Bosch dejó atrás la montaña y descendió por Barham Boulevard hasta llegar a la autopista de Hollywood. Desde allí puso rumbo al norte, atravesó el paso de Cahuenga, cogió la carretera de Ventura hacia el oeste y luego la autopista de San Diego hacia el norte. Sólo tardó veinte minutos en recorrer los dieciséis kilómetros que le si paraban de la salida de Roscoe porque, al ser domingo no había mucho tráfico. Al dejar la autopista se diría hacia el este por Langdon y, tras atravesar unas cuanta manzanas, llegó al barrio de Meadows.
Sepúlveda, como casi todas las poblaciones de los alrededores de Los Ángeles, tenía barrios buenos y barrio malos. En la calle de Meadows, Bosch no esperaba encontrar céspedes cuidados ni Volvos aparcados junto a la acera, así que su aspecto no le sorprendió. Los pisos habían dejado de ser atractivos hacía al menos diez año había barrotes en las ventanas de las plantas bajas y pintadas en las puertas de todos los garajes. El fuerte olor de la fábrica de cerveza de Roscoe lo impregnaba todo, dándole al barrio un ambiente de bodega barata.
El edificio donde se alojaba Meadows tenía forma de U y fue construido en los años cincuenta, cuando el aire todavía no olía a droga, no había delincuentes apostado en todas esquinas y la gente aún tenía esperanzas. En el patio central se hallaba una piscina que alguien había rellenado con tierra y arena, por lo que ahora el patio consistía en un parterre de césped en forma de riñón rodeado de cemento sucio. El apartamento de Meadows estaba en una esquina. Mientras Bosch subía las escaleras y caminaba por la balconada que llevaba a los apartamentos, se oía el zumbido constante de la autopista. A llegar al 7B, Bosch descubrió que la puerta estaba abierta, dejando a la vista un pequeño salón-comedor-cocina en el que Edgar estaba tomando notas.
– Menudo sitio.
– Sí -convino Bosch, mientras miraba a su alrededor-. ¿No hay nadie en casa?
– No. He hablado con la vecina de al lado y me ha dicho que no ha visto entrar a nadie desde anteayer. El tío que vivía aquí le dijo que se llamaba Fields, no Meadows. Qué ingenioso, ¿no? Según ella, vivía solo, llevaba un año en el apartamento y no era muy sociable. Eso es todo lo que sabía.
¿Le has enseñado la foto?
– Sí. Lo ha reconocido, aunque no le ha hecho mucha gracia mirar la foto de un cadáver.
Bosch salió a un pequeño pasillo que daba al baño y al dormitorio,
– ¿Has forzado la puerta? -preguntó.
– No… no estaba cerrada con llave. Llamé un par de Veces primero y estaba a punto de ir al coche para sacar la ganzúa, pero entonces pensé: «¿Por qué no pruebas abrirla?»
– Y se abrió.
– Sí.
– ¿Has podido hablar con el portero de los apartamentos?
– La portera no está. Habrá salido a comer o a pillar c aballo. Por aquí todos tienen pinta de pincharse.
Bosch volvió al salón y miró a su alrededor, aunque no había mucho que ver: contra una pared había un sofá de plástico verde y, enfrente, una butaca y un pequeño televisor sobre la alfombra. La zona «comedor» no era más que una mesa de fórmica con tres sillas dispuestas a su alrededor y una cuarta contra la pared. Bosch echó un vistazo a la mesa baja delante del sofá; sobre su superficie vieja y cubierta de quemaduras de cigarrillo estaba dispuesta una partida inacabada de solitario, un cenicero rebosante de colillas y una guía de la programación televisiva. Bosch ignoraba si Meadows fumaba, pero como no habían encontrado ningún cigarrillo en el cuerpo, tomó nota para comprobarlo.
– Alguien ha entrado en el piso, Harry -le informó Edgar-. No lo digo sólo por la puerta, sino por otras cosas. Lo han registrado todo, no demasiado mal, pero se nota. Tenían prisa. Fíjate en la cama y el vestidor y verás. Yo voy a intentar hablar con la portera.
