– He perdido los anillos que me compró en Francia y una pulsera de oro y jade de México -dijo Beecham-. Quien haya hecho esto me ha robado mis recuerdos.
«Qué melodramático.» Bosch se preguntó si la última cita se la habría inventado el periodista.
El cuarto artículo estaba fechado una semana más tarde. Lo firmaba Bremmer, era breve y lo habían desterrado al final de la sección local, donde metían las noticias sobre la periferia de Los Ángeles. Bremmer explicaba que la investigación del caso WestLand había pasado a ser exclusiva del FBI. El Departamento de Policía de Los Ángeles había proporcionado un apoyo inicial, pero una vez se agotaron las primeras pistas, el caso había pasado a manos de los federales. El artículo volvía a citar al agente especial Rourke, que aseguraba que seguían trabajando intensamente en el caso, pero que aún no se había descubierto nada ni se había identificado a ningún sospechoso. Hasta entonces tampoco había aparecido ninguno de los objetos de valor.
Bosch cerró la carpeta. El caso era demasiado importante para que el FBI se desentendiera de él como si tratase de un vulgar atraco. Bosch se preguntó si Rourke decía la verdad sobre la ausencia de sospechosos o habrían barajado el nombre de Meadows. Hacía dos décadas Meadows había luchado y vivido en las galerías excavadas bajo los pueblos del sur de Vietnam. Como todos los soldados especializados en túneles, conocía perfectamente las técnicas de demolición, aunque sólo las usaban para cerrar túneles. ¿Habría aprendido Meadows cómo abrir un boquete en el suelo de cemento y acero de una cámara acorazada? En ese instante Bosch. cayó en la cuenta de que Meadows no tenía por qué saberlo, ya que sin duda el robo al WestLand Bank era obra de más de una persona.
Bosch se levantó a buscar otra cerveza de la nevera y, antes de volver a su butaca de vigilancia, se dirigió al dormitorio para sacar un viejo álbum de dentro de un cajón. Ya de vuelta, se bebió la cerveza de un trago y abrió el álbum. Entre sus páginas apareció un montón de fotos sueltas; siempre había querido pegarlas, pero nunca había encontrado el momento. Era un álbum que no hojeaba casi nunca; las páginas amarilleaban y se habían tornado quebradizas como los recuerdos evocados por las fotos. Bosch iba cogiéndolas una por una para examinarlas con atención, y al hacerlo comprendió que aquélla era la razón por la cual no las había pegado. Le gustaba el ritual de acariciarlas entre los dedos.
Al igual que la foto que había encontrado en el apartamento de Meadows, éstas habían sido tomadas en Vietnam y eran en blanco y negro por la simple razón que en aquella época en Saigón era lo más barato. Bosch aparecía en algunas imágenes, pero casi todas las había sacado él con la vieja Leica que le había regalado su padre adoptivo antes de embarcarse. Habían discutido porque su padre adoptivo no quería que se alistara. Cuando le regaló la cámara, Harry la aceptó. Sin embargo, Bosch no era de ésos que contaban historias, por lo que las fotos habían quedado olvidadas entre las páginas del álbum, sin pegar y sin apenas ser miradas.
El único tema recurrente de aquellas imágenes eran caras sonrientes y los túneles. En casi todas aparecían soldados en poses desafiantes frente a un agujero del que acababan de salir; que acababan de conquistar. A alguien ajeno a aquella guerra subterránea le hubieran parecido extrañas, e incluso fascinantes, pero a Bosch le daban miedo, como esas imágenes de gente atrapada en coches siniestrados esperando a que los saquen los bomberos. Las fotos mostraban las caras de aquéllos que habían sobrevivido al infierno para sonreír a la cámara. «Ir del azul al negro» era cómo llamaban a entrar en el túnel; cada soldado era un eco negro. A pesar de que dentro sólo había muerte, ellos seguían entrando.
Al pasar una página rota, Bosch topó con el rostro de Billy Meadows. No había duda de que la foto había sido tomada unos minutos después de la que Bosch había encontrado en el apartamento; era el mismo grupo de soldados, la misma trinchera y el mismo túnel, sector del Eco, distrito de Cu Chi. Bosch no salía en la foto porque era el que la sacaba. La Leica había capturado perfectamente la mirada perdida de Meadows y aquella sonrisa que le quedaba cuando iba colocado. Tenía la piel pálida como la cera, pero tersa. Había capturado al Meadows auténtico, pensó Bosch mientras devolvía la foto a su lugar y pasaba a la siguiente página. En ella había una instantánea de Bosch solo. Al verla, recordó claramente! haber colocado la cámara en una mesa de madera, haber preparado el temporizador y haberse puesto delante del; objetivo. En la foto, Bosch no llevaba camisa y el sol que entraba por la ventana de la cabaña iluminaba el tatuaje sobre su hombro bronceado. Desenfocada detrás de él, en el suelo de paja de la cabaña se vislumbraba la oscura boca de un túnel cuyo contorno, desdibujado y amenazador, era como la boca escalofriante del cuadro del Edvard Munch, El grito.
El túnel se hallaba en un pueblo al que llamaron «Timbuk 2», un dato que Bosch sabía con certeza porque había sido su última incursión subterránea. En la foto él tenía unas ojeras enormes y no sonreía. Y al mirarla de nuevo tampoco sonrió; la sostuvo con las dos manos frotando distraídamente los bordes con los pulgares. Estuvo así un buen rato hasta que la fatiga y el alcohol lo hundieron en un estado de semiconsciencia, casi un sueño. Bosch empezó a recordar el último túnel y a Billy Meadows.
