– ¿Has encontrado una olla? -le preguntó Bosch.
– ¡No me digas que es un yonqui! -exclamó Donovan-. Lo sabía… ¿Entonces por qué cono estamos haciendo todo esto?
Bosch no contestó, sino que esperó a que se calmara.
– La respuesta es sí. He encontrado una lata de Coca-Cola -contestó finalmente Donovan.
El experto en huellas repasó las bolsitas de plástico y le pasó a Bosch una que contenía dos mitades de una lata de Coca-Cola. La lata parecía bastante nueva; la habían cortado en dos con una navaja y habían usado la superficie cóncava de la parte inferior para calentar la heroína y el agua: una olla. La mayoría de drogadictos ya no utilizaban cucharas porque llevar una encima constituía motivo de detención. Las latas, sin embargo, eran fáciles de obtener y se podían usar y tirar.
– Necesitamos las huellas dactilares del equipo y la lata lo antes posible -afirmó Bosch. Donovan asintió y se llevó su cargamento de bolsitas de plástico hacia la camioneta. Harry volvió su atención a los hombres del forense.
– ¿Llevaba navaja? -preguntó. -No -confirmó Sakai-. ¿Por qué? -Me falta la navaja. Sin navaja, la escena está incompleta.
– ¿Y qué? El tío es un yonqui. Los yonquis se roban entre ellos. Seguramente la navaja se la llevaron sus colegas.
Con las manos enguantadas, Sakai enrolló las mangas de la camisa del muerto, dejando al descubierto una red de cicatrices en ambos brazos: viejas señales de pinchazos y cráteres que eran el resultado de abscesos e infecciones. En el pliegue del codo izquierdo había un pinchazo fresco y una gran hemorragia amarilla y violácea bajo la piel.
– Voila -dijo Sakai-. El tío se metió una mierda en el brazo y la diñó. Yo ya decía que era un caso de sobredosis, Bosch. Hoy te podrás ir a casa temprano y ver a los Dodgers.
Bosch se inclinó otra vez para examinar el brazo más de cerca.
– Eso me dice todo el mundo -comentó.
Sakai probablemente tenía razón, pensó Bosch, pero aún no quería dar carpetazo al caso. Había demasiados cabos sueltos: la ausencia de huellas en la tubería, la camisa sobre la cabeza, el dedo roto, la falta de navaja.
– ¿Por qué todas las marcas son antiguas excepto ésa? -preguntó Bosch, más para sí mismo que para Sakai.
– ¿Quién sabe? -respondió el ayudante del forense-. Quizá llevaba un tiempo desenganchado y decidió volverse a chutar. Un yonqui es un yonqui, tío. No busques más razones.
Mientras examinaba las cicatrices, Bosch se fijó en mu marca de tinta azul sobre la piel del bíceps izquierdo. La camisa enrollada le impedía ver lo que ponía.
– Súbele la manga -dijo Bosch, señalando con el dedo.
Sakai lo arremangó hasta el hombro, revelando un tatuaje azul y rojo. El dibujo era el de una rata, estilo tebeo, con una sonrisa malévola, dentuda y vulgar. La rata estaba de pie sobre las patas traseras; sostenía una pistola en una mano, y en la otra una botella de licor marcada «XXX». Sakai intentó leer las palabras azules que había encima y debajo del dibujo, a pesar de que estaban parcialmente borradas por el tiempo y el estiramiento de la piel.
– «Primura», no, «Primero». «Primero de Infantería.» Este tío estuvo en el ejército. La parte de abajo no la entien…, espera, está en otro idioma. «Non… Gratum… Anum… Ro…» El final no se lee.
– Rodentum -dijo Bosch.
Sakai lo miró.
– Es latín macarrónico. Significa: «Peor que el culo de una rata» -explicó Bosch-. Este hombre era una rata de los túneles. En Vietnam.
– Ah -dijo Sakai, mirando a su alrededor-. Pues al final ha acabado en un túnel. Bueno, más o menos.
