Cuando Mark volviera a ser el de antes, ella haría que los dos empezaran de nuevo. Le haría recuperarse, le escucharía, le ayudaría a descubrir lo que él necesitaba ser. Y esta vez se lo llevaría consigo, a algún lugar sensato.
Había guardado la nota y la leía a diario. Una especie de amuleto mágico: «Esta noche, en la carretera North Line, DIOS me ha conducido a ti». Sin duda el autor de la nota, el santo que había descubierto el vehículo volcado y había acudido al hospital la noche del accidente, volvería para establecer un verdadero contacto, ahora que Mark había recuperado la conciencia. Karin aguardaba con impaciencia una explicación que debería haberse producido mucho tiempo atrás. Pero no se presentaba nadie para identificarse ni explicar nada.
Llegó un ramo de flores enviado por la fábrica IBP. Unos veinte compañeros de trabajo de Mark habían firmado la tarjeta deseándole una pronta mejoría, y algunos habían añadido frases de ánimo jocosas y subidas de tono que Karin no podía descodificar. El condado entero estaba informado de lo que le había sucedido a Mark: era imposible que una sirena policial sonara en la región de Big Bend sin que nadie entre Grand Island y North Platte supiera con precisión quién había sufrido un percance y cómo había sido.
Pocos días después de que le cambiaran el tubo de la tráquea, los mejores amigos de Mark por fin le hicieron una visita. Karin los oyó cuando todavía estaban en el pasillo.
– Joder, qué frío hace ahí fuera.
– Dímelo a mí. Tengo las pelotas congeladas.
Entraron en la habitación. Tommy Rupp con un chaleco protector negro y Duane Cain con guerrera de camuflaje provista de aislamiento térmico. Los Tres Ratoneros, * reunidos por primera vez después del accidente. Volcaron sobre Karin una carretada de optimistas saludos. Ella reprimió el impulso de preguntarles dónde habían estado. Rupp se acercó a la cama donde yacía el quejumbroso Mark y le tendió la mano extendida. El herido, obedeciendo a algún profundo acto reflejo, le dio una palmada.
– Cielos, Gus. Hay que ver cómo te tratan. -Rupp señaló los monitores-. Todo este equipo, solo para ti.
Duane permanecía rezagado, apretándose el cuello.
– Está progresando, ¿no te parece? -Se volvió hacia Karin, que estaba detrás de él, al lado de la cama. Por debajo del cuello de la camiseta le asomaban unos tatuajes, el dibujo de unos músculos rojos grabados en el pecho lampiño, tan detallados y realistas como la ilustración de un manual de anatomía. Parecía desollado vivo. Enunciando con lentitud y voz resonante, para que le oyeran bien quienes estaban saliendo de un coma, le dijo a Karin-: Joder, esto es inconcebible. Le ha ocurrido justo a la persona que no se lo merecía.
Rupp tomó a Karin del codo.
– Nuestro amigo se encuentra en un estado lamentable.
Ella notó un intenso calor en el brazo, desde la muñeca hacia arriba. La maldición de la pelirroja: se ruborizaba con más rapidez que la sangre mana de un cordero degollado. Retiró el brazo y se pasó las manos por las mejillas, como si quisiera alisarlas.
– Deberíais haberle visto la semana pasada. -No podía dominar su tono.
Cain miró a Rupp: «Esta mujer está sufriendo, tío. No la tomes por una de esas damas de hierro, como la mujer de Mao». La expresión de Cain era límpida, seria, indicaba con claridad que estaba al lado de ella.
– Hemos estado llamando. Tenemos entendido que se ha despertado hace muy poco.
Rupp había cogido la tablilla sujetapapeles con el historial médico de Mark y sacudía la cabeza.
– ¿Le están haciendo algo efectivo?
El mundo necesitaba una nueva dirección, un hecho tan evidente que solo unos pocos elegidos lo sabían.
– Han tenido que reducir la presión de su cerebro. No reaccionaba a nada.