Entraron tres, pero salieron dos.
Habían descubierto el túnel durante un reconoció miento de rutina en un pueblecito del sector E. El pueblo no tenía nombre, así que los soldados lo bautizaron como Timbuk 2. En ese momento el ejército no paraba de descubrir túneles, por lo que no había suficientes ratas para examinarlos. Cuando encontraron aquel agujero en una cabaña, bajo una cesta de arroz, el sargento al mando no quiso esperar a que le enviaran ratas. Quería continuar la ofensiva, pero sabía que antes tenía que examinar el túnel y por esa razón tomó una decisión típica de aquella guerra; mandó a tres de sus propios hombres.
Los chicos eran tres novatos, totalmente aterrorizados, que como mucho llevaban tres semanas en el país. El oficial les dijo que no fueran muy lejos, que simplemente bobearan los explosivos y salieran rápidamente, cubriéndose los unos a los otros. Los tres soldaditos obedecieron y entraron en el agujero, pero al cabo de media hora sólo salieron dos.
Los dos que lograron salir explicaron que se habían separado al entrar, ya que el túnel se ramificaba en distintas direcciones. Mientras le contaban esto al oficial, se oyó un enorme estruendo y el túnel escupió una gran nube de humo y polvo. Las cargas de C-4 habían detonado. El teniente decidió que no abandonarían la zona sin el hombre que faltaba, así que toda la compañía tuvo que esperar un día entero a que el humo y el polvo se asentaran. Fue entonces cuando llegaron dos ratas verdaderas: Harry Bosch y Billy Meadows. A él le daba igual si el soldado había muerto, les dijo el teniente. Quería que lo sacaran de ahí. No iba a abandonar a uno de sus hombres en aquel agujero.
– Sacadlo de ahí para que podamos enterrarlo como Dios manda -ordenó el teniente.
– Nosotros tampoco dejaríamos ahí a uno de los nuestros -añadió Meadows.
Cuando Bosch y Meadows descendieron por el agujero, descubrieron que éste daba a una cámara llena de testas de arroz y de la que arrancaban otros tres pasadizos. Dos de ellos habían quedado sellados tras la expíoIlion de C-4, pero el tercero seguía abierto. Aquél era el camino que había seguido el soldado perdido, y ésa fue la ruta que ellos tomaron.
Los dos hombres gatearon por el túnel, con Meadows a la cabeza, cuidando de utilizar la linterna lo mínimo posible. Al cabo de un rato llegaron a un lugar sin salida. Meadows palpó el suelo de tierra hasta que encontró una trampilla oculta; la levantó con esfuerzo y ambos descendieron al siguiente nivel del laberinto. Sin mediar palabra, Meadows señaló con el dedo y se marchó en una dirección. Bosch sabía que tenía que tomar la dirección opuesta y que a partir de ese instante estarían solos, a no ser que el Vietcong estuviera esperándolos más allá. Bosch avanzó por un pasadizo tortuoso, sofocante y maloliente. Notó el olor del soldado perdido antes de verlo. Estaba sentado en medio de aquel pasadizo con las piernas tiesas y abiertas, y las puntas de los zapatos hacia arriba. Muerto. El cuerpo descansaba sobre una estaca clavada en el suelo, atado a ella con un alambre que le cortaba la piel del cuello. Bosch no lo tocó, temiendo que fuera una trampa. Apuntó el haz de j la linterna a la herida y siguió el rastro de sangre seca que le manchaba el pecho. El hombre llevaba una camiseta verde con su nombre en letras blancas. «Al Crofton», se leía bajo la costra de sangre sobre la que revoloteaban unas moscas. Bosch se preguntó cómo los insectos habrían llegado tan abajo. Siguió examinando el cuerpo con la linterna, y al llegar a la entrepierna descubrió que ésta también tenía el color oscuro de la sangre seca. Los pantalones estaban desgarrados, como si Crofton hubiera sido atacado por un animal salvaje. Bosch sintió que le escocían los ojos por el sudor que resbalaba de su frente y su respiración se tornaba más audible y acelerada de lo que hubiera deseado. Aunque era perfectamente consciente de ello, era incapaz de controlarlo. Entonces se percató de que el brazo izquierdo de Crofton yacía junto a su muslo. Cuando enfocó con la linterna, vio sus testículos ensangrentados en la palma de la mano. Bosch contuvo las arcadas, pero su respiración se aceleró aún más. Se llevó las manos a la boca para intentar recuperar la calma, pero no lo consiguió. Había perdido el control, totalmente presa del pánico. Tenía veinte años y se sentía aterrorizado, atrapado entre unas paredes que se cernían sobre él como tenazas. Se apartó del cuerpo y dejó caer la linterna, todavía enfocada sobre Crofton. Después de pegar unas cuantas patadas a las paredes, se acurrucó adoptando una posición fetal. El sudor de sus ojos se convirtió en un llanto silencioso. Éste dio paso a unos fuertes sollozos que sacudieron todo su cuerpo y probablemente resonaron hasta el lugar donde esperaba el enemigo. Hasta el mismísimo infierno.