Cuando Edgar se marchó, Bosch cruzó el salón y se dirigió al dormitorio. Por el camino notó un ligero olor a orina y al entrar en la habitación vio una cama de matrimonio sin cabezal. Había quedado una mancha grasienta en la pared, justo donde Meadows habría apoyado la cabeza al sentarse. Junto a la pared de enfrente había una vieja cómoda de seis cajones y, al lado de la cama, una mesilla barata de junco con una lámpara. No había nada más; ni siquiera un espejo.
Bosch estudió primero la cama. Estaba sin hacer, con las almohadas y las sábanas puestas en una pila. Bosch se percató de que la esquina de una de las sábanas estaba metida entre el colchón y el somier, en la parte central del lateral izquierdo. Obviamente nadie habría empezado a hacer la cama así. Bosch tiró de la esquina y la dejó colgando. Luego levantó el colchón, como si fuera a mirar debajo y, al dejarlo caer, vio que la esquina volvía a quedarse cogida entre el colchón y el somier. Edgar tenía razón.
A continuación Bosch, abrió los seis cajones de la cómoda. La ropa -calzoncillos, calcetines blancos y oscuros y unas cuantas camisetas- estaba bien doblada y parecía intacta. Sin embargo, cuando llegó al cajón inferior izquierdo, notó que se deslizaba con dificultad, que no se cerraba del todo, así que tiró de él para sacarlo de la cómoda, y luego hizo lo mismo con el resto. Una vez tuvo todos los cajones fuera, los examinó por debajo para ver si había algo enganchado, pero no encontró nada. Fue probando a meterlos en la cómoda en distinto orden, hasta que finalmente se deslizaron y cerraron perfectamente. Tras aquella operación, los cajones acabaron en una disposición diferente: la correcta. Bosch estaba convencido de que alguien los había sacado todos para registrarlos por debajo y por detrás y luego los había vuelto a colocar en el lugar equivocado.
Después, entró en el vestidor, que también estaba casi vacío. En el suelo había dos pares de zapatos, unas zapatillas negras de la marca Reebok, manchadas de arena y polvo gris, y un par de botas de trabajo recién limpiadas y engrasadas. Se fijó en que había más polvo gris en la moqueta y, al tocarlo, le pareció que se trataba de cemento. Inmediatamente sacó una bolsita de plástico y metió algunos de los gránulos dentro. Luego se guardó la bolsa y se levantó.
En el vestidor también había colgadas cinco camisas: una blanca clásica, y cuatro negras de manga larga, como la que llevaba puesta Meadows cuando lo encontraron. Junto a las camisas había unas cuantas perchas con dos pares de téjanos viejos y dos pantalones de color negro. Los bolsillos de los cuatro pares de pantalones estaban del revés. En el suelo vio una cesta de plástico con ropa sucia: otros pantalones negros, camisetas, calcetines y un par de calzoncillos.
Bosch salió del vestidor y del dormitorio y se encaminó al cuarto de baño. En el armarito de encima del lavabo encontró un tubo de pasta de dientes a medio usar, un frasco de aspirinas y una caja vacía de inyecciones de insulina. Al cerrar el botiquín, vio el cansancio en sus ojos reflejado en el espejo y se mesó el cabello.
De vuelta en el salón, Harry se sentó en el sofá frente a la partida inacabada de solitario.
– Meadows alquiló el piso el 1 de julio del año pasado -anunció Edgar al entrar-. He encontrado a la portera. Se suponía que el alquiler era mensual, pero él pagó los primeros once meses de golpe. Cuatrocientos dólares al mes; eso son casi cinco de los grandes. Ella no le pidió referencias; cogió el dinero y basta. Meadows vivía…
– ¿Por qué once meses? -interrumpió Bosch-. ¿Doce por el precio de once?
– Ya se lo he preguntado y me ha dicho que no, que fue él quien quiso pagar así porque planeaba marcharse el 1 de junio de este año, que cae… ¿cuándo?… dentro de diez días. Según ella, le contó que había venido a trabajar desde Phoenix, si no recuerda mal. Él le dijo que en ese momento era una especie de capataz en el túnel de metro que están excavando en el centro. La mujer entendió que eso era lo que duraría su trabajo, once meses, y que luego él volvería a Phoenix.
Edgar miraba su libreta para repasar su conversación con la portera.