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– Necesito que vuelvas a entrar. Toda esa mierda que hay ahí dentro… periódicos, latas, bolsas (también vi unas hipodérmicas), algodón, envases…, quiero que lo recojas todo.

– De acuerdo -respondió Donovan. Hizo una pausa y después añadió-: Oye, a mí no me importa, pero… ¿tú crees que tenemos un caso? ¿Vale la pena que nos matemos a trabajar?

– No creo que lo sepamos hasta la autopsia.

Bosch empezó a alejarse, pero se detuvo un instante. -Donnie, ya sé que es domingo… bueno… gracias por volver a entrar.

– De nada. Es mi trabajo.

El hombre descamisado y el ayudante del forense estaban en cuclillas junto al cuerpo. Ambos llevaban guantes blancos.

El ayudante era Larry Sakai, un tipo que Bosch conocía desde hacía años, pero que nunca le había caído bien. Sakai tenía a su lado una caja de plástico de las que se utilizan para guardar utensilios de pesca, de la cual sacó un bisturí. Con él hizo una incisión de un par de centímetros en el costado del hombre, encima de la cadera izquierda, de la que no salió sangre. Entonces cogió un termómetro de la caja y lo fijó al extremo de una sonda curvada, la introdujo en el corte y, con gran habilidad, pero poca delicadeza, fue dándole vueltas para llegar al hígado.

El hombre descamisado puso cara de asco y Bosch se fijó en que tenía una lágrima azul tatuada en el rabillo del ojo derecho. A Bosch le pareció extrañamente apropiado, seguramente era la máxima lástima que el difunto iba a suscitar entre sus colegas.

– La hora de la muerte va a ser una putada -comentó Sakai sin apartar la vista de su trabajo-. La tubería, con el calor, va a desvirtuar la pérdida de temperatura del hígado. Cuando estábamos ahí dentro, Osito le ha puesto el termómetro y marcaba 27,2°. Diez minutos más tarde marcaba 28,3°. O sea, que no tenemos la temperatura exacta ni del cuerpo ni de la cañería.

– ¿Y eso qué significa? -dijo Bosch.

– Que no puedo decirte nada aquí mismo. Tengo que llevármelo y hacer números.

– Es decir, dárselo a alguien que realmente sepa hacerlo -apuntó Bosch.

– Lo tendrás cuando asistas a la autopsia; no te preocupes.

– Por cierto, ¿quién corta hoy?

Sakai no contestó; estaba demasiado ocupado con las piernas del muerto. Primero agarró los zapatos y movió un poco los tobillos, luego fue palpando las piernas y finalmente las levantó por los muslos para comprobar si se doblaban las rodillas. A continuación apretó las manos sobre el abdomen como si estuviera buscando droga. Por último metió la mano por debajo de la camisa e intentó girar la cabeza, pero ésta no se movió. Bosch sabía que el rigor mortis se extendía de la cabeza al tronco y luego a las extremidades.

– El cuello está tieso -explicó Sakai-. El estómago lo está a medias y las extremidades todavía tienen flexibilidad.

Sakai se sacó un lápiz de detrás de la oreja y lo usó para apretar la piel del costado. La parte del cuerpo más cercana al suelo presentaba unas manchas violáceas, como si estuviera lleno de vino hasta la mitad. Era la lividez post mórtem; cuando el corazón deja de bombear sangre, ésta se concentra en la zona más baja del cuerpo. Al apretar la goma del lápiz contra la piel oscura, el área no emblanqueció, lo cual indicaba que la sangre se había coagulado. El hombre llevaba varias horas muerto.

– La lividez es uniforme -prosiguió Sakai-. Según ese dato y el rigor mortis, yo diría que este tío lleva muerto entre seis y ocho horas. No te puedo decir más hasta que analice la temperatura, así que de momento tendrás que conformarte.

Sakai no levantó la mirada al decir esto, sino que él y su amigo Osito empezaron a registrar los bolsillos del pantalón militar del cadáver. Todos, incluidos los enormes bolsillos laterales, estaban vacíos. Luego le dieron la vuelta para verificar los de atrás, hecho que Bosch aprovechó para examinar de cerca la espalda desnuda del cadáver. La piel se había tornado violácea a causa de la lividez y la suciedad, pero Bosch no vio ningún rasguño o marca que indicara que el cuerpo había sido arrastrado.

