—Sacerdotes de Mlikkin —le aclaró Arth—. Asesinos sangrientos. Atraen a los ciudadanos más indeseables de Zuslik con sus costumbres asesinas. —Escupió.
Dennis se obligó a mirar, aunque se le revolvía el estómago ante la sangrienta visión. Por lo que había podido saber durante las últimas semanas, los sacerdotes estaban enzarzados en una campaña para acostumbrar a la gente de la ciudad a la idea de la muerte y la guerra.
Naturalmente, cuando la procesión se detuvo ante una plataforma emplazada en un extremo de la plaza, el sacerdote principal alzó la espada (un claro producto de generaciones de práctica diaria a cargo de los acólitos de Mlikkin) y soltó una arenga a la multitud que se había congregado. Dennis no pudo entender gran cosa, pero el tipo no tenía en gran estima a la «escoria del este». Cuando empezó a hablar mal del rey Hymiel, algunos parroquianos se miraron nerviosamente unos a otros, pero nadie alzó la voz para manifestar su desacuerdo.
Sin embargo, varios zuslikeranos, con el ceño fruncido en gesto de disgusto, se marcharon rápidamente, dejando la plaza para los creyentes.
Con una excepción. Dennis advirtió a una anciana arrodillada en un extremo lejano de la plaza, ante un nicho donde había una estatua polvorienta. Con sus manos ajadas por la edad, despejó las capas de suciedad y puso flores nuevas en el pedestal retorcido y helicoidal.
Algo en la forma del altar hizo que a Dennis se le pusieran los pelos de punta. Avanzó hacia allí, con Arth siguiéndole nervioso y quejándose de que aquél no era un lugar seguro para ninguno de los dos.
—¿Qué es eso? —le preguntó Dennis a su compañero, señalando el altar.
—Es un lugar de la Antigua Fe. Algunos dicen que estaba aquí incluso antes de que Zuslik fuera fundada. Las iglesias trataron de derribarlo, pero ha sido practicado durante tanto tiempo que es imposible arañarlo siquiera. Así que le echan basura encima y hacen que grupos de matones espanten a la gente que intenta rezar aqui.
No era extraño que la anciana mirara a su alrededor nerviosamente mientras seguía con sus devociones.
—¿Pero por qué se molestan…?
Dennis se detuvo, todavía a veinte metros de distancia. Reconoció la figura que ocupaba el pedestal. Era un dragón. Había visto uno igual en la empuñadura del cuchillo nativo que había encontrado junto al zievatrón.
En la boca sonriente del dragón había una figura malévola y demoníaca: un «blecker», según Arth. Aunque cubierto de suciedad y pintadas, el dragón le hacía un guiño al transeúnte. Su ojo abierto brillaba como una joya.
Pero era el pedestal que sostenía a la bestia mítica lo que había llamado la atención de Dennis. La columna acanalada era una delicada hélice doble, sostenida por raíles delicadamente entrelazados, como los peldaños de una escala retorcida.
¡Era una cadena de ADN, o Dennis era primo hermano del cerduende!
Dennis sintió nuevamente la nerviosa sensación de irrealidad que le había asaltado desde su llegada a aquel mundo. Se acercó lentamente al altar, preguntándose cómo podía haber aprendido esa gente sobre genes sin disponer de las herramientas o las disciplinas mentales necesarias.
—¡Chitón! —Arth le dio un codazo—. ¡Soldados!
Señaló la calle principal, por donde un pelotón avanzaba en dirección a ellos.
Dennis miró anhelante la estatua, pero asintió y siguió rápidamente a Arth hacia un callejón. Vieron desde las sombras cómo pasaba una patrulla. El pelotón marchaba orgullosamente, sus «thenners» en alto. El gigantesco sargento, Gil´m, caminaba junto a ellos, insultando a los civiles que no se apartaban rápidamente del camino.
