– Times, ¿dígame?
– Hola, Bremmer. Soy Bosch. Qué, ¿aún trabaja los domingos?
– Ya ves. Me tienen aquí encerrado de dos a diez, sin libertad condicional. Y tú, ¿qué me cuentas? No sé nada de ti desde… lo del caso del Maquillador. ¿Qué tal por la División de Hollywood?
– Soportable…, de momento. -Bosch hablaba en voz baja para que no le oyera el detective de guardia.
– No pareces muy entusiasmado -comentó Bremmer-. Bueno, me han dicho que esta mañana encontraste un fiambre en la presa.
Joel Bremmer llevaba más tiempo escribiendo para el Times sobre casos policiales que el que la mayoría de policías llevaba en el cuerpo, Bosch incluido. Estaba al tanto de prácticamente todo sobre el departamento, y lo que no sabía, lo podía averiguar sin dificultad con una sola llamada. Hacía un año había telefoneado a Bosch para saber qué opinaba sobre su suspensión de empleo y sueldo de veintidós días; se había enterado antes que el propio Bosch. Normalmente el departamento odiaba al Times, ya que el periódico nunca se quedaba corto en sus críticas a la policía. Sin embargo, Bremmer era respetado y muchos agentes, como Bosch, confiaban en él.
– Sí, es mi caso -contestó Bosch-. De momento no está nada claro, pero necesito un favor. Si al final es lo que parece, te aseguro que te interesará.
Aunque Bosch sabía que no tenía por qué ofrecerle nada al periodista, quería dejar claro que podría haber algo para él más adelante.
– ¿Qué necesitas? -preguntó Bremmer. -Tú ya sabes que, gracias a los de Asuntos Internos estuve de «vacaciones» el día del Trabajo. Pero ese día hubo…
– ¿El robo por medio del túnel? ¿No me irás a preguntar por el robo al banco en el que desaparecieron un montón de joyas, bonos, acciones y quizás incluso
Bosch notó que el tono del periodista iba subiendo a medida que hablaba. Sus conjeturas eran correctas; había habido un túnel y la historia había dado que hablar. Si Bremmer seguía así de interesado, seguro que era un caso de peso. De todas formas, a Bosch le extrañaba no haber oído nada sobre el asunto después de volver al trabajo en octubre.
– Sí, ése -contestó Bosch-. Como no estaba, me lo perdí. ¿Detuvieron a alguien?
– No, el caso sigue abierto. Creo que lo lleva el FBI. -Me gustaría ver los recortes de prensa esta misma larde. ¿Podría ser?
– Te haré copias. ¿Cuándo te vas a pasar? -Dentro de un rato.
– Supongo que tendrá que ver con el fiambre de esta mañana, ¿no?
– Eso parece, pero no estoy seguro. Ahora mismo no puedo hablar. Si los federales llevan el caso, iré a verlos mañana. Por eso necesito los recortes esta tarde.
– Aquí estaré.
Después de colgar, Bosch examinó el brazalete en la fotocopia del FBI. No cabía duda de que se trataba de la misma joya que Meadows había empeñado, la misma que aparecía en la instantánea de Obinna. En la foto del FBI, el brazalete -con tres pececitos grabados sobre una ola de oro- rodeaba la muñeca de una mujer que; a juzgar por su piel manchada, debía de ser bastan mayor. Bosch dedujo que sería la de la propia Harriet Beecham, de setenta y un años, y que la foto la habría tomado para la póliza de seguros. Miró de soslayo detective de guardia, que seguía hojeando el catálogo de armas, y, tal como se lo había visto hacer a Jack Nicholson en una película, tosió ruidosamente a la vez que arrancaba la hoja del boletín. El detective alzó la cabeza, pero en seguida volvió a sus balas y pistolas. Mientras Bosch se guardaba la hoja en el bolsillo, sonó su busca. Bosch marcó el número de la comisaría de Hollywood, pensando que le llamaban para decirle que había otro cadáver para él. El que cogió la llamada era el sargento de guardia Art Crocket, a quien todo el mundo conocía por Davey.
– Harry, ¿estás en casa?
– No, estoy en el Parker Center. Tenía que hacer una consulta.
