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A sus espaldas se hallaba la gran masa verdiazul del pantano: doscientos mil metros cúbicos de agua potable destinados al consumo de la ciudad, contenidos por una vieja y venerable presa en un cañón entre dos de las colinas de Hollywood. Una franja de dos metros de arcilla seca que bordeaba la orilla, recordaba que Los Ángeles pasaba su cuarto año de sequía. Un poco más arriba, una alambrada de unos tres metros de alto circundaba el embalse. Al llegar, Bosch se había fijado en ella y se había preguntado si la protección estaría destinada a la gente o al agua.

Sobre su traje arrugado Bosch llevaba un mono azul que, a pesar de las dos capas de ropa, ya mostraba manchas de sudor en sobacos y espalda. Tenía el pelo y el bigote húmedos porque acababa de salir de la tubería y en la nuca notaba el cálido cosquilleo de los vientos de Santa Ana, que aquel año se habían adelantado.

Harry no era un hombre corpulento. Medía poco más de un metro setenta y era delgado. Los periódicos lo habían descrito como un hombre nervudo. Debajo del mono, sus músculos eran como cuerdas de nailon, más fuertes de lo que su tamaño hacía sospechar. Las canas que salpicaban su cabello eran más abundantes en el lado izquierdo y sus ojos castaño oscuro rara vez traslucían sus sentimientos o intenciones.

La tubería tenía unos cincuenta metros y yacía en el suelo junto al camino de acceso a la presa. Estaba oxidada por dentro y por fuera. Su única utilidad aparente era servir de refugio a quienes dormían en su interior y de soporte para las pintadas que cubrían el exterior. Bosch no supo para qué servía hasta que el guarda de la presa le contó que era una barrera contra el lodo. Cuando llovía mucho, le había explicado el guarda, se producían desprendimientos en la ladera de la montaña. La tubería de un metro de diámetro, seguramente una sobra de algún proyecto o chapuza municipal, había sido colocada en el lugar más proclive a dichos desprendimientos como primera y única defensa. Había sido fijada al suelo mediante una anilla de hierro de un centímetro de grueso empotrada en cemento.

Antes de entrar en la tubería, Bosch se había puesto un mono del Departamento de Policía con las letras «LAPD» en la espalda. Al sacarlo del maletero de su coche, había pensado que el mono probablemente estaba más limpio que el traje que quería proteger. De todos modos se lo puso, porque era su costumbre. Bosch era un detective supersticioso y metódico, a la antigua usanza.

Mientras avanzaba con la linterna en la mano por el claustrofóbico cilindro que apestaba a humedad, Bosch sintió que la garganta se le secaba y el corazón se le aceleraba. Una sensación familiar de vacío en el estómago se apoderó de éclass="underline" miedo. Pero en cuanto encendió la linterna y la oscuridad se desvaneció, también lo hizo su desasosiego, y se puso manos a la obra.

Ahora se encontraba junto a la presa, fumando y pensando. Crowley, el sargento de guardia, tenía razón; el hombre de la cañería estaba muerto. Pero también se equivocaba, porque el caso no iba a ser fácil. Harry no volvería a casa a tiempo para su siesta o para escuchar el partido de los Dodgers por la radio. Las cosas no estaban claras, y Harry lo había sabido al instante.

Dentro de la tubería, Bosch no encontró huellas o, mejor dicho, no encontró huellas de utilidad. El suelo estaba oculto bajo una capa de tierra naranja, cubierta a su vez de bolsas de papel, botellas de vino vacías, bolas de algodón, jeringas usadas y papel de periódico dispuesto para dormir encima; en definitiva, los restos de vagabundos y drogadictos. A medida que avanzaba hacia el cadáver, Bosch lo estudiaba todo meticulosamente a la luz de la linterna. No encontró ningún rastro atribuible al muerto, que yacía en el suelo con la cabeza en primer plano. Algo no encajaba. Si el hombre hubiese entrado por su propio pie, habría dejado alguna huella. Si lo hubiesen arrastrado, también debería haber alguna señal. Pero no había nada, y aquel dato no fue lo único que preocupó a Bosch.

