– Sí.
– Pues tenías razón; tiene antecedentes, aunque no son sólo por drogadicción. También hay atraco a un banco, intento de robo, posesión de heroína. Hace más o menos un año lo arrestaron por vagabundear por aquí mismo. Y hay un par de peleas entre yonquis, entre ellas la que has mencionado de Van Nuys. ¿Qué era para ti?, ¿un confidente?
– No. ¿Has encontrado su dirección? -Vive en el valle de San Fernando en Sepúlveda, cerca de la fábrica de cerveza. Es un barrio difícil para vender una casa. -Edgar hizo una pausa-. Si no era un chivato, ¿de qué lo conocías?
– No lo conocía, al menos en los últimos años. Fue en otra vida.
– ¿Y eso qué significa? ¿Cuándo lo conociste? -La última vez que vi a Billy Meadows fue hace unos veinte años. Él era… Fue en Saigón.
– Sí, fue en Vietnam hace ya veinte años. -Edgar se acercó a las fotos y examinó las tres instantáneas de Billy-. ¿Lo conocías mucho?
– No…, bueno, tanto como era posible llegar a conocer a alguien en aquel lugar. Aunque aprendes a confiar tu vida a otras personas, cuando todo se acaba te das cuenta de que a la mayoría apenas los conoces. Ni siquiera lo volví a ver cuando regresamos. Hablé con él por teléfono el año pasado; eso es todo.
– ¿Y cómo lo has reconocido?
– Al principio no me he dado cuenta, pero al ver el tatuaje en el brazo, me ha venido la imagen de la cara, Supongo que uno se acuerda de tipos como él. Bueno, al menos yo sí.
– Supongo que sí-Permanecieron un momento en silencio. Bosch intentaba decidir qué hacer, pero sólo podía pensar en la casualidad de ser llamado a ver un cadáver y descubrir que era Meadows. Edgar rompió el encantamiento.
– Bueno, ¿quieres decirme qué es eso tan sospechoso que has encontrado? Donovan está que muerde con todo el trabajo que le estás dando.
Bosch le contó a Edgar lo que no encajaba: la ausencia de huellas en la cañería, la camisa sobre la cabeza, el dedo roto y el hecho de que no hubiera una navaja.
– ¿Una navaja? -preguntó su compañero.
– Necesitaba algo con que cortar la lata en dos para hacerse una olla…, si es que la olla era suya.
– Podría haberla traído consigo. O tal vez alguien entró y se llevó la navaja una vez muerto. Si es que había una navaja.
– Puede ser, pero no hay huellas que lo confirmen.
– Bueno, sabemos por sus antecedentes que era un yonqui total. ¿Ya era así cuando lo conociste?
– Más o menos. Consumía y vendía.
– Es lo mismo: un drogadicto toda su vida. Es imposible predecir lo que va a hacer esa gente, ni cuándo se van a enganchar o desenganchar. Son casos perdidos, Harry.
– Pero él lo había dejado, o al menos eso creo. Sólo tiene un pinchazo fresco en el brazo.
– Harry, me has dicho que no lo veías desde Saigón ¿Cómo sabes si lo había dejado o no?
– No lo vi, pero hablé con él. Me llamó por teléfono una vez, el año pasado. Fue en julio o agosto. Los de estupefacientes lo habían detenido después de una redada. No sé cómo, quizás a través del periódico o algo así (era la época del caso del Maquillador), descubrió que yo era policía y me llamó a Robos y Homicidios. Me telefoneo desde la cárcel de Van Nuys para pedirme ayuda. Sólo tenía que pasar, no sé, unos treinta días en chirona, pero; estaba hecho polvo, me dijo. Me contó que no lo soportaría, que no tenía fuerzas para dejar la droga solo…
Bosch se quedó callado sin terminar la historia. Al cabo de un rato, Edgar lo animó a continuar.
– ¿Y qué pasó? ¿Qué hiciste?
