Mientras despejaba su cubículo, se sentía aturdida. Algunos azorados compañeros de trabajo le expresaron su preocupación y le desearon que todo fuese bien. Su progreso en la empresa se había detenido antes de que hubiera empezado realmente. Un año atrás había pensado que podría ascender, empezar allí su vida de nuevo, con personas que solo conocían su buena disposición y no sabían nada de su confuso pasado. Debería haber sabido que Kearney, el elemento de los Schluter, volvería para reclamarla. Pensó en ir a la sección de apoyo técnico y dar la noticia a su amigo especial, Chris, pero prefirió llamarle por el móvil desde el aparcamiento. Cuando él oyó su voz, la trató con una sequedad absoluta, sin hablarle apenas. Dos semanas sin una llamada ni un correo electrónico. Ella se deshizo en disculpas, hasta que él por fin habló. Una vez superado su enojo, Chris se mostró solícito. Le preguntó qué le había ocurrido. La insondable vergüenza causada por su situación familiar le impidió decírselo. Había procurado actuar ante él como una mujer ingeniosa, liberada, desenfadada, incluso sofisticada según los criterios locales. En realidad, no era más que una vulgar muchacha criada por unos fanáticos, con un hermano haragán que se las había ingeniado para hacer una regresión hasta la infancia. «Una emergencia familiar», repitió una y otra vez.
– ¿Cuándo vas a volver?
Ella le reveló que la emergencia ya le había costado su empleo. Chris maldijo a la empresa con una noble actitud. Incluso manifestó que iba a tenérselas con el supervisor de Karin. Ella se lo agradeció, pero le dijo que debía pensar en sí mismo, en su propio trabajo. No conocía bien a aquel hombre, y él tampoco a ella. Sin embargo, cuando él no se lo discutió, ella se sintió traicionada.
– ¿Dónde estás? -le preguntó Chris. Ella se asustó y le dijo que se encontraba en casa-. Podría ir a verte -se ofreció él-. Este fin de semana o en otro momento. Te echaré una mano. Cualquier cosa que necesites.
Ella mantuvo el teléfono separado de su cara contraída. Le dijo que era demasiado bueno, que no debería preocuparse tanto por ella. Esta repuesta hizo que él volviera a su actitud huraña.
– Como quieras -replicó-. Me alegro de haberte conocido. Cuídate. Que te vaya bien.
Ella colgó, maldiciendo entre dientes. Sin embargo, la vida en Sioux nunca la había satisfecho de veras. Como mucho, había sido un atracón de sencillez del que ahora debería purgarse. Subió al coche y condujo hasta su domicilio para comprobar si todo estaba en orden y meter en una maleta ropa más apropiada. Hacía semanas que no se sacaba la basura y el piso hedía. Los ratones habían roído el juego de cuencos que se cerraban herméticamente, y tanto la encimera como el hermoso y nuevo suelo estaban cubiertos de lentejas. Los filodendros, la schefflera y el espatifilo se habían marchitado.
Limpió el piso, cerró la llave de paso del agua y pagó a través de la Red las facturas pendientes. No habría otra paga mensual que las cubriera. Al salir y cerrar la puerta tras ella, se preguntó de cuántas más cosas debería prescindir por Mark. Durante el trayecto de regreso al sur, recurrió a todos los trucos para controlar la ira que había aprendido durante la etapa de formación en la empresa. Se le aparecían a través del parabrisas como diapositivas de PowerPoint. Primero: No se trata de ti. Segundo: Tu plan no es el del mundo. Tercero: La mente puede convertir el infierno en un paraíso y el paraíso en un infierno.
Había criado a su hermano, y a ello debía su elevado nivel de competencia. Él fue su experimento en psicología: de haberse ocupado de él otro familiar, en idénticas circunstancias, ¿habría llegado aquel muchacho de su propia sangre a hacer algo de provecho en la vida? Pero, a cambio de su abnegación, Mark le devolvía, en el mejor de los casos, un interminable suministro de su principal atributo: la indeterminación. «Les gusto a los animales», afirmaba el niño de once años. Y así era, en efecto. Todos los seres vivos de la granja confiaban en él. Hasta las mariquitas correteaban sin temor por su cara y encontraban en sus cejas un sitio donde anidar. Cierta vez ella cometió el error de preguntarle: «¿Qué quieres ser cuando seas mayor?». Su rostro se iluminó de entusiasmo al responder: «Me gustaría ser uno de esos que tranquilizan a los pollos. Creo que lo haría muy bien».
