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Cuando Bosch llegó hasta la puerta de la casa de empeños, el hombre ya estaba dentro. Al entrar el detective, una célula fotoeléctrica hizo sonar un timbre que resonó por entre los montones de instrumentos musicales que colgaban del techo.

– No está abierto. Es domingo -gritó alguien desde el fondo de la tienda. La voz provenía de detrás de la caja registradora, una máquina cromada que descansaba sobre el mostrador de cristal.

– Pues ahí fuera dice que sí.

– Ya lo sé, pero eso es para mañana. La gente ve tablones en los escaparates y cree que las tiendas están cerradas. Yo sólo cierro los fines de semana. Sólo tendré el tablón unos cuantos días. He pintado ABIERTO para que la gente lo sepa, pero empezamos mañana.

– ¿Es usted el propietario de este negocio? -preguntó Bosch, al tiempo que sacaba la cartera de identificación y le mostraba su chapa-. Sólo serán unos minutos.

– ¡Ah, la policía! ¿Por qué no me lo ha dicho? Llevo todo el día esperándoles.

Bosch miró a su alrededor, desconcertado, aunque en seguida comprendió la situación.

– ¿Lo dice por lo de la ventana? Yo no he venido por eso.

– ¿Qué quiere decir? La patrulla me dijo que esperara a un detective de la policía. Llevo aquí desde las cinco de la mañana.

Bosch echó un vistazo a la tienda, que estaba llena de! la habitual mezcla de instrumentos musicales, electrodomésticos, joyas y antigüedades.

– Mire, señor…

– Obinna. Oscar Obinna, prestamista, con tiendas en Los Ángeles y Culver City.

– Señor Obinna, los fines de semana los detectives no se ocupan de gamberradas. Es posible que ni siquiera lo hagan durante la semana.

– ¿Qué gamberrada? Esto ha sido un robo con todas las letras.

– ¿Un robo? ¿Y qué se han llevado?

Obinna le indicó dos vitrinas hechas añicos a ambos lados de la caja registradora. Bosch se acercó y vio unos cuantos pendientes y anillos de aspecto barato entre los cristales rotos. Los pedestales tapizados de terciopelo, las bandejas de espejo y los estuches que antes habían contenido joyas ahora estaban vacíos. Aparte de aquello, no había más desperfectos.

– Señor Obinna, lo único que puedo hacer es llamar al detective de guardia y preguntarle si alguien va a pasarse hoy. Pero yo no venía por eso.

Entonces Bosch sacó la bolsa de plástico transparente con el recibo y se lo mostró a Obinna.

– ¿Podría enseñarme este brazalete, por favor?

En cuanto formuló la pregunta, Bosch tuvo un mal presagio. El prestamista, un hombre bajito y rechoncho de piel aceitunada y escaso cabello negro con el que intentaba cubrir -sin éxito- su cráneo, miró a Bosch con incredulidad. Sus pobladas cejas negras se juntaron en un gesto ceñudo.

– ¿No va a tomar nota de mi denuncia?

– Lo siento, pero yo estoy investigando un asesinato. ¿Me puede enseñar el brazalete que corresponde a este recibo? -insistió Bosch-. Después ya averiguaré si va a venir alguien para esto. Ahora le agradecería mucho que colaborara.

– ¡Como si yo no colaborara! Cada semana les envío mis listas e incluso saco las fotos que me pidieron. A cambio sólo pido que me envíen un detective para que investigue un robo y resulta que me mandan a uno que únicamente investiga asesinatos. Ya está bien, oiga. ¡Llevo esperando desde las cinco de la mañana!

– Déme su teléfono y le pediré a alguien.

