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– ¡Ah! Aquí está.

Bosch la cogió y la examinó.

– Oro antiguo con incrustaciones de jade. Precioso -lo describió Obinna-. Ya me acuerdo; de primera calidad. No me extraña que el cabrón que me robó se lo llevara. Es un brazalete mexicano, de los años treinta… Le di al hombre ochocientos dólares, aunque no suelo pagar tanto dinero por una joya. Una vez (me acordaré toda la vida) un tío enorme me trajo el anillo de la Super Bowl de 1983. Era precioso. Le di mil dólares, pero no volvió a buscarlo.

Obinna alargó la mano izquierda para mostrarle aquel enorme anillo, que parecía aún más grande en su dedo meñique.

– Y al hombre que empeñó el brazalete, ¿lo recuerda? -le preguntó Bosch.

Obinna lo miró desconcertado, mientras el detective contemplaba sus cejas, que eran como dos orugas a punto de atacarse. A continuación, Bosch se sacó del bolsillo una de las instantáneas de Meadows y se la entregó al prestamista. Obinna la estudió detenidamente.

– Este hombre está muerto -concluyó al cabo de un rato. Las orugas se estremecían de miedo-. O lo parece.

– Eso ya lo sé -le dijo Bosch-. Lo que quiero es que me diga si fue él, quien empeñó el brazalete.

Obinna le devolvió la foto. -Creo que sí -respondió.

– ¿Vino alguna otra vez por aquí, antes o después de empeñar el brazalete?

– No, creo que me acordaría -contestó Obinna-. Yo diría que no.

– Necesito llevarme esto -le informó Bosch, refiriéndose a la foto del brazalete-. Si la necesita, llámeme.

Bosch dejó su tarjeta en la caja registradora. La tarjeta era una de ésas baratas, con el nombre y el teléfono escritos a mano en un espacio en blanco. Mientras pasaba por delante de una hilera de banjos en dirección a la salida, Bosch consultó su reloj. Volviéndose hacia Obinna, que seguía mirando dentro de la caja, le dijo:

– ¡Ah! El oficial de guardia me ha pedido que le dijera que si los detectives no llegaban dentro de media hora, que se fuera usted a casa y ellos ya vendrían mañana por la mañana.

Obinna lo miró sin decir nada. Las orugas se juntaron. Bosch desvió la mirada y se vio reflejado en un saxofón de bronce que colgaba del techo. Se fijó en que era un tenor. A continuación dio media vuelta, salió de la tienda y puso rumbo al centro de comunicaciones para recoger la cinta.

El sargento de guardia en el centro de comunicaciones junto al ayuntamiento le dejó grabar la llamada al número de emergencias, recogida por una de esas enormes grabadoras que nunca dejan de girar y captar los gritos de socorro de la ciudad. La voz de la persona que contestó el teléfono era de mujer y parecía de raza negra. El que llamaba era un varón de raza blanca, un chico.

– Emergencias, ¿dígame?

– Em…

– ¿Dígame? ¿Qué quiere denunciar?

– Sí… quiero denunciar que hay un tío muerto en una tubería.

– ¿Un cadáver? -Eso.

– ¿Qué quiere decir con «una tubería»? -Una tubería al lado de la presa. -¿Qué presa?

– Em… La de allá arriba, en las montañas… do está el rótulo de Hollywood.

– ¿La presa de Mulholland? ¿En North Hollywood? -Sí, Mulholland. No me acordaba del nombre. -¿Y dónde está el cadáver? -En una tubería vieja que hay allí, donde duerme gente. El muerto está dentro.

– ¿Conoce usted a esta persona? -¿Yo? ¡Qué va! -¿No podría estar durmiendo?

– No, no. -El chico soltó una risa nerviosa-. Está muerto.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque lo sé. Si no le interesa…

– ¿Me da su nombre, por favor?

– ¿Mi nombre? ¿Para qué lo quiere? Yo sólo lo he visto; no he hecho nada.

– ¿Y cómo puedo saber que me dice la verdad? -Pues registren la tubería y verán. No sé qué más decirle. ¿Por qué me pide el nombre?

– Porque lo necesito para el registro. ¿Me dice cómo se llama?

– Em… no.

– ¿Le importa esperar donde está hasta que llegue un oficial?

– Bueno, yo ya no estoy en la presa, sino en… -Ya lo sé. Está usted en una cabina en Gower, cerca de Hollywood Boulevard. ¿Puede esperar al oficial?

– ¿Cómo lo sa…? No importa, me tengo que ir. Compruébenlo ustedes. Les aseguro que hay un tío muerto.

– Oiga…

La llamada se cortó. Bosch se metió la cinta en el bolsillo y dejó el centro de comunicaciones.

