Dennis ya había perdido los nervios. Gritó a los prisioneros que le seguían.
—¿No negáis que los aristócratas se quedan con lo mejor, y casualmente con lo más viejo de todo?
—Bueno, claro…
—Y estos aristócratas sólo visten cosas viejas. ¿Cierto?
La multitud estalló en una carcajada. Incluso algunos de los que iban vestidos con ropajes brillantes detuvieron sus prácticas de esgrima y sonrieron. El viejo Teth dirigió a Dennis una sonrisa mellada.
—Ellos no son ricos, Dennis. Son pobres prisioneros como nosotros. Tienen la misma constitución que algunos de los sicarios del barón. «Si puedes vestir la ropa de un rico, vestirás la ropa de un rico, ¡lo quieras o no!»
Parecía un aforismo.
Dennis sacudió la cabeza. Su subconsciente giraba y parecía tratar de decirle algo.
—Prisioneros por tener «la misma constitución» que el barón… eso es lo que dijo la tía de Tomosh Sigel sobre el padre del chico… —alguien cercano abrió la boca pero Dennis continuó hablando solo, cada vez más y más rápido.
—Los ricos obligan a los pobres a vestir su ropa chillona, día sí, día no… pero eso no estropea el tejido. En cambio…
Alguien cercano hablaba con urgencia, pero la mente de Dennis estaba completamente llena. Deambuló sin rumbo, sin prestar atención a donde iba. Los prisioneros le dejaron paso, como hacen los hombres con los santos o los locos.
—No —murmuró—, la ropa no se gasta… porque los ricos hacen que alguien con su misma constitución la lleve todo el tiempo, ¡para mantenerla en…!
—Disculpe, señor. ¿Mencionó usted el nombre de…?
—¡Para mantenerla en práctica! —A Dennis le dolía la cabeza—. ¡Práctica! —repitió, y se apretó la cabeza con las manos por la locura que le hacía sentir el mundo.
—¿Mencionó usted el nombre de Tomosh Sigel?
Dennis alzó la cabeza y vio a un hombre alto y de anchos hombros, vestido con los ropajes de un magnate fabulosamente rico… aunque ahora sabía que se trataba de un prisionero igual que él. Algo en el rostro del hombre le resultaba familiar. Pero la mente de Dennis estaba demasiado embotada para dedicarle más que un instante de reflexión.
—¡Bernald Brady! —gritó, y dio una palmada—. ¡Dijo que aquí había una sutil diferencia en las leyes físicas! Algo sobre que los robots parecían hacerse más eficientes…
Dennis se palpó la chaqueta y los pantalones. Notó objetos abultados. Los guardias le habían quitado el cinturón y la bolsa pero habían dejado en paz el contenido de sus bolsillos.
—Por supuesto. Ni siquiera los advirtieron —susurró, medio frenético—. ¡Nunca habían visto bolsillos con cremallera! ¡Y estas cremalleras han tenido práctica volviéndose mejores y mejores desde que llegué aquí!
La multitud guardó silencio cuando abrió un bolsillo y sacó su diario. Dennis pasó las páginas.
—Día Uno —leyó en voz alta—. Equipo terrible. El más barato posible. Juro que me desquitaré de ese hijo de perra de Brady algún día… —Alzó la cabeza, sonriendo torvamente—. Y lo haré, desde luego.
—Señor —insistió el hombre alto—, mencionó usted el nombre de…
Dennis continuó, arrancando las páginas.
—Día Diez… El equipo es mucho mejor de lo que pensaba… supongo que debí confundirme al principio…
¡Pero no se había confundido! ¡El material simplemente había mejorado!
Dennis cerró de golpe el diario y alzó la mirada. Por primera vez desde que llegara a aquel mundo, vió.
Vió una torre que se había convertido, después de muchas generaciones, en un gran castillo… ¡porque había sido practicada durante mucho tiempo!
Vio herramientas de jardinería que mejorarían día a día con el uso, hasta que fueran las maravillas que había visto en el porche de la casa de Tomosh Sigel.
Se volvió y miró a los hombres que lo rodeaban. Y vió…
—¡Cavernícolas! —gimió—. ¡No encontraré científicos ni constructores de máquinas aquí, porque no hay ninguno! No tenéis tecnología en absoluto, ¿verdad? —acusó a un prisionero.
El hombre retrocedió, obviamente sin tener ni idea de a qué se refería Dennis.
Se dio la vuelta y señaló a otro.
—¡Tú! ¡Ni siquiera sabes lo que es una rueda! ¡Niégalo!
Los prisioneros se quedaron mirándolo.
Dennis se tambaleó. Su conciencia osciló como una vela que se apaga.
—Tendría… tendría que haberme quedado en la compuerta y construido mi maldito zievatrón… El cerduende y el robot habrían sido de más ayuda que un puñado de salvajes que probablemente me comerán para la cena… y practicarán con mis huesos para hacer cucharas y tenedores… mis omóplatos serán una buena vajilla.
Las piernas le cedieron y cayó de rodillas, luego quedó tendido de bruces en la arena.
—Es culpa mía —dijo alguien por encima de él—. No tendría que haber dejado que se levantara con un chichón así en la cabeza.
Dennis sintió que unos fuertes brazos lo agarraban por las piernas y los hombros. El mundo se tambaleaba a su alrededor. Cavernícolas. Probablemente iban a meterlo en un jergón para que pudiera practicarlo en una cama de plumas sólo permaneciendo tumbado en él.
Dennis se rió, mareado.
—Ah, Den, sé justo… son un poco mejor que cavernícolas. Después de todo, han aprendido que la práctica conduce a la perfección…
Entonces perdió el conocimiento.
6
Era un programa de debate nocturno en trivi. Los invitados eran cuatro filósofos eminentes.
Desmond Morris, Edwin Hubble, William Gibbs y Seamus Murphy acababan de ser entrevistados. Después de la pausa comercial, el presentador del programa se volvió hacia las holocámaras, sonriendo diabólicamente.
—Bien, señoras y señores, hemos oído a estos cuatro caballeros hablar largo y tendido sobre sus famosas Leyes de la Termodinámica. Tal vez sea buen momento para recibir información opuesta. Es por tanto un gran placer presentarles a nuestro invitado misterioso de esta noche. ¡Por favor, den la bienvenida al señor Pers Peter Mobile!
Los cuatro filósofos se levantaron como un solo hombre, protestando.
—¿Ese charlatán?
—¡Falsario!
—¡No compartiré el estudio con un timador!
Pero mientras protestaban, la orquesta arrancó con una animosa a irreverente tonada. Mientras la fanfarria aumentaba, un chimpancé salió a escena sonriendo, enseñando sus dientes torcidos a inclinándose ante los aplausos del público.
Llevaba en la cabeza una gorrita con una hélice de juguete.
El chimpancé cogió un micrófono lanzado desde los laterales. Danzó al ritmo de la música, haciendo girar la hélice de juguete con un dedo. Luego, con voz rasposa pero extrañamente autoritaria, empezó a cantar.
La música era pegadiza. Pers Peter Mobile sonrió y cantó un par de estrofas.