Dennis dejó atrás a un malabarista callejero y esquivó los bolos que caían para zambullirse en un callejón situado detrás de un puesto de dulces.
Oyó el sonido de las botas resonando en el puente, no demasiado lejos, detrás. Hubo gritos cuando los guardias arrollaron al infausto malabarista y sus bolos.
Dennis continuó corriendo por las serpenteantes callejas.
Los edificios de Zuslik eran altos zigurats, algunos de más de una docena de pisos. Todos seguían el mismo diseño tipo pastel de bodas. Los estrechos callejones eran tan retorcidos como la política interdepartamental del Tecnológico Sahariano.
En un callejón desierto se detuvo para calmar el dolor que sentía en el costado. Tanta carrera no era sencilla con una bolsa pesada a la espalda. Estaba a punto de continuar cuando de repente, justo delante, oyó una voz conocida maldiciendo.
—¡… quemar esta maldita ciudad hasta los cimientos! ¿Queréis decir que ninguno de vosotros ha visto a ese gremmie? ¿O a esos ladrones que se colaron en nuestra caseta mientras no estábamos mirando? ¿Nadie ha visto nada? ¡Malditos zuslikeranos! ¡Todos sois un hatajo de ladrones! ¡Es curioso cómo un azote o dos pueden despertar la memoria!
Dennis retrocedió hacia el callejón. Una cosa era segura, tendría que soltar la mochila. Encontró un rincón oscuro, desabrochó la correa y la dejó caer al suelo. Se arrodilló y sacó la bolsa de emergencia, que sujetó a su cinturón Sam Browne. Luego buscó a su alrededor un lugar donde esconder la mochila.
Había basura en el callejón, pero por desgracia no había ningún verdadero escondite.
La planta baja del edificio que tenía al lado apenas alcanzaba el metro ochenta de altura. El piso siguiente estaba retirado un metro o dos, de manera que el tejado formaba un parapeto justo encima. Dennis retrocedió y lanzó la mochila a la repisa. Luego volvió a retroceder y saltó para agarrarse.
Pasó la pierna derecha para auparse, pero justo entonces sintió que su tenaza empezaba a resbalar. Había olvidado la capa resbaladiza que cubría su mano derecha. Cayó al suelo dándose un doloroso golpetazo.
Por mucho que le hubiera gustado quedarse allí gimiendo un ratito, no tenía tiempo. Tembloroso, se levantó para intentarlo otra vez.
Entonces oyó pasos tras él.
Se volvió y vio a Gil´m y los guardias entrar en el callejón; estaban a unos diez metros de distancia, sonriendo felices y blandiendo sus armas. La hoja de la alabarda destelló amenazante.
Dennis notó que Gil´m no empleaba la mano izquierda y supuso que todavía debía tenerla cubierta del viscoso aceite. La sustancia era terrible.
Dennis abrió la solapa de su cartuchera y sacó la pistola de agujas. Apuntó al guardia.
—Muy bien —dijo—, quédate dónde estás. No quiero tener que hacerte daño, Gil´m.
El soldado siguió avanzando, sonriendo felizmente ante la idea de cortar a Dennis en dos.
Dennis frunció el ceño. Aunque nadie allí hubiera visto un arma como la pistola de agujas, su propia determinación tendría que haber hecho que el tipo se detuviese.
Tal vez Gil´m carecía de imaginación.
—Creo que no sabes a lo que te enfrentas —le dijo al guardia.
Gil´m avanzó, sujetando su arma con una mano. Dennis decidió que no tenía más remedio que continuar con su farol. Sintió una punzada de pánico cuando su pulgar engrasado se deslizó dos veces sobre el seguro. Luego éste chasqueó. Apuntó la pistola de agujas y disparó.
Hubo un tableteo, y varias cosas sucedieron a la vez.
La madera pulida del mango de la alabarda se hizo añicos cuando un rayo de agujas de metal de alta velocidad se clavó en el arma. Gil´m se hizo a un lado cuando la brillante hoja cayó. El guardia contempló aturdido el muñón cercenado de su arma.