– Perfecto; así puedes pasarte por el depósito. Ha llamado un forense, un tal Sakai, diciendo que quiere verte.
– ¿A mí?
– Me ha dicho que te dijera que ha pasado algo y que van a hacer esa autopsia hoy. Bueno, ahora mismo.
Bosch tardó cinco minutos en llegar al hospital County-USC y un cuarto de hora en encontrar aparcamiento. La oficina del médico forense estaba situada detrás de uno de los edificios del hospital que habían sido declarados en ruinas tras el terremoto de 1987; era una construcción prefabricada de color amarillo y dos pisos de altura, fea y sin gracia. Al cruzar las puertas de cristal por donde entraban los vivos, Bosch se topó con un detective con quien había trabajado a principios de los ochenta, cuando pertenecía a la brigada de vigilancia nocturna.
– Eh, Bernie -le saludó Bosch con una sonrisa.
– Vete al carajo, Bosch -le contestó Bernie-. Ni creas que tus fiambres son más importantes que los nuestros.
Bosch siguió al detective con la mirada mientras éste salía del edificio. Acto seguido entró en la recepción, torció a la derecha y recorrió por un pasillo pintado de color verde dividido por dos puertas dobles. A medida que avanzaba, el olor se hacía más desagradable; era una combinación de muerte y desinfectante industrial, en el que dominaba la primera. Finalmente, Bosch llegó al vestuario de baldosas amarillas donde se cambiaban los forenses. Larry Sakai ya estaba allí, con la mascarilla y las botas de agua, poniéndose una bata de un solo uso sobre su uniforme de hospital. Bosch sacó otra bata de unas cajas que había sobre un mostrador de acero inoxidable y empezó a endosársela.
– ¿Qué mosca le ha picado a Bernie Slaughter? -preguntó-. ¿Qué le habéis hecho para que se haya cabreado tanto?
– Querrás decir qué le has hecho tú, Bosch -dijo Sakai sin mirarle a la cara-. Ayer lo avisaron porque un chico de dieciséis años había matado a su mejor amigo, en Lancaster. En principio parece un accidente, pero Bernie está esperando a que comprobemos la trayectoria y el rastro de la bala para poder cerrar el caso. Yo le dije que lo haríamos hoy a última hora, así que lógicamente se ha presentado. Lo que pasa es que no vamos a hacerlo, porque a Sally le ha dado por empezar por el tuyo. No me preguntes por qué. Cuando traje el cadáver le echó un vistazo y dijo que lo haría hoy. Yo le dije que tendríamos que saltarnos un fiambre y él decidió saltarse el de Bernie. Cuando fui a avisarlo, Bernie ya venía para aquí; por eso está cabreado. Ya sabes que vive al otro lado de la ciudad, en Diamond Bar. Se ha pegado todo el viaje para nada.
Bosch, con la mascarilla, la bata y las botas, siguió a Sakai por el pasillo embaldosado que conducía a la sala, de autopsias.
– Pues que se cabree con Sally, no conmigo -comentó Bosch.
Sakai no respondió. Ambos se dirigieron hacia la primera mesa, donde Billy Meadows yacía boca arriba, desnudo, y con la nuca apoyada sobre un taco de madera. En total había seis mesas de acero inoxidable, con canalones en los bordes, desagües en las esquinas y un cadáver en cada una. El doctor Jesús Salazar estaba examinando el pecho de Meadows, de espaldas a Bosch y Sakai.
– Buenas tardes, Harry. Te estaba esperando -dijo Salazar, sin darse la vuelta-. Larry, voy a necesitar unas cuantas preparaciones.
El forense se incorporó y se volvió hacia ellos. En su mano enguantada sostenía un trozo cuadrado de carne y tejido muscular de color rosado que depositó en una cazuelita de acero como las que se usan para hacer bizcochos. Salazar se la pasó a Sakai.
– Hazme tres secciones verticales, una de la punción y una de cada lado para comparar.
Sakai cogió la bandeja y salió de la sala con destino al laboratorio. Bosch vio que el cuadrado de carne procedía del pecho de Meadows, unos dos centímetros más arriba del pezón izquierdo.