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– Fantástico. No quieren estropear la escena del crimen y se dedican a manosear el cadáver. ¿De dónde has sacado a esos palurdos?

– Mira, Bosch. A nosotros nos llaman y vamos a ver qué pasa, ¿vale? ¿O es que preferirías que os pasásemos todos los avisos a Homicidios? Os volveríais locos, os lo aseguro.

Bosch aplastó la colilla en el fregadero de acero inoxidable y echó un vistazo por la ventana de la cocina. Al pie de la montaña un tranvía para turistas recorría los enormes estudios de sonido de la Universal. Uno de aquellos larguísimos edificios tenía una pared azul cielo con nubecillas blancas que se usaba para filmar exteriores cuando el exterior natural de Los Ángeles se tornaba del color del agua sucia.

– ¿Quién dio el aviso? -preguntó Bosch.

– Una llamada anónima a Emergencias, poco después de las cuatro de la madrugada. El agente de servicio dice que fue desde una cabina del Boulevard. Lo debió de encontrar alguien haciendo el burro por las tuberías. No quiso dar su nombre; sólo dijo que había un cadáver. Los de centralita tendrán la grabación.

Bosch empezaba a mosquearse. Sacó el frasco de aspirinas del armario y se lo metió en el bolsillo. Mientras pensaba en la llamada de las cuatro, abrió la nevera y se inclinó para mirar, pero no vio nada interesante.

– Crowley, si el aviso llegó a las cuatro, ¿por qué me lo dices ahora, casi cinco horas más tarde? -preguntó tras consultar su reloj.

– Sólo teníamos una llamada anónima; nada más. Me dijeron que el aviso lo había dado un chaval, imagínate. No iba a mandar a uno de mis hombres en plena noche con tan poca información. Podría haber sido una broma pesada, una emboscada o cualquier cosa. Así que esperé a que se hiciera de día y las cosas se calmaran un poco por aquí, y envié a uno de mis hombres cuando acababa su turno. Hablando de turnos que se acaban, yo me largo. Sólo estaba pendiente de hablar con la patrulla y luego contigo. ¿Algo más?

Bosch tenía ganas de preguntarle si se le había ocurrido que la tubería iba a estar oscura tanto a las cuatro como a las ocho, pero lo dejó pasar. ¿Para qué molestarse?

– ¿Algo más? -repitió Crowley.

A Bosch no se le ocurrió nada más, pero Crowley llenó el silencio.

– No creo que se trate de un 187. Seguramente es un yonqui que murió de sobredosis, Harry; pasa todos los días. ¿Te acuerdas de aquel que sacamos de la tubería el año pasado?… Ah no, fue antes de que llegaras a Hollywood… Bueno, pues resulta que un tío se metió en la misma tubería (ya sabes que los vagabundos duermen allí muchas veces), pero se chutó una mierda y se quedó seco. Claro que aquella vez no lo encontramos tan rápido y, con el sol que pegaba, se estuvo cociendo durante dos días. Acabó más asado que un pavo de Navidad, aunque te aseguro que no olía tan bien.

Crowley se rió de su propio chiste, pero a Bosch no le hizo ninguna gracia.

– Cuando lo sacamos todavía tenía el pico clavado en el brazo -continuó el sargento de guardia-. Esto es lo mismo, un caso de rutina; si te vas para allá ahora, estarás de vuelta a la hora de comer. Luego te echas una siestecita y te vas a ver a los Dodgers. El próximo fin de semana le tocará a otro; tú no estás de guardia. Ya sabes que la semana que viene tienes un permiso de tres días y un fin de semana largo. Así que hazme un favor: vete para allá a ver qué es lo que hay.

Bosch estuvo considerando colgar el teléfono, pero luego dijo:

– Crowley, ¿por qué dices que el otro cadáver no lo encontrasteis tan rápido? ¿Qué te hace suponer que hemos encontrado éste inmediatamente?

– Mis hombres me han dicho que, aparte de a meado, la tubería no huele a nada. Tiene que estar fresco.

– Di a tus hombres que estaré allí dentro de quince minutos y que dejen de joder con el muerto.