Por la forma en que los ciudadanos se disgregaban, Dennis supuso que los montañeses de Kremer seguían sin considerarse zuslikeranos, a pesar de que la ciudad era la capital del barón desde hacía una generación.
Cuando Dennis volvió a mirar el pequeño nicho-altar, la anciana se había marchado, sin duda a toda velocidad. También había desaparecido su mejor oportunidad de aprender más sobre la Antigua Fe.
La patrulla de soldados precedía a casi una docena de jóvenes civiles, cabizbajos y atados unos a otros por las muñecas.
—¡Leva forzosa! —susurró Arth roncamente—. Kremer está reclutando la milicia. ¡La guerra no puede estar muy lejos!
Eso recordó a Dennis que seguía siendo un hombre perseguido. Alzó la cabeza y vio, en el cielo, unas alas negras planeando en una corriente de aire. Un par de pequeñas figuras humanas se sentaban en un ligero armazón de caña bajo el planeador, mirando perezosamente hacia una terma situada al sur de la ciudad. La parte inferior del aparato estaba pintada para que sus alas parecieran correosas y aprovechar así la tradicional superstición referente a los dragones que aparecía en la mayoría de los cuentos de hadas coylianos.
Por fortuna, aquella gente nunca había inventado el telescopio. No era probable que esos vigías los detectaran en las atestadas calles de Zuslik. Arth y él sólo tenían que preocuparse por las patrullas de a pie.
No obstante, cuando hicieran su intento con el globo, sería muy diferente. Aquellos planeadores podrían representar un problema.
Parecía aconsejable ser discretos. Dejó que Arth lo sacara de la plaza, pero decidió regresar más tarde para estudiar la estatua con más detalle.
El Salón del Gremio de Creadores de Sillas estaba repleto de niños.
Era el gremio más pobre de las castas de creadores. A diferencia del de los picapedreros, el de los constructores de puertas y bisagras, y el de los papeleros, no tenía ningún secreto que proteger. Cualquier podía hacer un «comenzador» de silla o de mesa con palos y cuerdas. Sólo la ley mantenía el monopolio del gremio.
Los jóvenes corrían por todo el lugar. El suelo estaba cubierto de restos de cuerdas y corteza. Arth explicó que gremios abiertos como los de los creadores de sillas contrataban principalmente a niños y gente mayor, no adecuados para el gran volumen de práctica que tenía lugar en salones como el de Fixxel.
Bajo la supervisión de unos cuantos maestros, los niños y niñas unían comenzadores de muebles para las casas de los necesitados. Después de utilizar durante aproximadamente un año esas mesas y sillas, los pobres venderían los modelos practicados a gente algo mejor situada y comprarían otro conjunto de rudos comenzadores con parte de los beneficios. Los muebles ascenderían lentamente en la escala socioeconómica a medida que se fueran haciendo más viejos y mejores… ascenso social para las cosas, no para la gente.
Un sacerdote vestido de rojo se movía entre los niños, acompañado por dos maestros silleros, bendiciendo los comenzadores terminados. Dennis no pudo determinar a qué deidad representaba el hábito rojo, pero el color estuvo a punto de recordarle algo.
—Otra patrulla, Denniz. —Arth señaló un pelotón de guardias que pasaba una calle más adelante—. Tal vez sea mejor que volvamos.
Dennis asintió, reluctante.
—Muy bien —le dijo a Arth—, vamos.
Todavía faltaba al menos una semana para el intento de huida, y habría otras oportunidades para explorar la ciudad.
Atravesaron un callejón lateral y salieron a la avenida de los Pasteles. Arth compró dulces, y Dennis trató de encontrar el sentido del caótico pero aparentemente eficiente sistema de tráfico deslizante mientras caminaban.
Con todo, no podía librarse de la imagen del sacerdote de rojo. De algún modo, eso le hacía sentirse al mismo tiempo furioso y frustrado.
Arth agarró a Dennis por el brazo cuando se acercaban al barrio del pequeño ladrón. Contempló la calle arriba y abajo, receloso.