»Naturalmente, algunos están aquí por meterse en líos con los gremios. Otros sirvieron al viejo duque mucho antes de que el padre de Kremer se apoderara de estas tierras. Algunos de ellos tal vez sepan algo de hacer cosas, supongo…
Dennis sacudió la cabeza. Teth y él no parecían hablar en la misma longitud de onda. O tal vez no oía bien al tipo. Le dolía la cabeza, y estaba confundido.
—Cultivamos parte de nuestra comida —continuo el anciano—. Yo me encargo de los nuevos gremmies como tú. Pero principalmente practicamos para el barón. ¿Cómo si no podríamos ganarnos el sustento?
Allí estaba otra vez esa palabra… practicar. Dennis empezaba a hartarse. Lo roía algo cada vez que la oía, como si su subconsciente tratara insistentemente de decirle que había llegado a una conclusión que otra parte de sí mismo rechazaba con igual frenesí.
Con cierta dificultad, se sentó y bajó los pies del jergón.
—¡Eh! No deberías de hacer eso hasta dentro de unas cuantas horas. ¡Tiéndete!
Dennis sacudió la cabeza.
—¡No! ¡Ya estoy harto! —Se volvió hacia el anciano, que lo miró con evidente preocupación—. Se acabó ser paciente con este loco planeta vuestro, ¿me oyes? ¡Quiero saber qué está pasando ahora mismo!
—Tranquilo —empezó a decir Teth, pero soltó un chillido cuando Dennis lo agarró por la camisa y tiró de él. Sus caras quedaron a unos centímetros de distancia.
—Vayamos a lo básico —susurró Dennis entre dientes—. Esta camisa, por ejemplo. ¿De dónde la has sacado?
Teth parpadeó como si estuviera en manos de un lunático.
—Es nueva. ¡Me la dieron para que la use! ¡Llevarla es uno de mis trabajos!
Dennis agarró la camisa con más fuerza.
—¿Ésta? ¿Nueva? ¡Es poco más que un harapo! ¡Está tan mal cosida que va a caerse en pedazos!
El anciano tragó saliva y asintió.
—¿Y bien?
Dennis agarró una pieza de color que el hombre llevaba en la cintura. Le arrancó un cuadrado de tejido fino y brillante. Tenía un dibujo delicado y el tacto de la buena seda.
—¡Eh! ¡Eso es mío!
Dennis agitó la hermosa tela bajo la nariz de Teth.
—¿Te visten de harapos y lo dejan conservar algo como esto?
—¡Sí! Nos permiten conservar algunas de nuestras prendas personales, para que no se estropeen dejándolas sin trabajar. ¡Puede que sean malos, pero no tanto!
—Y este trozo no es nuevo, supongo. —El pañuelo parecía recién salido de una tienda cara.
—¡Palmi, no! —Teth parecía aturdido—. ¡Lleva cinco generaciones en mi familia! —protestó orgullosamente—. ¡Y lo hemos estado utilizando ininterrumpidamente todo el tiempo! ¡Lo miro y me sueno la nariz con él montones de veces cada día!
Era una protesta tan inusitada que la tenaza de Dennis se aflojó. Teth se deslizó hasta el suelo, sin dejar de mirarlo.
Sacudiendo la cabeza aturdido, Dennis se levantó y se acercó al exterior, parpadeando debido al brillo. Caminó inseguro entre grupos de hombres que trabajaban… todos vestidos con el traje de los prisioneros, hasta que alcanzó un punto donde la empalizada exterior entraba en contacto con la brillante muralla del castillo.
Con la mano izquierda tocó los burdos troncos de árboles rudamente cortados y encolados que formaban la empalizada. Con la mano derecha acarició la muralla del castillo, una superficie lisa y dura como el metal que brillaba transparente como una enorme piedra semipreciosa marrón claro… o como el tronco pulido de un gigantesco árbol petrificado.
Oyó a alguien acercarse por detrás. Miró y vio que era Teth, ahora acompañado por dos prisioneros, que miraban al recién llegado con curiosidad.
—¿Cuándo fue la guerra? —preguntó Dennis en voz baja, sin volverse.
