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Dennis decidió que era hora de apresurar un poco las cosas.

Hizo un gesto al ladrón Mishwa Qan. El prisionero era un gigante; aún más grande que Gil´m, el guardia. Mishwa sonrió y se puso rápidamente en pie. A la llamada de Dennis se agazapó en la base de la muralla, apoyó la espalda contra el tronco, y empujó. Las ligaduras gimieron levemente.

Sigel siguió trabajando sin pausa, sin pedir ayuda. La sierra había descendido ya casi hasta la altura del hombre, pero su ritmo empezaba a menguar. La empalizada tenía más práctica a ese nivel y era más dura.

Mishwa gruñó y volvió a empujar. El tronco se quejó suavemente, luego se inclinó hacia fuera un poco, ayudado por su propio peso.

Dennis pidió a Gath que ayudara a Mishwa. Pronto los dos estuvieron resoplando mientras el tronco volvía a gemir.

Una figura oscura, un poco más grande que un sapo gigante, se inclinó sobre la creciente abertura y contempló la brillante cremallera-sierra mientras cortaba. El nimbo del «trance felthesh» de Sigel pareció cubrirla, envolviendo tanto la criatura como la sierra en un suave resplandor.

Unos ojos verdes brillaron en la oscuridad. Unos dientecitos afilados destellaron en gesto de diversión.

Dennis sacudió la cabeza.

—Duen, maldito mirón. ¡Ahora se te ocurre aparecer! ¿Cuándo servirás para algo, eh?

Se dio la vuelta y se unió a los otros, empujando el enorme tronco. Cada vez que oscilaba, hacía un ruido que Dennis imaginaba podía oírse al otro lado del valle.

Arth llegó corriendo desde su puesto de vigilancia.

—Creo que han oído algo —susurró el ladrón—. ¿No deberíamos parar un momento?

Dennis miró el tronco. Las estrellas brillaban a través de la abertura. En el rostro de Stivyung Sigel había una fiera expresión luminosa que hizo que Dennis sintiera un escalofrío. Los brazos del granjero eran un destello y la sierra desprendía un suave zumbido casi continuo.

Dennis no se atrevió a perturbar a Sigel. Sacudió la cabeza.

—No podemos. ¡Es todo o nada! ¡Si vienen los guardias tendrás que distraerlos!

Arth asintió brevemente y se marchó.

Entre empujones, Dennis miró la fina sonrisa que indicaba que el cerduende seguía allí, observando su pugna. Disfruta, le deseó a la criatura, y empujó de nuevo.

El tronco gruñó, esta vez realmente fuerte. Hubo un alarido tras ellos en el complejo, una conmoción de sombras en los barracones. Siguieron más gritos y alaridos procedentes casi de todas partes.

—¡Con fuerza! —urgió. Todos sabían que les quedaba poco tiempo.

Mishwa Qan gritó y se abalanzó contra la barrera que se alzaba entre él y la libertad. Gath y Dennis fueron apartados a un lado.

Unas llamas aletearon en los barracones. La distracción de Arth había empezado. Unas sombras se movieron delante del fuego. Las porras se alzaron bien alto mientras los guardias y los prisioneros luchaban. Arriba, en el castillo, empezó a sonar un gong de alarma. Los ladrones, Arth y Perth, salieron súbitamente de las sombras. El hombre más pequeño jadeaba.

—Nos he conseguido unos doscientos latidos de ventaja, Denniz. No más.

El tronco volvió a gemir, como un animal moribundo, mientras se inclinaba otros diez grados.

—Resta con eso cien latidos —dijo Arth secamente.

Sigel redobló sus esfuerzos y la sierra cantó una tonada aún más aguda. El hombre parecía envuelto en turbulencia, y copos de luz caían del cable de seda dental.

Mishwa Qan retrocedió unos seis metros, arañó el suelo con los pies y soltó un fiero grito mientras cargaba contra el tronco iluminado. Éste se desplomó con un crujido, y de repente tuvieron una abertura ante ellos. El sonido se propagó a través de la noche. No había confusión posible en la reacción de los guardias. Dejaron el incendio y el tumulto y se gritaron mutuamente, señalando a Dennis y sus camaradas.