Hacia diez meses que Harry Bosch no había estado en el tercer piso de Parker Center. Había trabajado en la División de Robos y Homicidios durante casi diez años, pero no había vuelto desde que le habían suspendido de la Brigada Especial de Homicidios y trasladado al Departamento de Detectives de Hollywood. El día que recibió la noticia, dos idiotas de Asuntos Internos llamados Lewis y Clarke le limpiaron la mesa, llevaron sus cosas al mostrador de Homicidios de la comisaría de Hollywood y le dejaron un mensaje en el contestador diciéndole dónde encontrarlas. Ahora, diez meses más larde, pisaba de nuevo el recinto sagrado donde trabajaba la mejor brigada de detectives del Departamento de Policía de Los Ángeles. Se alegró de que fuera domingo porque así no habría caras conocidas ni motivos para desviar la mirada.

La sala 321 estaba vacía a excepción del detective de guardia, a quien Bosch no conocía. Harry le señaló el fondo de la sala y dijo:

– Bosch, detective de Hollywood. Necesito el ordenador.

El hombre de guardia, un chico joven que llevaba el mismo corte de pelo desde su paso por los Marines, estaba leyendo un catálogo de armas. Primero se volvió para mirar la fila de ordenadores que se extendía junto a la pared, como si quisiera asegurarse de que seguían ahí y luego se dirigió a Bosch.

– Se supone que tienes que usar el de tu división -dijo.

Bosch se acercó a él.

– No tengo tiempo de volver a Hollywood. Me esperan en una autopsia dentro de veinte minutos -le mintió.

– Ya he oído hablar de ti, Bosch. Todo el mundo sabe lo del programa de televisión -dijo el chico-. Pero acuérdate de que ahora ya no trabajas aquí.

La última frase quedó suspendida como una nube de aire tóxico, pero Bosch intentó olvidarla. Al dirigirse a los terminales, los ojos se le fueron hacia su antigua mesa y se preguntó a quién pertenecería. Bosch se fijó en que estaba repleta de cosas y que las fichas de su agenda rotatoria estaban nuevecitas. En ese instante se volvió miró al hombre de guardia, que seguía observándolo.

– ¿Es ésta tu mesa cuando no te toca pringar el domingo?

El chico sonrió y asintió con la cabeza.

– Sí, claro -se burló Bosch-. Eres perfecto para este trabajo; con ese pelo y esa sonrisa idiota llegarás lejos, ya verás.

– ¡Mira quién habla: al que le echaron por ir de Rambo por la vida!… Déjame en paz, Bosch. Estás acabado.

Bosch retiró una silla con ruedas de la mesa y se sentó delante de un ordenador, al fondo de la sala. Apretó el botón de encendido y, al cabo de unos segundos, unas letras de color ámbar aparecieron en pantalla: «Red Especial de Documentación Automatizada para la Detección de Asesinos.»

Bosch sonrió para sus adentros al comprobar la obsesión del departamento por los acrónimos. Cada unidad, brigada o base de datos habían sido bautizadas con un acrónimo impactante. Para el gran público éstos son sinónimo de acción y dinamismo; es decir, de un gran despliegue de medios con la misión de solucionar problemas de vida o muerte. REDADA, COBRA, CHOQUE, PANTERAS o DESAFÍO eran algunos de los más famosos. Bosch estaba seguro de que en algún lugar del Parker Center alguien se pasaba el día inventándose nombrecitos resultones ya que absolutamente todo, desde los ordenadores hasta algunos conceptos, era conocido por sus acrónimos. Si tu unidad especial no tenía uno, no eras nadie.

Una vez dentro del sistema REDADA, y tras cumplimentar un formulario de rutina, solicitó una búsqueda con las siguientes palabras: «Presa de Mulholland.» Medio minuto más tarde, y tras revisar ocho mil casos de homicidio almacenados en el disco duro -el equivalente a unos diez años-, el ordenador sólo encontró seis asesinatos. Bosch los fue examinando uno a uno. Los tres primeros eran las muertes sin resolver de mujeres cuyos cadáveres habían aparecido en la presa a principios de los años ochenta. Todas habían sido estranguladas. Tras repasar la información rápidamente, Bosch pasó a los siguientes casos. El cuarto era un cuerpo que apareció flotando en el embalse cinco años atrás. Se sabía que no se había ahogado, pero no se llegó a descubrir la causa de la muerte. Los dos últimos eran muertes por sobredosis. El primero había ocurrido durante un picnic en el parque situado encima del embalse. A Bosch le pareció bastante claro, así que saltó directamente al último caso: un cadáver encontrado en la tubería hacía catorce meses. La autopsia dio como causa de la muerte paro cardíaco causado por una sobredosis de heroína mexicana.