– Oye, Bosch…

Bosch sabía que Crowley iba a defender a su gente de nuevo, así que prefirió ahorrárselo y colgó. Después de encender otro cigarrillo, se dirigió a la puerta de entrada y recogió el Times que descansaba en el peldaño del porche. Al depositar sus cinco kilos de papel sobre la encimera de la cocina, Bosch se preguntó cuántos árboles habrían talado para confeccionarlo. Sacó el suplemento inmobiliario y lo hojeó hasta que encontró un gran anuncio de la empresa Valley Pride Properties. Pasó el dedo por una lista de casas en venta y se detuvo en una cuya descripción estaba rematada con la frase «Pregunte por Jerry». Bosch marcó el número.

– Valley Pride Properties, ¿dígame?

– ¿Está Jerry Edgar?

Al cabo de unos segundos y unos cuantos ruidos extraños, le pasaron a su compañero. -¿Dígame?

– Jed, tenemos otro trabajo. En la presa de Mulholland. ¿Por qué no llevas el busca?

– Mierda -dijo Edgar. Hubo un silencio. Bosch jugaba a adivinarle el pensamiento: «Hoy tengo tres casas que enseñar.» Más silencio. Bosch se imaginó a su compañero al otro lado de la línea con un traje de novecientos dólares y cara de bancarrota-. ¿Cuál es el trabajo?

Bosch le contó lo poco que sabía.

– Si quieres que lo haga yo solo, no me importa -le ofreció Bosch-. Si Noventa y ocho dice algo, ya te cubriré. Le explicaré que tú llevas el asunto de la tele y yo el fiambre de la tubería.

– Te lo agradezco, pero no hace falta. En cuanto encuentre a alguien que me sustituya, voy para allá.

Acordaron encontrarse junto al cadáver y Bosch colgó el teléfono. Acto seguido conectó el contestador automático, sacó dos paquetes de cigarrillos del armario y se los metió en el bolsillo de la cazadora. Entonces abrió otro armarito y sacó su pistola de una funda de nailon; una Smith & Wesson de nueve milímetros. Era un arma de acero inoxidable con acabado satinado que venía con un cargador de ocho balas XTP. Bosch recordó el anuncio que había leído en una revista de la policía: «Máxima capacidad mortífera. Tras el impacto, las balas XTP se expanden hasta 1,5 veces su diámetro, alcanzando una profundidad letal y dejando los mayores surcos de entrada.» El que lo había escrito tenía razón.

Bosch había matado a un hombre el año anterior desde una distancia de seis metros. La bala entró por debajo de la axila derecha y salió un poco más abajo del pezón izquierdo, destrozando el corazón y los pulmones a su paso. «Balas XTP: los mayores surcos de entrada.» Bosch se prendió la funda al cinturón en el costado derecho para poder cruzar el brazo y desenfundar con la mano izquierda.

A continuación se dirigió al cuarto de baño, donde se cepilló los dientes sin pasta dentífrica: no le quedaba y se había olvidado de bajar a la tienda. Después se pasó un peine mojado por el pelo y se quedó un buen rato mirando sus ojos enrojecidos, los ojos de un hombre de cuarenta años. Se fijó en las canas que comenzaban a poblar su pelo castaño y rizado… hasta el bigote se estaba tornando gris. Últimamente incluso había empezado a encontrar pelitos blancos en el lavabo cuando se afeitaba. Esta vez se llevó una mano a la barbilla y decidió no afeitarse. Salió de casa sin siquiera cambiarse de corbata. Sabía que a su cliente no le importaría.

Bosch encontró un lugar sin cagadas de paloma donde apoyarse en la barandilla que recorría el muro de contención del embalse de Mulholland. Con un cigarrillo colgado de los labios, contempló la ciudad que asomaba entre las montañas. El cielo era de un gris pólvora y la contaminación parecía una mortaja que envolvía Hollywood. El aire envenenado dejaba entrever unos cuantos rascacielos lejanos, pero el resto se hallaba completamente cubierto por aquel manto que le daba a Los Ángeles un aspecto de ciudad fantasma.

La cálida brisa esparcía un ligero olor químico que Bosch identificó al cabo de un rato: insecticida. Había oído por la radio que los helicópteros habían estado allí la noche anterior, fumigando North Hollywood a través del paso de Cahuenga. Bosch se acordó de su sueño y del helicóptero que no aterrizaba.