Era mucho lo que había sucedido bajo tierra, en los días en que yacía congelado. Ahora asomaba al exterior, como trigo invernal a través de la nieve. Volvió la cabeza y estiró el cuello. Extendió torpemente las manos. Sus dedos tiraron de los instrumentos invasores. Lo que más detestaba era el tubo de alimentación gástrica. Mientras aumentaba la destreza de sus brazos para tirar de él, las enfermeras se lo impedían con suavidad.
De vez en cuando, algo le asustaba, y se debatía por rehuirlo. Lo peor eran las noches. Una vez, al final del día, cuando Karin estaba a punto de marcharse, una oleada de sustancias químicas corrió por sus venas, impulsándole a erguirse y casi ponerse de rodillas en la cama de hospital. Ella tuvo que sujetarlo, esforzarse por tenderlo de nuevo e impedir que se arrancara los tubos conectados a su cuerpo.
Karin observaba el retorno de su hermano, hora tras hora, como en una deprimente película escandinava. A veces él la miraba, sopesando si era algo comestible o una amenaza. En cierta ocasión experimentó un acceso de sexualidad animal, que olvidó al instante. Había momentos en los que ella era una costra que trataba de quitarse de los ojos. Fijaba en su hermana aquella mirada líquida, regocijada, la misma que le dirigió una noche cuando eran adolescentes y ambos coincidieron al regresar a hurtadillas, bebidos, de sus respectivas salidas. «¿Tú también? No sabía que tú también lo hicieras.»
Mark empezó a vocalizar, unos gruñidos apagados por el tubo de la traqueotomía, un lenguaje secreto, libre de vocales. Cada ruido áspero hería a Karin, que daba la lata a los médicos para que hicieran algo. Ellos midieron el tejido cicatricial y el fluido craneal, lo escucharon todo excepto el frenético gorgoteo del herido. Le cambiaron el tubo de la tráquea por uno fenestrado, perforado con minúsculos orificios, una ventana en la garganta de Mark lo bastante ancha para que los sonidos pasaran a su través. Y cada uno de los gritos de su hermano era el ruego de algo que Karin no podía identificar.
Volvía a ser como la primera vez que Karin lo vio, cuando ella tenía cuatro años, mirando desde el descansillo del primer piso un cuerpecito envuelto en una mantita azul que sus padres acababan de traer a casa. Su recuerdo más antiguo: en lo alto de la escalera, preguntándose por qué sus padres se molestaban en arrullar algo mucho más estúpido que los gatos callejeros. Pero pronto aprendió a querer a aquel bebé, el mejor juguete que una niña podía pedir. Durante un año lo llevó de un lado a otro como a un muñeco, hasta que por fin él dio unos pocos y vacilantes pasos sin ella. Karin le parloteaba, le engatusaba, le sobornaba, ponía lápices de colores y bocaditos de comida fuera de su alcance hasta que él los pedía por su nombre. Crió a su hermano, mientras su madre estaba muy ocupada ganándose el cielo. Karin ya había conseguido una vez que Mark caminase y hablara. Sin duda, con la ayuda de los médicos del Buen Samaritano, podría repetir la hazaña. Algo en ella casi agradecía aquella segunda oportunidad de criarlo bien esta vez.
A solas al lado de su cama, entre las visitas de las enfermeras, empezó a hablarle de nuevo. Tal vez las palabras harían que el cerebro de su hermano se centrara. Ninguno de los textos de neurología que ella había devorado negaba esa posibilidad. Nadie sabía lo suficiente sobre el cerebro para asegurar si su hermano oía o no. Ella se sentía como en su infancia, cuando le acostaba mientras sus padres estaban fuera, entonando con voz quejumbrosa himnos de colonos alrededor del órgano eléctrico Hammond de los vecinos, antes de la primera bancarrota de sus padres y del fin de sus relaciones sociales. Desde su más tierna infancia, Karin hizo de canguro y se ganó un par de dólares por lograr que su hermanito siguiera vivo una noche más. Markie, estimulado por una sobredosis de caramelos recubiertos de chocolate y refrescos de cola con sabor a cereza, le exigía que contaran hasta el infinito o se sometieran mutuamente a experimentos telepáticos, o que ella le narrara largos relatos épicos de Animalia, el país al que los humanos no podían llegar, poblado por héroes, granujas, embaucadores y víctimas, todos ellos basados en los animales de la granja de su familia.