Ellos se miraron mutuamente. Un hombre alto y fornido respondió.
—Uf, ¿de qué guerra hablas, grem? Hay guerras a montones continuamente. ¿La del padre del barón, cuando expulsó al duque? ¿O este problema que Kremer tiene con el rey?
Dennis se volvió y gritó.
—¡La Gran Guerra, idiotas! ¡La que destruyó a vuestros antepasados! ¡La que os hizo vivir de las sobras de vuestros ancestros… de sus carreteras autolubricantes, de sus pañuelos indestructibles!
Se llevó la mano a la cabeza dolorida cuando se sintió asaltado por una oleada de náuseas. Los otros susurraron entre sí.
Finalmente, un hombre bajo y cetrino de barba muy negra se encogió de hombros y dijo:
—No sé de qué hablas, amigo. Vivimos mejor de lo que lo hicieron nuestros antepasados. Y nuestros nietos vivirán mejor que nosotros. Eso se llama progreso. ¿No has oído hablar del progreso? ¿Vienes de un lugar donde adoran a los antepasados, o algo así de retrógrado?
Parecía verdaderamente interesado. Dennis dejó escapar un gemidito de desesperación y echó a andar, seguido por una multitud creciente.
Pasó ante los prisioneros que trabajaban en un huerto. Las ordenadas filas de verduras tenían un aspecto bastante normal. Pero las herramientas que los jardineros utilizaban eran de pedernal y ramas de árboles, como las que había visto en casa de Tomosh Sigel. Señaló los rastrillos y azadas.
—Esas herramientas son nuevas, ¿no? —le preguntó a Teth.
El viejo se encogió de hombros.
—Justo lo que pensaba! Todo lo nuevo es rudo y apenas mejor que palos y piedras, mientras que los ricos acumulan los restos mejores de la antigua sabiduría de vuestros antepasados…
—¡Qué va! —terció el hombre pequeño y cetrino—. Esas herramientas son para los ricos, gremmie.
Dennis arrancó una azada de piedra de manos de uno de los granjeros que tenía cerca y la agitó ante la nariz del tipo.
—¿Éstas? ¿Para los ricos? ¿En una sociedad obviamente jerárquica como la vuestra? Estas herramientas son bastas, rudas, ineficaces, toscas…
El granjero gordo al que le había quitado la herramienta protestó.
—¡Bueno, lo hago lo mejor que puedo! ¡Acabo de empezar con ella, por todos los diablos! ¡Mejorará! ¿Verdad, chicos? —Hizo una mueca. Los demás murmuraron su acuerdo, al parecer habían llegado a la conclusión de que Dennis era un matón de tres al cuarto.
Dennis parpadeó ante el aparente non sequitur. No había dicho nada sobre el granjero. ¿Por qué se lo tomaba como algo personal?
Buscó otro ejemplo… cualquier cosa para comunicar con aquella gente. Se volvió y divisó a un grupo de hombres al otro extremo del patio. No iban vestidos con tejidos burdos, sino que llevaban hermosos ropajes de colores brillantes y atractivos. Sus vestidos brillaban a la luz de la tarde.
Dichos hombres estaban enzarzados practicado la esgrima con palos de madera a modo de espadas. Un puñado de guardias los observaba.
Dennis no tenía ni idea de por qué aquellos aristócratas y sus guardias estaban allí, en el patio de la prisión, pero aprovechó la oportunidad.
—¡Allí! —señaló—. Esa ropa que llevan esos hombres es vieja, ¿verdad?
Aunque ahora era menos amistosa, la multitud asintió.
—¿Entonces fue hecha por vuestros antepasados?
El hombre pequeño y cetrino se encogió de hombros.
—Supongo que podríamos decir que sí. ¿Y qué? No importa quién hace algo. ¡Lo que cuenta es si lo conservas!
¿Era aquella gente ciega a la historia? ¿El holocausto que había destruido la maravillosa ciencia antigua de aquel mundo los había traumatizado tanto que se escondía de la verdad? Se encaminó decidido hacia el lugar donde los petimetres practicaban la esgrima junto a la muralla. Un aburrido guardia alzó la cabeza, perezoso, y luego continuó su siesta.