Obinna descolgó el auricular de un teléfono-góndola situado detrás de uno de los mostradores dañados y Bosch le dio el número que tenía que marcar. Mientras Bosch hablaba con el detective de guardia de Parker Center, el prestamista buscó el número del recibo en un libro. El detective de servicio ese día era una mujer que nunca había participado en una investigación de campo durante toda su carrera en la División de Robos y Homicidios. La mujer le preguntó a Bosch cómo le iba la vida y luego le informó de que había pasado el robo de la casa de empeños a la comisaría de la zona aun sabiendo que no habría ningún detective disponible. La comisaría de la zona era la División Central, pero Bosch se metió detrás del mostrador y los llamó de todos modos. Nadie contestó. Mientras sonaba el teléfono sin que nadie lo cogiera, Bosch inició un pequeño monólogo:

– Sí, aquí Harry Bosch, detective de Hollywood. Llamo para comprobar la situación del robo en la ti Happy Hocker de Broadway… Muy bien. ¿Sabes cuándo llegará?… Aja… Aja… Sí, Obinna, O-B-I-N-N-A.

Bosch miró al prestamista, quien confirmó que bía deletreado su apellido correctamente.

– Sí, está aquí esperando… Vale… Se lo diré. Gracias -contestó.

Colgó el teléfono y se dirigió a Obinna, que lo n raba con cara de expectación.

– Hoy ha sido un día de muchísimo trabajo, señor Obinna -explicó Bosch-. Los detectives no están, pero pasarán por aquí. No creo que tarden mucho. Le dado su nombre al oficial de guardia y le he dicho que los envíe lo antes posible. Y ahora, ¿puedo ver el brazalete?

– Pues no.

Bosch sacó un cigarrillo de un paquete que guarda ba en el bolsillo de la cazadora. Sabía lo que Obinna iba a decirle antes de que éste le señalara una de las vitrinas dañadas.

– Lo han robado -dijo el prestamista-. Lo he buscado en mi lista: lo tenía en la vitrina porque era una pieza valiosa. Pero ya no está. Ahora los dos somos víctimas del ladrón.

Obinna sonrió, satisfecho de compartir su desgracia. Bosch contempló el fulgor del cristal roto en el fondo de la vitrina.

– Sí -asintió.

– Qué lástima. Ha llegado un día tarde.

– ¿Dice que sólo han robado joyas de estas dos vitrinas?

– Sí. Entraron, se las llevaron y salieron a escape. -¿Qué hora era?

– La policía me llamó a las cuatro y media de la mañana, en cuanto saltó la alarma, y yo vine en seguida. Ellos también vinieron inmediatamente, pero cuando llegaron ya no había nadie. Esperaron a que yo llegara y luego se marcharon. Desde entonces estoy esperando a unos detectives que aún no han aparecido. No puedo limpiar los cristales hasta que ellos vengan a investigar el robo.

Bosch estaba pensando en la hora. El cadáver había aparecido a las cuatro de la madrugada, después de la llamada anónima al teléfono de emergencias. La casa de empeños había sido robada más o menos a la misma hora y un brazalete empeñado por el muerto había desaparecido. «Demasiada casualidad», se dijo.

– Ha mencionado algo sobre unas fotos. ¿Se refiere a un inventario para la policía?

– Sí, para el Departamento de Policía de Los Ángeles. La ley me obliga a pasar listas de todo lo que compro a los detectives encargados de estos asuntos y yo coopero al máximo.

Obinna contempló su vitrina rota con cara de lástima.

– ¿Y las fotos?

– Ah, sí. Las fotos. Los detectives me pidieron que sacara fotos de mis mejores adquisiciones para poder identificar la mercancía robada. En este caso, yo no estaba obligado pero, como siempre he cooperado con la policía, me compré una Polaroid y hago fotos de todo por si quieren venir a mirar. Lo malo es que nunca vienen; es una tomadura de pelo.

– ¿Tiene una foto del brazalete? Obinna puso cara de sorpresa; al parecer, no se le había ocurrido aquella posibilidad.

– Creo que sí -contestó, y desapareció tras una cortina negra que tapaba una puerta, justo detrás del mostrador. Obinna apareció unos segundos más tarde con una caja de zapatos llena de fotografías y unos recibos de color amarillo enganchados con un clip. Buscó entre las fotos, sacando una de vez en cuando, arqueando las cejas y volviéndola a meter. Finalmente encontró la que quería.