué hay por encima del reptil, alguna clase de pájaro?
– La siguiente estructura superior es la de mamífero.
Ella movía los labios mientras él hablaba, como si le ayudara. No podía evitarlo.
– ¿Y la de mi hermano?
El doctor Hayes se mostró cauteloso.
– Eso es más difícil de determinar. No detectamos ningún daño evidente. Hay actividad. Regulación. El hipocampo y la amígdala parecen intactos, pero sí que hemos visto cierta ineficacia de la amígdala, donde se inician algunas emociones negativas, como el temor.
– ¿Me está diciendo que mi hermano tiene miedo? -Con un movimiento de la mano interrumpió al médico, que se apresuraba a tranquilizarla. Estaba emocionada porque Mark sentía. Miedo o lo que fuese, no importaba-. ¿Qué me dice de su… cerebro humano? ¿La parte situada por encima del mamífero?
– Se está estructurando de nuevo. La actividad en la corteza prefrontal se esfuerza por sincronizarse y formar la conciencia.
Karin le pidió al doctor Hayes cuantos folletos sobre lesiones cerebrales hubiera en el hospital, y subrayó todas las sugerencias esperanzadoras con rotulador verde de trazo fino. «El cerebro es nuestra última frontera. Cuanto más sabemos de él, más cuenta nos damos de cuánto nos queda por saber.» La siguiente vez que vio al doctor Hayes, estaba preparada.
– Dígame, doctor, ¿ha pensado en alguno de los nuevos tratamientos para las lesiones cerebrales? -Buscó el cuadernito en el bolso que le pendía del hombro-. ¿Agentes neuroprotectores? ¿Cerestat? ¿PEG-SOD?
– Vaya, estoy impresionado. Ha hecho los deberes.
Ella intentó parecer tan competente como quería que él lo fuese.
El doctor Hayes formó un triángulo con las manos y se llevó el vértice a los labios.
– En este campo las cosas van siempre muy deprisa. El PEG-SOD ha sido desechado tras haber obtenido escasos resultados en las pruebas de la tercera fase. Y no creo que el cerestat sea apropiado en este caso.
– Mi hermano se está esforzando por abrir los ojos, doctor -replicó ella en el tono que empleaba para hablar con los clientes-. Según usted, es posible que esté aterrado. Aceptaremos cualquier cosa que pueda usted administrarle.
– Han dejado de investigar con el cerestat, el Aptiganel. La quinta parte de los pacientes que tomaron ese medicamento han fallecido.
– Pero dispone de otros fármacos, ¿no es cierto?
Miró de nuevo el cuaderno, temblorosa. En cualquier momento sus manos se convertirían en palomas y echarían a volar.
– La mayor parte están todavía en la etapa inicial de pruebas. Tendría que someterse a experimentación clínica.
– ¿No lo está ya? Quiero decir…
Movió la mano hacia la habitación de su hermano. En el fondo de su mente oyó la cantinela de la radio: «Hospital del Buen Samaritano… el mayor centro médico entre Lincoln y Denver».
– Debería cambiar de hospital, ir a uno donde lleven a cabo esos estudios.
Ella miró a aquel hombre. Con el atuendo apropiado, podría ser el médico que da consejos en un programa matinal de televisión. Si sus ojos llegaban a verla, era solo como una complicación. Probablemente le parecía patética en todos los sentidos. Algo en el cerebro reptiliano de Karin le detestaba.
Emerge en campos inundados. Hay una ola, un balanceo en los carrizos. El dolor de nuevo, luego nada.
Cuando vuelve la sensación, se está ahogando. Su padre le enseña a nadar. La corriente en sus miembros. Tiene cuatro años, y su padre le hace flotar. Vuela, agita los brazos y cae. Su padre le coge una pierna y tira de él hacia abajo. Su padre lo retiene bajo la superficie, una rígida mano empujándole la cabeza, hasta que cesan por completo las burbujas. El río te morderá, muchacho. Prepárate.
Pero nada le muerde, no hay preparación. No hay más que el hecho de que se ahoga.