– En los pantalones no hay nada para identificarlo -dijo Sakai, todavía sin alzar la vista.

A continuación empezaron a tirar cuidadosamente de la camisa negra con el objeto de descubrir la cabeza. El muerto tenía el cabello ondulado, con más canas que pelo negro. Llevaba una barba descuidada y aparentaba unos cincuenta años, por lo que Bosch dedujo que tendría unos cuarenta. En el bolsillo de la camisa había algo que el ayudante del forense se apresuró a sacar; después de examinarlo un momento, lo metió en una bolsita de plástico que le ofreció su compañero.

– ¡Eureka! -comentó Sakai, pasándole la bolsita a Bosch-. El equipo completo. Esto nos facilita el trabajo.

Acto seguido, Sakai levantó los párpados agrietados del cadáver. Los ojos eran azules, con un barniz lechoso y unas pupilas reducidas al tamaño de la punta de un lápiz. Bosch sintió que le miraban, y cada pupila era un pequeño agujero negro.

Sakai tomó notas en un bloc, aunque ya había tomado una decisión. Sacó una almohadilla de tinta y una ficha de su caja, entintó los dedos de la mano izquierda del cadáver y los estampó sobre la ficha. Bosch estaba admirando la destreza y rapidez con la que llevaba a cabo esta operación cuando, de pronto, el ayudante del forense se detuvo.

– Eh, mira.

Movió el dedo índice con delicadeza y lo hizo girar en todas direcciones. La articulación estaba rota, aunque no había señal de inflamación o hemorragia.

– Parece post mórtem -opinó Sakai.

Bosch se acercó para examinar el dedo con cuidado, quitándole la mano a Sakai y palpándola directamente, sin guantes. Luego lanzó una mirada recriminatoria, primero a Sakai y luego a Osito.

– No empieces, Bosch -protestó Sakai-. A él no lo mires. Nunca haría algo así; es alumno mío.

Bosch no le recordó a Sakai que era él quien iba al volante de la camioneta de Homicidios cuando, unos meses antes, perdieron un cadáver atado a una camilla de ruedas en plena autopista. La camilla rodó por la salida de Lankershim Boulevard y se estrelló contra un coche aparcado en una gasolinera. Para colmo, por culpa de la separación de vidrio en la camioneta, Sakai no se enteró hasta que llegó al depósito.

Bosch devolvió la mano del muerto al ayudante del forense, quien se volvió hacia Osito y le hizo una pregunta en español. El rostro pequeño y moreno de Osito se ensombreció y luego negó con la cabeza.

– Ni siquiera le ha tocado las manos. Antes de acusar a alguien, asegúrate de que es el culpable.

Cuando Sakai terminó de tomar las huellas dactilares, le pasó la ficha a Bosch.

– Mete las manos en bolsas -le dijo éste, a pesar de que no hacía falta-. Y los pies.

Bosch retrocedió un poco y empezó a agitar la ficha para secar la tinta, mientras con la otra mano aguantaba la bolsa con la prueba que le había pasado Sakai. Contenía una aguja hipodérmica, una ampollita medio llena de algo que parecía agua sucia, un poco de algodón y una caja de cerillas. Era un equipo completo para chutarse, con aspecto de estar relativamente nuevo. La aguja estaba limpia, sin rastro alguno de corrosión. El algodón, supuso Harry, sólo había sido usado como colador una o dos veces, porque había unos cristalitos de color marrón blancuzco entre las fibras. Dándole la vuelta a la bolsa de plástico consiguió ver el interior de la caja de cerillas y descubrió que sólo faltaban dos.

En ese momento, Donovan salió a gatas de la tubería. Llevaba un casco de minero y unas cuantas bolsitas de plástico que contenían objetos tan diversos como un periódico amarillento, un envoltorio y una lata de cerveza arrugada. En la otra mano sostenía un plano que mostraba dónde había encontrado cada cosa en la tubería. Le colgaban telarañas del casco y el sudor le surcaba el rostro, manchando la mascarilla que le tapaba boca y nariz. Cuando Bosch le mostró la bolsa con el equipo para chutarse, Donovan se paró en seco.