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– Eso es todo, creo. También ha identificado a Meadows por la foto, aunque ella también lo conocía como Fields, Bill Fields. Dice que entraba y salía a horas raras, como si tuviera un turno de noche o algo así. También me ha contado que una mañana de la semana pasada vio que lo traían a casa en un todoterreno beige. No se fijó en la matrícula, pero dijo que estaba sucio, como si vinieran de trabajar.

Los dos se quedaron en silencio, pensando.

– J. Edgar, te propongo un trato -dijo Bosch finalmente.

– ¿Un. trato? ¿Cuál?

– Tú te vas a casa, a tu oficina o a donde quieras, y yo me encargo de esto. Primero me voy a buscar la grabación al centro de comunicaciones y luego vuelvo a la oficina y empiezo con el papeleo. También tengo que comprobar si Sakai ha avisado al pariente más cercano. Si no recuerdo mal, Meadows era de Luisiana. La autopsia es mañana a las ocho, o sea que ya me pasaré antes de entrar a trabajar. -Bosch hizo una pausa-. Tu parte del trato es acabar lo de la tele mañana y llevárselo al fiscal del distrito. No creo que tengas problemas.

– O sea, que tú te quedas con la parte más mierda y me dejas a mí la más fácil. El caso del travesti asesino de travestís está más claro que el agua.

– Sí, por eso te pido un favor. Cuando vengas del valle de San Fernando mañana, pásate por la Asociación de Veteranos de Sepúlveda e intenta convencerlos de que te dejen ver el expediente de Meadows. Puede que tengan algunos nombres que nos sean de ayuda. Meadows siguió tratamiento psiquiátrico en régimen externo y participó en una de esas idioteces de terapia de grupo. Quizás alguien del grupo se picaba con él y sepa algo. Es poco probable, ya lo sé, pero vale la pena intentarlo. Si te ponen pegas, me llamas y yo ya pediré una orden de registro.

– Trato hecho, pero me preocupas, Harry. Ya sé que no hace mucho que somos compañeros, y que seguramente estás deseando que te den un ascenso para poder volver a la central de Robos y Homicidios, pero no creo que valga la pena matarse por este caso. Vale, han entrado en el piso, pero eso no importa. Lo que importa es el motivo y, por lo que hemos visto, aquí no hay nada raro. En mi opinión, Meadows la palmó de una sobredosis, alguien lo llevó a la presa y luego registró su casa por si tenía droga.

– Seguramente tienes razón -comentó Bosch al cabo de unos instantes-. Pero todavía me preocupan un par de cosas. Quiero darles unas cuantas vueltas en la cabeza hasta estar seguro.

– Bueno, ya te he dicho que a mí no me importa Me has dado la parte más sencilla.

– Creo que voy a quedarme a mirar un rato más Vete tú y ya nos veremos mañana cuando vuelva de 1 autopsia.

– De acuerdo, colega. -¡Ah! Y una cosa. -¿Qué?

– Esto no tiene nada que ver con volver a la oficina central.

Bosch se quedó solo, sentado en el sofá, pensando y recorriendo la habitación con la mirada en busca de pistas. Finalmente, sus ojos volvieron a los naipes dispuestos sobre la mesa baja: la partida de solitario. Los cuatro ases habían salido, así que cogió la pila de cartas sobrantes y fue descubriéndolas de tres en tres. Por el camino le salieron el dos y el tres de picas y el dos de corazones. El jugador no había terminado la partida; le habían interrumpido. Para siempre.

Aquello animó a Bosch a seguir adelante. Primero echó un vistazo al cenicero de vidrio verde y observó que todas las colillas eran de Camel sin filtro. ¿Era ésa la marca de Meadows o la de su asesino? Mientras daba otra vuelta por la habitación, Bosch volvió a notar el olor a orina. Se dirigió de nuevo hacia el dormitorio, abrió los cajones y miró en su interior una vez más. No vio nada que le llamara la atención. Se acercó a la ventana, que daba a la parte trasera de otro edificio de pisos. En el callejón, un hombre con un carrito de supermercado lleno de latas de aluminio escarbaba con un palo en un contenedor de basura. Bosch se alejó, se sentó en la cama y apoyó la cabeza en la pared. Al no haber cabezal, la pintura blanca se había vuelto de un color gris sucio. Bosch sintió el frío del cemento en la espalda.

– Dime algo -le susurró al aire.