Siempre animales. Los buenos y los malos, aquellos a los que debían proteger y aquellos a los que tenían que destruir.
– ¿Te acuerdas de la serpiente toro que había en el granero? -le preguntó ella. Él parpadeó, contemplando la idea de la criatura evocada-. Debías de tener nueve años. Cogiste un palo y la mataste tú solo. Nos protegías a todos. Se lo dijiste a Cappy, jactándote de lo que habías hecho, y menudo rapapolvo te echó. «Nos has hecho perder ochocientos dólares en grano. ¿Es que no sabes que esos bichos comen ratones? ¿Qué tienes en vez de cerebro, muchacho?» Fue la última serpiente que mataste.
Él se la quedó mirando, las comisuras de la boca en movimiento. Daba la impresión de que la estaba escuchando.
– ¿Te acuerdas de Horace? -Era la grulla herida a la que adoptaron cuando Mark tenía diez años y Karin catorce. Herida en un ala por un cable de alta tensión durante la migración primaveral, el ave había hecho un amerizaje forzoso en su finca. Presa del pánico, se puso a dar frenéticas vueltas mientras ellos se le aproximaban. Se pasaron la tarde acercándose, dejando que la grulla se acostumbrara a ellos, hasta que se resignó a que la capturasen-. ¿Recuerdas que, cuando la lavábamos, te quitaba la toalla con el pico y empezaba a secarse? Lo hacía por instinto, como eso de recubrirse de barro para oscurecer las plumas. Dios mío, creíamos que el pájaro era más inteligente que cualquier ser humano vivo. ¿Recuerdas cómo tratamos de enseñarle a sacudirse?
De repente, Mark empezó a gemir. Movió un brazo como si arrojara un hacha india y con el otro trazó un ancho arco horizontal. Elevó bruscamente el torso y lanzó la cabeza adelante. Los tubos se desprendieron y sonó la alarma del monitor. Karin llamó al personal de servicio mientras su hermano se ponía como loco en la cama, tratando de abalanzarse sobre ella. Cuando apareció el enfermero, Karin estaba llorando.
– No sé qué he hecho. ¿Qué le ocurre?
– Pero mire… -replicó el enfermero-. ¡Está intentando abrazarla!
Karin regresó a Sioux para intentar arreglar las cosas en persona. No se había reincorporado al trabajo en la fecha convenida, y había llegado al límite de lo que podía solicitar por teléfono. Fue a hablar con su supervisor. Este escuchó los detalles, sacudiendo la cabeza con expresión preocupada. Tenía un primo al que en una ocasión le habían golpeado en la cabeza con un hierro del siete. Sufrió daños en un lóbulo que sonaba algo así como «varietal». Desde entonces, el primo nunca había vuelto a ser el mismo. El supervisor confiaba en que al hermano de Karin no le sucediera lo mismo.
Ella le dio las gracias y le preguntó si podría ausentarse un poco más.
¿Cuánto más?
No podía saberlo.
¿No estaba su hermano en el hospital? ¿No recibía cuidados profesionales?
Ella intentó negociar: podría ausentarse sin cobrar. Solo durante un mes.
El supervisor le explicó que la Ley de Licencia Familiar y Médica no era extensible a los hermanos. Un hermano, para la ley de permisos de ausencia por motivos médicos, no era un familiar.
Tal vez podrían despedirla y contratarla de nuevo cuando su hermano mejorase.
Eso no era imposible, replicó el supervisor. Pero no podía garantizarle nada.
Karin se sintió dolida.
– Soy buena en mi trabajo -le dijo-. Soy tan buena como cualquier otro profesional en mi campo.
– Eres más que buena -concedió el supervisor, e incluso en aquellas circunstancias ella se sintió henchida de orgullo-. Pero no necesito que seas buena en tu trabajo. Tan solo necesito que estés aquí.