Pero cuando se trataba de personas, nadie sabía muy bien a qué carta quedarse con el chico. En su infancia cometió varios desmanes: prendió fuego al granero del maíz mientras disparaba fósforos envueltos en papel de plata, le sorprendieron toqueteándose detrás del maltrecho gallinero, mató a una ternera de doscientos cincuenta kilos recién destetada al mezclar en su pienso un cuenco de medicamentos, convencido de que el animal sufría. Peor todavía, ceceó hasta los seis años, lo cual casi convenció a sus padres de que estaba poseído por el demonio. Durante semanas, su madre le hizo acostarse bajo una pared exorcizada mediante una cruz ungida con aceite, cuyas gotitas le caían sobre la cabeza mientras dormía.
A los siete años le dio por pasarse largas horas de la tarde en un prado a cerca de un kilómetro de la casa. Cuando su madre le preguntó qué hacía allí durante tanto tiempo, el muchacho replicó: «Jugar». Al preguntarle con quién, primero respondió que con nadie y luego que lo hacía con un amigo. La madre no le dejó salir de casa hasta que le dijera el nombre del amigo. Entonces él respondió con una tímida sonrisa: «Se llama señor Thurman». Siguió contando a la horrorizada mujer lo bien que lo pasaban juntos él y el señor Thurman. Joan Schluter llamó a todos los efectivos policiales de Kearney. Tras una operación de vigilancia en el prado y un interrogatorio a fondo del muchacho, la policía comunicó a los padres que el señor Thurman no solo carecía de antecedentes policiales, sino que no tenía ni siquiera historial, salvo en la mente de su hijo.
Karin fue la única esperanza que tuvo Mark de sobrevivir a la adolescencia. Cuando cumplió los trece años, ella intentó mostrarle la manera de salvarse. «Es fácil», afirmó. En el instituto había hecho el sorprendente descubrimiento de que podía gustar incluso a las élites, dejando que decidieran su forma de vestir y adoctrinaran sus gustos musicales. «A la gente le gustan las personas que les hacen sentirse seguros.» Él no sabía qué significaba eso. «Necesitas una marca -le dijo ella-. Algo reconocible.» Trató de despertar su interés por el club de ajedrez, los paseos por el campo, la asociación estudiantil Granjeros del Futuro, incluso el teatro. A él no le entusiasmaba nada, hasta que encontró a un grupo que le aceptó porque había pasado la sencilla prueba de no encajar en ninguna otra parte, el grupo de perdedores que lo liberó de Karin.
Después de que su hermano hubiera encontrado a esa tribu, poco más podía hacer Karin por él. Se concentró en salvarse a sí misma y terminó la licenciatura en sociología, el primer miembro licenciado de una familia que consideraba la universidad como una forma de brujería. Apremió a Mark para que siguiera sus pasos y se matriculara en la Universidad de Nebraska en Kearney. Logró cursar un año, sin tener nunca el valor de molestar a sus numerosos tutores para decirles en qué quería especializarse. Su hermana se trasladó a Chicago, donde trabajó como recepcionista en una de las Cinco Grandes (las auditorías más importantes a nivel mundial), situada en el piso ochenta y seis del rascacielos de la Standard Oil. Su madre ponía conferencias solo para escuchar su voz de recepcionista telefónica. «¿Cómo has aprendido a hablar así? ¡Eso no está bien! No puede ser bueno para tus cuerdas vocales.» Desde Chicago fue a Los Ángeles, la ciudad más grande de la tierra. Trató de decirle a Mark: «Aquí podrías hacer muchas cosas. Podrías encontrar trabajo en cualquier parte. Aquí están deseando recibir a gente de trato fácil, como tú. No tienes la culpa de que tus padres sean como son. Podrías venir aquí y nadie tendría que saber jamás nada de ellos». Incluso cuando su propia proyección inició su descenso a la tierra, Karin seguía creyendo en esa máxima: a la gente le gustan las personas que les hacen sentirse más seguros.