Sigel contempló agotado su tarea, con las manos colgando fláccidas a sus costados. El hombre parecía exhausto, pero sus ojos estaban encendidos.

Tres guardias salieron de la fluctuante luz de los cobertizos, con las porras en alto. De repente una sombra en el suelo se alzó ligeramente, lo suficiente para hacer resbalar a uno de ellos. Arth agarró el pie izquierdo de otro guardia, que también cayó de bruces.

El tercero llegó hasta Dennis, entonando un feroz alarido de batalla.

—Oh, al diablo —suspiró Dennis. Detuvo el brazo alzado y golpeó al guardia en la nariz. El soldado cayó de espaldas, sin aliento.

Acudieron más guardias. Dennis sintió una brisa a su lado cuando Arth pasó corriendo.

—¡Vámonos! —le gritó Dennis a Sigel, y empujó al granjero hacia el estrecho portal que conducía a la libertad.

Una lanza chocó en la muralla, cerca de ellos. Stivyung reaccionó, luego sonrió a Dennis y asintió. Juntos, atravesaron la abertura y salieron a la noche.

Mientras escapaban, Dennis vio algo que brillaba, como un collar de diamantes a la luz de las estrellas, medio asomando bajo el tronco caído.

Pero no se detuvieron, y pronto Sigel y él estuvieron corriendo por las callejas de Zuslik, con sus perseguidores detrás.

VI

BALLON D'ESSAI

1

Las señales hechas con linternas destellaban desde el castillo hasta todas las puertas. Los destacamentos de guardia se doblaron, y todas las personas que intentaban dejar la ciudad fueron registradas a conciencia. En el cielo, los miembros de la patrulla aérea del señor escrutaron la zona hasta la llegada de la oscuridad, momento en que tuvieron que aterrizar.

—El barón nunca formó un alboroto como éste cuando se le escapó alguien. No es que se lo tomara a bien, ¿pero por qué la gran caza del hombre esta vez?

El ladrón tuerto, Perth, se asomó a una ventana del primer piso de una de las nuevas construcciones (y por tanto más débiles) de Zuslik. Le preocupaban las luces destellantes y el paso de las tropas de norteños con sus altos cascos de piel de oso.

Arth, el pequeño cabecilla de los bandidos, indicó a su socio que se apartara de la ventana.

—Nunca nos encontrarán aquí. ¿Desde cuándo han detectado los norteños de Kremer uno solo de nuestros escondites? Cierra los postigos y siéntate, Perth.

Perth obedeció, pero dirigió una mirada de reojo a los otros fugitivos, que charlaban en torno a una mesa cerca de la cocina mientras la esposa de Arth preparaba la cena.

—Tú y yo sabemos a quién buscan —le dijo a Arth—. Al barón no le gusta perder a uno de sus mejores practicadores. Y aún peor no le gusta perder a un mago.

Arth no pudo más que estar de acuerdo.

—Apuesto a que el barón Kremer lamenta haber dejado a Denniz en la cárcel tanto tiempo. Probablemente pensó que tenía todo el tiempo del mundo para torturarlo.

Arth acarició los mullidos brazos de su sillón reclinable. Una vez al día, uno de los miembros libres de su banda se había sentado en él para mantener su práctica. Arth estaba satisfecho porque eso demostraba que creían que escaparía tarde o temprano.

—De todas formas —le dijo a Perth—, les debemos nuestra libertad a esos tres, así que no les echemos la culpa de la ira del barón.

Perth asintió, pero distaba mucho de estar contento. Mishwa Qan y la mayoría de los otros ladrones estaban fuera, buscando en la ciudad los artículos que Dennis Nuel había pedido. A Perth no le gustaba que un forastero diera órdenes a los ladrones de Zuslik… fuera mago o no.

Gath miraba de los dibujos de Dennis al terrestre. El muchacho apenas podía contener la excitación.

—¿Así que la bolsa no tendrá ninguna esencia de vuelo hasta que se meta dentro aire caliente? ¿Volará de verdad entonces? ¿Como un pájaro, o una cometa, o uno de los dragones de las leyendas?