Bosch alargó la mano hasta el rostro del hombre muerto y le apartó los rizos canosos de la frente y de los ojos sin expresión. Este gesto, sin guantes, hizo que los demás dejasen sus tareas y contemplaran un comportamiento tan extraño como antihigiénico. Bosch no les prestó atención; se quedó mirando aquella cara durante un buen rato, ajeno al mundo. En cuanto se dio cuenta de que conocía ese rostro tan bien como el tatuaje, le asalte la imagen de un hombre joven: huesudo y moreno, con el pelo rapado. Vivo, no muerto. Entonces se puso en pie y se volvió rápidamente.
Aquel movimiento tan brusco e inesperado le hizo chocar con Jerry Edgar, que finalmente había llegado y se disponía a examinar el cadáver. Los dos dieron un paso atrás, momentáneamente aturdidos. Bosch se llevó una mano a la frente, mientras Edgar, que era mucho más alto, se palpaba la barbilla.
– ¡Mierda, Harry! -exclamó Edgar-. ¿Estás bien?
– Sí. ¿Y tú?
Edgar se miró la mano para ver si sangraba. -Sí, perdona. ¿Por qué has pegado ese salto? -No lo sé.
Bosch empezó a alejarse del grupo y su compañero lo siguió, después de echarle un vistazo rápido al cadáver.
– Lo siento, Harry -se disculpó Edgar-. He tenido que esperar una hora a que alguien viniera a sustituirme. Dime qué has encontrado.
Mientras hablaba, Edgar seguía frotándose la mandíbula.
– Aún no estoy seguro -le respondió Bosch-. Quiero que busques uno de esos coches patrulla con un terminal conectado al ordenador central. Uno que funcione. A ver si consigues los antecedentes de Meadows,
Billy, mejor dicho, William. Fecha de nacimiento: alrededor de 1950. También necesitamos su dirección. Prueba con el Registro de Vehículos.
– ¿Es ése el fiambre?
Bosch asintió.
– ¿No ponía el domicilio en la documentación?
– No llevaba documentación. Lo he identificado yo, así que compruébalo en el ordenador. Tiene que haber alguna referencia a los últimos años; al menos como toxicómano, en la División Van Nuys.
Edgar se dirigió lentamente hacia la fila de coches negros y blancos en busca de uno con una pantalla en el salpicadero. Como era un hombre corpulento, parecía que caminase despacio, pero Bosch sabía por experiencia lo que costaba seguirle el paso. Ese día iba impecablemente vestido con un traje marrón con finas rayas blancas. Llevaba el pelo muy corto y tenía la piel tan suave y negra como la de una berenjena. Mientras se alejaba, Bosch no pudo evitar preguntarse si habría llegado tarde a propósito para no tener que ponerse el mono y entrar en la tubería, lo que habría arruinado su estupendo conjunto.
Bosch fue a buscar una cámara Polaroid al maletero de su coche y regresó al lugar donde estaba el cuerpo. Se colocó con una pierna a cada lado del cadáver y empezó a hacerle fotos de la cara. Decidió que tres serían suficientes y las fue dejando una a una sobre la tubería. Al observar los estragos causados por el tiempo en aquel rostro, Bosch pensó en la sonrisa ebria que mostraba la noche en que todas las ratas del Primero de Infantería salieron de la tienda de tatuajes de Saigón. Habían tardado cuatro horas, pero los que formaban aquel grupo de soldados agotados se convirtieron en hermanos de sangre gracias al dibujo que todos se habían tatuado en el hombro. Bosch recordó a Meadows participando del espíritu de compañerismo y también del miedo que los embargaba a todos.
Harry se alejó del cuerpo mientras Sakai y Osito acercaban una pesada bolsa de plástico negro con una cremallera en el centro. Una vez desdoblada y abierta, los hombres del forense levantaron a Meadows y lo depositaron sobre ella.
– Parece la Fea Durmiente -comentó Edgar.
Cuando Sakai subió la cremallera, Bosch observó que había pillado algunos de los rizos canosos de Meadows. A éste no le habría importado; una vez le había contado a Bosch que él estaba destinado a acabar en una bolsa como aquélla. Según él, todos lo estaban.
Edgar sostenía una libretita en una mano y una estilográfica de oro en la otra.
– William Joseph Meadows, nacido el 21 de julio de 1950. ¿Crees que se trata de él, Harry?