Todo apuntaba a que alguien había interrumpido la partida de cartas de Meadows, y a que él había muerto allí. Después, ese alguien lo había llevado a la tubería, pero ¿por qué? ¿Por qué no dejarlo allí mismo? Bosch apoyó la cabeza y miró directamente al frente. Fue entonces cuando se percató del clavo en la pared, aproximadamente a un metro de la cómoda. Lo debían de haber cubierto con pintura al pintar la pared; por eso no lo había visto antes. Bosch se levantó y fue a mirar detrás de la cómoda. En el espacio de unos cuatro dedos que la separaba de la pared, Bosch atisbo el marco de un cuadro caído. Con el hombro retiró el mueble y lo recogió. Luego dio un paso atrás y se sentó en la cama para examinarlo. El vidrio se había roto en forma de telaraña, seguramente al caerse al suelo, y las resquebrajaduras ocultaban una fotografía en blanco y negro de veinte por veinticinco. Por su aspecto, granuloso y amarillento en los bordes, parecía tener más de veinte años. Bosch sabía seguro que los tenía, porque entre dos de las grietas del vidrio distinguió su propia cara, mucho más joven, mirándole y sonriendo.

Le dio la vuelta al cuadro y desdobló cuidadosamente los pestillitos metálicos que aguantaban el cartón de detrás. Al sacar la foto, el vidrio cedió y cayó al suelo roto en mil pedazos. Bosch retiró los pies, pero no se levantó, sino que se quedó estudiando la foto. Ni delante ni detrás había nada que indicase cuándo fue tomada, pero él sabía que tuvo que ser a finales de 1969 o principios de 1970, porque algunos de los hombres que aparecían en ella habían muerto después de aquella fecha.

Había siete hombres en la imagen: todos ellos ratas de los túneles. Todos iban sin camisa, mostrando con orgullo el moreno de albañil, los tatuajes y las placas de identificación, sujetas al cuerpo para que no tintinearan mientras avanzaban bajo tierra. Bosch supuso que se encontraban en el Sector del Eco, en el distrito de Cu Chi, pero no sabía o no recordaba de qué pueblo se trataba. Los soldados estaban de pie en una trinchera, a ambos lados de la boca de un túnel no mucho más ancho que la tubería en que hallaron a Meadows. Bosch se contempló en la foto y su sonrisa le pareció la de un idiota. Ahora que sabía lo que iba a ocurrir tras ese momento, se sintió avergonzado. Meadows, en cambio, mostraba una leve sonrisa y la mirada ausente. Todos decían de él que siempre parecía estar a varios kilómetros de distancia.

Al bajar la vista al suelo cubierto de vidrio, Bosch reparó en un papelito rosa del tamaño de un cromo. Lo cogió por el borde y lo examinó detenidamente. Era el recibo de una casa de empeño del centro con el nombre del cliente, William Fields, y el del objeto empeñado: un antiguo brazalete de oro con incrustaciones de jade. El recibo llevaba fecha de hacía seis semanas e indicaba que Fields había obtenido ochocientos dólares por la pieza. Bosch lo introdujo en una bolsita para pruebas que llevaba en el bolsillo y se levantó.

El viaje de vuelta al centro le llevó casi una hora por culpa de la multitud de coches que se dirigían al estadio de los Dodgers. Bosch se entretuvo pensando en el apartamento. Alguien había entrado, pero Edgar tenía razón; había sido un trabajo hecho con prisas. Los bolsillos de los pantalones lo probaban; si hubieran registrado el lugar a conciencia, habrían colocado los cajones en el orden correcto y no se les habría pasado por alto el cuadro roto ni el recibo de la casa de empeños. ¿Por qué, pues, tanta urgencia? Bosch llegó a la conclusión de que el cadáver de Meadows estaba en el apartamento y tuvieron que deshacerse de él lo antes posible.

Bosch cogió la salida de Broadway en dirección al sur y atravesó Times Square hasta llegar a la casa de empeños, situada en el edificio Bradbury. Al ser domingo, el centro de Los Ángeles estaba muerto, por lo que Bosch no esperaba encontrar abierto el Happy Hocker; sólo quería echarle una ojeada antes de ir al centro de comunicaciones. Sin embargo, al pasar por delante de la fachada, vio a un hombre que pintaba con un aerosol negro la palabra ABIERTO en un tablón de conglomerado. Bosch se fijó en que el tablón sustituía el vidrio del escaparate y en que la acera sucia estaba cubierta de cristales rotos.