Aparece una pirámide de luz, diamantes ardientes, campos de estrellas serpenteantes. Su cuerpo atraviesa triángulos de neón, un túnel ascendente. El agua por encima de él, quemazón en los pulmones, y entonces estalla hacia arriba, hacia el aire.
Donde estuvo su boca, no hay más que piel lisa. Lo sólido engulle ese agujero. La casa remodelada, las ventanas cubiertas de papel. La puerta ya no es una puerta. Los músculos tiran de los labios pero estos no tienen espacio para abrirse. Cables tan solo, donde estuvieron las palabras. La cara deformada y plegada sobre sus propios ojos. Metido en una cama metálica, debe de estar en el infierno. El más leve movimiento le causa un dolor más intenso, más angustioso que la muerte. Tal vez ya esté muerto. Muerto en todos los sentidos, en un extremo de su vida, alzándose. ¿Quién querría vivir después de semejante caída?
Una sala de máquinas, el espacio que no puede alcanzar. Algo se separa de él. La gente entra y desaparece con demasiada rapidez. Caras que se abren paso hasta su cara sin boca, tratando de hacerle hablar. Él masca las palabras, el sonido se diluye en un jadeo. Alguien dice «Debe tener paciencia», pero no se lo dice a él. «Debe tener paciencia, debe ser paciente.» Eso es lo que debe ser él.
Tal vez han pasado días. Imposible saberlo. El tiempo aletea, sus alas rotas. Las voces pasan, algunas se van y regresan, pero una de ellas casi siempre está ahí. Una cara que es casi la suya, tan cerca que quiere algo de él, aunque solo sean palabras. Una cara de mujer que llora sin cesar. Nada en ella dirá qué ha sucedido.
Una necesidad intenta desprenderse de él. La necesidad de decir, más que la necesidad de ser. Si tuviera boca, lo diría todo. Entonces esta mujer sabría lo que ha sucedido, sabría que su muerte no ha sido lo que parece.
La presión aumenta, como un fluido aplastado. Su cabeza: una presión interminable, ya enterrada. La savia mana de su oído interno; la sangre, de sus ojos anegados. Una presión letal, incluso pese a cuanto rezuma de él. Una infinidad de pensamientos aleccionadores, más de los que su cerebro es capaz de contener.
Un rostro se cierne cerca, formando palabras sobre fuego. Dice «Aguanta, Mark», y él moriría para que ella dejara de mantenerlo vivo. Vuelve a empujar contra la cosa que lo mantiene hundido. Los músculos tiran, pero la piel no se mueve. Algo se afloja. Se pasa una eternidad tirando de los tendones del cuello. Por fin la cabeza se ladea. Luego, al cabo de otra eternidad, alza el borde del labio superior.
Tres palabras le salvarían, pero todos sus músculos no pueden liberar un solo sonido.
Los pensamientos laten en una vena. El rojo late de nuevo en sus ojos, y luego ese único rayo blanco que sale disparado hacia arriba desde el negro a través del cual ha pasado como una ráfaga. Algo en la carretera que ahora jamás alcanzará. Gritando muy cerca mientras su vida daba un vuelco. Alguien aquí, en esta habitación, que morirá con él.
Llega la primera palabra. Emerge a través de una magulladura más ancha que su garganta. La piel que le ha crecido sobre la boca se rasga y una palabra sale por la ensangrentada abertura. «Fue.» La palabra sisea, tarda tanto que ella nunca la oirá. «Fue sin querer.»
Pero las palabras se transforman en objetos voladores al contacto con el aire.
Cuando llevaba dos semanas ingresado, Mark se irguió en la cama y gimió. Karin estaba junto a la cama, a poco más de un metro de su cara. Mark se incorporó doblando la cintura, y ella gritó. Los ojos de él se movieron de un lado a otro y la descubrieron. El grito de Karin se convirtió en risa y luego en un sollozo, mientras los ojos de Mark la recorrían nerviosamente. Ella pronunció su nombre, y la cara debajo de los tubos y las cicatrices se estremeció. Pronto llenó la habitación un nutrido grupo de enfermeras.