El chimpancé desafinaba, pero no dejaba de hacer girar la pequeña hélice. El borrón en lo alto de su cabeza se volvió hipnótico, como las aguas de un tejido de muaré.
La música aumentó de volumen, acompañada por el gemir de la hélice. El mono bailarín volvió al estribillo.
El borrón en lo alto de su cabeza ya no necesitaba un dedo para seguir funcionando. De hecho, ya no era una hélice de juguete.
La gorrita se había convertido en un casco espacial y las aspas al girar lo alzaban en el aire, para gran desazón de los otros invitados.
La cámara enfocó la cara del chimpancé. Dos filas de dientes grandes y amarillos sonrieron al público. La música rugió en un crescendo.
El chimpancé revoloteó por el estudio, su gorrita convertida ahora en un traje volador completo. Revoloteó sobre los furiosos filósofos, haciendo que éstos se escondieran tras los asientos. Luego dio un brusco giro y se dirigió a la cámara, riendo, aullando, chillando de risa.
—¡Ah! —Dennis agitó las manos y se agarró al borde del jergón. Se quedó mirando la oscuridad largo rato, respirando con dificultad. Finalmente, se desplomó de nuevo en la cama con un suspiro.
Así que no había ningún mágico chimpancé negentrópico después de todo. Pero la primera parte del sueño era real. Estaba encarcelado en un mundo extraño. Un puñado de cavernícolas que no tenían la menor idea de que lo eran lo habían hecho prisionero. Estaba al menos a setenta kilómetros del zievatrón destrozado, en un mundo donde las leyes físicas más básicas en cuya creencia había sido educado estaban extrañamente retorcidas.
Era de noche. Los ronquidos resonaban en el cobertizo de los prisioneros. Dennis permaneció inmóvil en la oscuridad hasta que notó que había alguien sentado en el jergón de al lado, observándolo. Volvió la cabeza y vio la silueta de un hombre grande y musculoso de cabello rizado y oscuro.
—Ha tenido un mal sueño —dijo el prisionero suavemente.
—Estaba delirando —corrigió Dennis. Forzó la vista—. Me resulta usted familiar. ¿Era uno de los hombres a quienes grité? ¿Uno de los … practicadores de ropa?
El hombre alto asintió.
—Sí. Me llamo Stivyung Sigel. Le oí decir que había conocido a mi hijo.
Dennis asintió.
—Tomosh. Un chico muy bueno. Debe estar usted orgulloso.
Sigel ayudó a Dennis a sentarse.
—¿Se encuentra bien Tomosh? —preguntó. Su voz era ansiosa.
—No tiene que preocuparse. Estaba perfectamente la última vez que lo vi.
Sigel inclinó la cabeza, agradecido.
—¿Vio a mi esposa, Surah?
Dennis frunció el ceño. Le resultaba difícil recordar lo que le habían dicho. Todo parecía muy lejano en el tiempo, y lo habían mencionado sólo de pasada. No quería inquietar a Sigel.
Por otro lado, el hombre merecía que le dijera lo que sabía.
—Umm, Tomosh se aloja con su tía Biss. Ella me dijo que su esposa había ido a pedir ayuda… ¿a alguien o algo llamado Latoof? ¿Likoff?
La cara del otro hombre palideció.
—¡Los L´Toff! —susurró—. No tendría que haber hecho eso. ¡La selva es peligrosa, y la situación no es tan desesperada!
Sigel se levantó y empezó a caminar a los pies de la cama de Dennis.
—Tengo que salir de aquí. ¡Tengo que hacerlo!
Dennis ya había empezado a pensar en lo mismo. Ahora que sabía que no había científicos nativos para ayudarle, tenía que volver al zievatrón para intentar montar un mecanismo de regreso por sus propios medios, con o sin piezas de repuesto. De lo contrario, nunca saldría de aquel mundo loco.
Quizá pudiera usar en su provecho el Efecto Práctica, aunque sospechaba que funcionaría de forma muy distinta con un instrumento sofisticado que con un hacha o un trineo. La idea en sí era demasiado nueva y desconcertante para el científico que había en él.
Lo único que sabía realmente era que empezaba a anhelar su hogar. Y le debía a Bernald Brady un puñetazo en la nariz.
Cuando trató de levantarse, Sigel corrió a su lado y le ayudó. Se acercaron a una de las columnas; Dennis se apoyó y contempló la pared de la empalizada. Dos pequeñas lunas brillantes iluminaban el terreno.
—Creo que podría ayudarte a salir de aquí, Stivyung —1e dijo al granjero en voz baja.
Sigel se lo quedó mirando.
—Uno de los guardias sostiene que eres un brujo. Tus acciones anteriores nos hicieron pensar que podría ser cierto. ¿De verdad que puedes preparar una huída de este sitio?
Dennis sonrió. Hasta el momento, éste era el resultado del marcador: Tatir muchos, Dennis Nuel cero. Ahora era su turno. Se preguntó qué no podría conseguir del Efecto Práctica un doctor en física, cuando aquella gente ni siquiera había oído hablar de la rueda.
—Estará chupado, Stivyung.
El granjero pareció confundido por la expresión, pero sonrió esperanzado.
Dennis captó un leve movimiento. Se volvió a su derecha y contempló el castillo escalonado, sus murallas brillando a la luz de las lunas.
Tres pisos más arriba, tras un parapeto con barrotes, había una figura esbelta y solitaria. La brisa agitaba un vestido diáfano y una cascada de largo cabello rubio.
Estaba demasiado lejos para poder verla claramente de noche, pero Dennis quedó asombrado por la belleza de la joven. También tuvo la seguridad de que la había visto antes, de algún modo.
En ese instante ella pareció mirar hacia ellos. Permaneció así, con el rostro en las sombras, quizá viendo cómo la observaban, durante un buen rato.
—La princesa Linnora —la identificó Sigel—. Es tan prisionera como nosotros. De hecho, es el motivo por el que estoy aquí. El barón quería impresionarla con sus propiedades. Yo ayudo a practicar sus pertenencias a la perfección. —Sigel parecía amargado.
—¿Es tan hermosa de día como de noche? —Dennis no podía apartar la mirada.
Sigel se encogió de hombros.
—Es bonita, supongo. Pero no comprendo en qué piensa el barón. Es hija de los L´Toff. Los conozco mejor que la mayoría, a incluso a mí me resulta difícil imaginar a uno de ellos casándose con un ser humano normal.
V
LAZO DENTAL