– Pero ahora se está recuperando -replicó Rupp. Se volvió hacia Mark y le tocó el hombro con el puño-. ¿No es así, Gus? Te estás recuperando por completo. Todo volverá a ser como antes.
Mark yacía inmóvil, mirándole fijamente.
– Tal como lo veis ahora es como mejor ha estado desde… -dijo de repente Karin.
– Hemos seguido su evolución -insistió Duane. Se rascó los músculos tatuados-. Hemos estado al corriente.
Un río de fonemas fluyó de la cama. Los brazos de Mark se extendieron como serpientes. Movió la boca.
– Ah… ah, qui, qui, qui.
– Lo estáis alterando -dijo Karin-. No debería excitarse.
Quería echarlos de allí, pero la actividad que mostraba Mark la emocionaba.
– ¿Bromeas? -Rupp acercó una silla al lado de la cama-. Las visitas son lo mejor para él. Cualquier médico que esté en su sano juicio te lo dirá.
– El hombre necesita a sus amigos -terció Duane-. Así aumentan los niveles de serotonina. ¿Sabes cómo actúa la serotonina?
Karin había empezado a alzar las manos, pero detuvo el gesto. Asintió, a pesar de sí misma. Se cogió los codos para recobrar la compostura y salió de la habitación. Camino de la puerta, oyó el movimiento de las sillas y a Tommy Rupp que decía:
– Poco a poco, muchacho. Tranquilízate. ¿Qué quieres decir? Un golpecito para el sí, dos para el no…
Si alguien sabía lo sucedido la noche fatídica, eran aquellos dos. Pero ella se negó a interrogarles delante de Mark. Salió del hospital y se encaminó a Woodland Park. Caía la tarde y el cielo era de un marrón violáceo. Marzo había traído una de sus falsas primaveras, de esas que hacen bajar la guardia a la ciudad antes de someterla a otra temporada de frío ártico. De los sucios montones de nieve se alzaban columnas de vapor. Karin tomó un atajo por el centro de Kearney, un distrito comercial al que no se le veían perspectivas de futuro. Precios de la vivienda en descenso, desempleo en ascenso, población envejecida, huida de los jóvenes, fincas familiares vendidas a la industria agropecuaria por una miseria: la geografía había decidido el destino de Mark mucho antes de su nacimiento. Solo los fracasados se quedaban allí.
Pasó ante macizas casas prefabricadas que se estaban desmoronando y convirtiendo en chabolas con tejado de papel alquitranado. Siguió un sinuoso recorrido desde la avenida E hasta la avenida I, entre las calles Treinta y uno y Veinticinco, inmersa en un álbum fotográfico de su pasado a tamaño natural. La casa del primer muchacho del que estuvo enamorada; la casa del muchacho con quien no hizo el amor por primera vez. La casa de la que fue amiga suya durante veinte años y que la repudió un día, mes y medio después de haberse casado, al parecer por algo que había dicho su flamante marido. Aquella era la ciudad de la que había tratado de huir en tres ocasiones, cada una de ellas recordada por un perverso desastre familiar. En Kearney había una lápida con el nombre de Karin, y su tarea tan solo consistía en deambular al azar por aquellas calles de cementerio hasta que tropezara con ella.
Antes de fallecer, Joan Schluter le dio a su hija una rígida fotografía montada en cartulina del bisabuelo Swanson, de pie ante su casa en estado ruinoso, aquella capilla de la desolación, a cuarenta kilómetros al noroeste de lo que en el futuro sería Kearney. El hombre de la foto tenía la mitad de su biblioteca en la mano: o bien El viaje del peregrino o bien la Biblia; la foto era demasiado borrosa para distinguirlo. En la pared de barro de la choza, a sus espaldas, colgada de un asta de ciervo, había una jaula dorada, adquirida en el este a un precio muy elevado y transportada casi dos mil kilómetros continente adentro en una carreta de bueyes, donde ocupó el precioso espacio de carga que debería haber sido destinado a herramientas o medicinas. La jaula era más importante. El cuerpo podía sobrevivir al aislamiento. Pero también estaba la mente.