Cuando llegó hasta el cuerpo, lo encontró con la camisa subida hasta la cabeza y los brazos enrollados dentro. Bosch había visto suficientes muertos como para saber que todo era posible durante los últimos estertores. Una vez trabajó en un caso de suicidio en el que un hombre que se había disparado en la cabeza se cambió los pantalones antes de morir. Al parecer lo hizo para que no encontraran el cuerpo manchado con sus propias deyecciones. No obstante, a Harry no le convenció la posición del cadáver. Más bien parecía que alguien lo hubiera agarrado por el cuello de la camisa y lo hubiera metido a rastras en la cañería.

No lo movió ni le retiró la camisa de la cara; únicamente observó que se trataba de un hombre de raza blanca. A simple vista no estaba clara la causa de la muerte. Después de examinar el cadáver, lo sorteó cuidadosamente -con el rostro a apenas a un palmo de él- y continuó recorriendo a rastras los cuarenta metros de cañería. Al cabo de veinte minutos salió de nuevo a la luz del día sin haber encontrado ninguna pista. Entonces envió a un experto llamado Donovan para que tomara nota de los objetos encontrados y grabara en vídeo la situación del cadáver. La cara del experto delató su sorpresa, ya que no esperaba tener que meterse en la tubería en un caso tan claro de sobredosis. Tendría entradas para los Dodgers, pensó Bosch.

Después de dejar a Donovan con lo suyo, Bosch encendió otro cigarrillo y caminó hacia la presa para contemplar la ciudad contaminada y sus criaturas. Se apoyó en la barandilla. Desde aquella distancia el sonido del tráfico procedente de la autopista de Hollywood parecía un rumor suave, como un océano tranquilo. A través de la abertura de la cañada, Bosch distinguió las piscinas azules y los tejados de estilo mexicano típicos de aquella zona.

Una mujer con una camiseta blanca de tirantes y pantalones cortos verde lima pasó corriendo a su lado. Enganchado al cinturón llevaba un minitransistor con un cablecito amarillo conectado a unos auriculares. Parecía inmersa en su propio mundo, ajena al grupo de policías que se agolpaban un poco más adelante. Al llegar al final de la presa, la mujer se percató del precinto amarillo que le ordenaba, en dos idiomas, que se detuviera. Se detuvo sin dejar de saltar en el mismo sitio, mientras su larga cabellera rubia se pegaba a los hombros sudados. La mujer contempló a los policías, la mayoría de los cuales a su vez la estaban mirando a ella, dio media vuelta y volvió a pasar por delante de Bosch, que también la siguió con la mirada. Éste observó que la mujer se desviaba al pasar por delante de la caseta de las turbinas y decidió averiguar por qué. Al llegar allí descubrió unos cristales en el suelo y, al alzar la cabeza, una bombilla rota todavía enroscada a la lámpara que colgaba sobre la puerta de la caseta. Se propuso preguntarle al portero si había comprobado el estado de la bombilla recientemente.

Cuando volvió a su puesto en la barandilla, un movimiento captó su atención. Al bajar la mirada, descubrió un coyote olisqueando la mezcla de pinaza y basura que cubría el terreno arbolado junto a la presa. El animal era pequeño, con el pelaje sucio y lleno de calvas. Al igual que los pocos coyotes que quedaban en las reservas naturales próximas a la ciudad, aquél, si quería sobrevivir, tenía que escarbar entre los restos que los vagabundos ya habían escarbado antes.

– Ya lo sacan -anunció una voz detrás de él.

Bosch se volvió y vio a uno de los hombres de uniforme asignados a aquel caso. Asintió con la cabeza y lo siguió, alejándose de la presa y pasando por debajo del precinto amarillo en dirección a la tubería.

De la entrada de aquella cañería cubierta de pintadas salía un murmullo de gruñidos y exclamaciones. Un hombre sin camisa, con la espalda musculosa cubierta de rasguños y suciedad, emergió arrastrando una tela de plástico resistente sobre la que yacía el cuerpo. El muerto todavía estaba boca arriba con la cabeza y las manos prácticamente ocultas por la camisa negra. Bosch buscó a Donovan con la mirada y lo encontró guardando una cámara de vídeo en la camioneta azul de la policía. Inmediatamente se dirigió hacia él.