Pero Dennis no pudo evitar que el retroceso arrancara la pistola de agujas de su mano resbaladiza. El arma rebotó en su pecho, y luego cayó al suelo ante él.
Gil´m y Dennis quedaron súbitamente en tablas, los dos desarmados. La cara del guardia era inexpresiva y el blanco de sus ojos brillaba. No se movió.
Dennis empezó a avanzar, esperando que el aturdimiento del tipo fuera suficiente para darle tiempo a recuperar su arma. La pistola de agujas había caído contra la hoja de la alabarda, a medio camino entre el gigante y él.
Dennis extendía la mano para recogerla cuando otros dos soldados con gorros altos de piel de oso aparecieron en la boca del callejón. Gritaron sorprendidos.
Dennis agarró la pistola de agujas y la alzó. Pero en ese momento crucial descubrió que no era capaz de matar. Advirtió que era un defecto de su personalidad, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.
Se volvió para echar a correr pero sólo dio una docena de pasos antes de que el mango de un cuchillo arrojado le alcanzara en la sien, derribándolo hacia las oscuras sombras.
5
—… muy bien. Tranquilo. ¡Tendrás un chichón como una bengala dentro de un día o así! ¡Vaya si brillará!
La voz procedía de algún lugar cercano. Unos dedos huesudos sujetaron su brazo cuando Dennis se levantó torpemente, la cabeza latiéndole.
—Sí, todo un brillante. ¡Practícalo bien y podrás ver con él en la oscuridad! —La voz se echó a reír ante su propia gracia.
Dennis apenas podía concentrarse en la persona. Trató de frotarse los ojos y casi se desmayó al tocar la magulladura del lado izquierdo de su cara.
Difusamente, vio a un hombre mayor que le sonreía con sólo la mitad de los dientes. Dennis casi se cayó de lado en una oleada de mareo, pero el viejo lo sostuvo.
—Te he dicho que tranquilo, ¿vale? Espera un minuto y tendrás mucho mejor aspecto. Toma, bebe esto.
Dennis sacudió la cabeza, luego tosió y se atragantó cuando su enfermero lo agarró por el pelo y le metió en la boca un líquido tibio. Sabía a rayos, pero Dennis sostuvo la burda jarra con ambas manos y bebió ansiosamente hasta tragarlo.
—Es suficiente por ahora. Quédate sentado y recupera tus sentidos. No tienes que empezar a trabajar hasta el segundo día, no si te han traído en este estado. —El hombre se colocó una basta almohada bajo la cabeza.
—Me llamo Dennis. —Su voz era un croar apenas audible—. ¿Qué sitio es éste?
—Yo soy Teth, y estás en la cárcel, atontado. ¿No reconoces una cárcel en cuanto la ves?
Dennis miró a derecha a izquierda, capaz por fin de enfocar. Su cama formaba parte de una larga hilera de jergones toscos, cubiertos por un dosel de madera. Tras él, una pared sucia y húmeda sostenía el techo. La parte delantera del cobertizo se abría a un gran patio, rodeado por una empalizada alta de madera.
A la derecha se alzaba una pared mucho más impresionante que brillaba sin fisuras al sol. Era la más baja y la más amplia de una serie de capas que formaban una docena de pisos o más. En el centro de la brillante pared había una pequeña caseta. Dos guardias aburridos controlaban desde sus bancos.
Los hombres del patio, presumiblemente prisioneros como él, realizaban tareas que Dennis no pudo determinar.
—¿De qué clase de trabajo hablas? —preguntó Dennis. Se sentía un poco mareado, no acababa de librarse de aquel extraño desapego de la realidad—. ¿Hacéis matrículas personalizadas?
No le importó cuando el anciano lo miró con cara rara.
—Nos hacen trabajar duro, pero no hacemos nada. La mayoría somos pillastres de poca monta, ladronzuelos y demás. Casi ninguno sabe hacer nada.