– Le creí. Hablé con el poli. Recuerdo que se llamaba Nuckles, porque ese nombre me hacía pensar en kruckses, «nudillos», muy adecuado para un policía callejero. Llamé a la clínica de la Asociación de Veteranos de Sepúlveda y metí a Meadows en un programa de desintoxicación. Nudillos me ayudó; él también estuvo en Vietnam y consiguió que el fiscal pidiera al juez una suspensión de condena y su traslado. Total, que a un centro de rehabilitación; Meadows entró en la clínica de la Asociación de Veteranos. Yo me pasé por allí seis semanas más tarde y me dijeron que había completado el programa; había dejado la droga y estaba bien. Bueno, al menos eso es lo que me dijeron. Se encontraba en la segunda etapa, la de mantenimiento: sesiones con el psiquiatra, terapia de grupo y todo eso. No volví a hablar con Meadows después de esa primera llamada. Él nunca me volvió a llamar y yo nunca intenté localizarlo.
Edgar bajó la vista hacia su libreta, aunque Bosch veía que la página estaba en blanco.
– Mira, Harry -dijo Edgar-, de eso hace casi un año. Para un yonqui es mucho tiempo. Desde entonces podría haberse enganchado y desenganchado tres veces. ¿Quién sabe? Ése no es nuestro problema en este momento. Ahora mismo la cuestión es: ¿qué quieres hacer con lo que tenemos aquí?
– ¿Tú crees en las casualidades? -preguntó Bosch.
– No lo sé. Yo…
– Yo no.
– Harry, no sé de qué me estás hablando, pero ¿sabes lo que pienso? Que no veo nada que me llame la Mención. Un tío se mete en la tubería, en la oscuridad no v. muy bien lo que hace, se chuta demasiado caballo y la palma. Ya está. Tal vez había alguien con él, alguien que porro las huellas al salir y le birló la navaja. Hay miles de posibilidades dis…
– A veces las cosas no llaman la atención, Jerry. Ése es el problema. Es domingo: todo el mundo quiere irse a descansar, jugar al golf, vender casas o ver el partido de béisbol. A ninguno de nosotros le importa demasiado; sólo estamos cubriendo el expediente. ¿No ves que ellos cuentan con eso?
– ¿Quiénes son «ellos», Harry?
– Los que hicieron esto.
Bosch se calló un momento. No estaba convenciendo a nadie, ni siquiera a él mismo. Además, atacar la dedicación de Edgar no era buena idea. A Edgar le faltaban veinte años para retirarse. Cuando llegara ese momento pondría un pequeño anuncio en la revista de la policía -«Agente jubilado. Descuentos para compañeros»- y ganaría un cuarto de millón de dólares al año vendiendo casas de policías o para policías en el valle de San Fernando, el valle de Santa Clarita, el valle de Antelope o en el próximo valle que se les pusiera por delante a las excavadoras.
– ¿Por qué iba a meterse en la tubería? -continuó Bosch-. Dices que vivía en el valle de San Fernando, en, Sepúlveda. ¿Por qué venir aquí?
– ¿Y yo qué sé, Harry? El tío era un yonqui; igual lo echó su mujer o la palmó y sus amigos lo trajeron aquí para no tener que dar explicaciones.
– Eso sigue siendo un delito.
– Sí, pero ya me dirás qué fiscal del distrito presenta los cargos.
– Su equipo estaba limpio, nuevo. Las marcas de brazo, en cambio, parecían viejas. No creo que se estuviese pinchando otra vez, al menos regularmente. Hay algo que no encaja.
– Bueno, ya sabes, con el sida y todo eso han de llevarlo todo limpio.
Bosch tenía la mirada perdida.
– Harry, escúchame -insistió Edgar-. Lo que quiero decir es que quizás hace veinte años este tío fuera tu compañero de trinchera, pero este año era un yonqui; no vas a encontrar explicaciones para todas sus acciones. Lo del equipo y las huellas no lo sé, pero lo que sí sé es que éste no parece un caso por el que valga la pena matarse. Éste es un caso de nueve a cinco sin fines de semana.
Bosch se rindió…, de momento.
– Yo me voy a Sepúlveda -dijo-. ¿Tú vienes, o te vuelves a tus casas?
– Ya sabes que yo hago mi trabajo -respondió Edgar suavemente-. El que no estemos de acuerdo en algo no significa que no vaya a hacer lo que se me paga por hacer. Ya sabes que nunca ha sido así y nunca lo será. De todos modos, si no te gusta, mañana por la mañana vamos a ver a Noventa y ocho y le pedimos un cambio.
Bosch se arrepintió inmediatamente de haber hecho aquel comentario, pero no dijo nada.
Muy bien -decidió Bosch-. Tú vete a compro-i hay alguien en la casa. Yo me reuniré contigo en cuanto acabe por aquí.