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Todo lo que tenían que hacer era introducir unas cuantas gotas de brandy para que salieran por el otro extremo del condensador. Un poco de producto final era todo lo que necesitaban para que fuera útil y, por tanto, practicable.

Arth silbaba al trabajar. Parecía haber perdonado a Dennis desde que le habían sacado del calabozo y le habían asignado el puesto de «ayudante de mago». Ahora, vestido con cómoda ropa de trabajo vieja y bien alimentado, el pequeño ladrón estaba entusiasmado con aquella tarea de creación que no se parecía a nada de lo que había hecho antes.

—¿crees que Kremer quedará satisfecho con esta destilería, Denniz?

Dennis se encogió de hombros.

—Dentro de un par de días deberíamos estar produciendo un caldo que hará que al barón se le caigan sus cómodas calzas de doscientos años. Debería bastar para hacerlo feliz.

—Bueno, sigo odiándolo a muerte, pero admito que paga bien. —Arth agitó una bolsita de cuero llena hasta su cuarta parte de tiras de precioso cobre.

Arth parecía satisfecho por ahora, pero Dennis tenía sus dudas. Hacer una destiladora para Kremer era sólo el primer paso.

Estaba seguro de que el señor de la guerra querría más cosas de su nuevo mago. Pronto perdería el interés por las promesas de nuevas comodidades y lujos y empezaría a pedir armas para su inminente campaña contra los L´Toff y el rey.

Dennis y Arth llevaban casi una semana con aquella tarea. Allí, pocos pasaban más de un día creando nada. Kremer empezaba a mostrar ya signos de impaciencia.

¿Qué haría cuando la destilería estuviera funcionando? ¿Enseñar al barón a forjar hierro? ¿Enseñar a sus artesanos el principio de la rueda? Dennis esperaba conservar una o dos de esas «esencias» en reserva, por si Kremer decidía faltar a su promesa. El señor de la guerra había jurado cubrir a Dennis de riquezas y proporcionarle todos los recursos que necesitara para reparar su «casita de metal» y volver a casa. Pero podía cambiar de opinión.

Dennis seguía sintiéndose ambiguo. Sin duda, Kremer era un frío hijo de perra. Pero era competente y no particularmente venal. Por sus lecturas de historia terrestre, Dennis sabía que muchos personajes considerados legendarios no eran precisamente personas agradables en la vida real. Aunque estaba claro que Kremer era un tirano, Dennis se preguntaba si era tan terrible comparado con los fundadores de otras dinastías.

Tal vez lo mejor sería convertirse en el Merlín de aquel tipo. Probablemente, Dennis podría hacer que las victorias de Kremer fueran abrumadoras, y por tanto relativamente incruentas, y al hacerlo así convertirse en un poder a su lado.

Ciertamente, eso le daría más libertad, tal vez incluso la suficiente para reparar el zievatrón y regresar a casa.

Parecía el plan adecuado.

Entonces, por qué sabía tan amargo?

Se le ocurría al menos una persona que no estaría de acuerdo con su decisión. Las pocas veces que había visto a la princesa Linnora desde el banquete estuvieron separados por al menos dos parapetos, ella escoltada por sus guardias y él por los suyos. Linnora le saludó fríamente con un movimiento de cabeza y se marchó con un remolino de faldas mientras él sonreía y trataba de mirarla a los ojos.

Dennis comprendía ahora cómo la lógica de Hoss´k en el banquete podía resultar convincente para alguien educado en aquel mundo. El malentendido le irritaba por lo injusto que era.

Pero no había nada que pudiera hacer. Kremer permitía que Dennis la viera de lejos, pero no que hablara con ella. Y él no podía insultar al barón en su presencia (estropeando todos sus planes) sólo por recuperar el favor de ella, ¿no? Eso sería un error.

Era un fastidio.

Arth y él construyeron su destilería en un patio amplio no lejos del de la cárcel de la que habían escapado sólo unas semanas antes. Excepto su pequeña parcela, todo el patio consistía en terrenos para la instrucción de las tropas del barón. Cerca de la pared exterior de troncos afilados, los sargentos dirigían a la milicia de la ciudad y las aldeas cercanas, practicando tanto las ajadas armas como sus igualmente escuálidos guerreros.

Más cerca del castillo, soldados regulares con vistosos uniformes usaban sus hachas de batalla y albardas para cortar trozos de carne que colgaban de altas picas. Las hojas resplandecientes cortaban carne y hueso por igual. Las tajadas se recogían en tinas que los pinches llevaban a las cocinas de palacio.

Incluso la pareja de guardias asignada a la vigilancia de Dennis y Arth tenía trabajo: los hombres se turnaban golpeándose levemente el uno al otro con espadas sin filo, para mejorar sus armaduras.

En el cielo, la patrulla aérea del barón realizaba sus maniobras. Dennis veía las cometas zambullirse y remontar vuelo unas alrededor de otras, tan gráciles como los más livianos planeadores de la Tierra. Permanecían en el aire durante horas seguidas gracias a las corrientes térmicas próximas al castillo. Practicaban lanzando en pleno vuelo pequeños dardos letales a unos blancos situados en el suelo.

Nadie más en Coylia tenía algo parecido a esos planeadores. Se decía que la innovación se produjo el día en que la cometa de observación que e1 propio barón pilotaba se soltó a resultas de un intento de asesinato. Practicada a la perfección como cometa, roto el cabo de contacto, la máquina aérea cayó dando vueltas.

Pero en vez de precipitarse a la muerte, Kremer se salvó gracias a una potente corriente de aire invernal. Haciendo gala de una imaginación poco habitual, el barón reconoció casi al instante que había algo nuevo en todo aquello. Se concentró desesperadamente en practicar el planeador sin cabo, en vez de resignarse a una muerte segura, y sucedió lo sorprendente. Para asombro de todos los que observaban, él y la cometa resplandecieron unos instantes en el chispeante nimbo de un trance felthesh. ¡E1 aparato se transformó ante los ojos de todos en algo que volaba!

Kremer acabó rompiéndose sólo una pierna, y había descubierto un nuevo principio.

Diecisiete «voluntarios» muertos y lisiados más tarde, tenía su cuerpo de planeadores de uno, dos a incluso cuatro hombres. Mejoraban día a día. Y aunque Kremer nunca pudo volver a producir otro felthesh, su reputación se extendió por toda Coylia.

Dennis observaba pensativo los planeadores. El cobertizo que hacía las veces de hangar estaba protegido, y también la torre de lanzamiento. Pero la mayor protección era el hecho de que el castillo Zuslik contenía la única dotación de pilotos entrenados del planeta. Aunque algún otro señor consiguiera robar un planeador, no podría practicarlo a tiempo de impedir que se deteriorara hasta volver a ser un montón de palos, cuerdas y pieles.

Pero sin que lo supiera el barón Kremer, había un piloto potencial más en Tatir.

No. Dennis sacudió la cabeza. Has elegido un plan. Cíñete a él.

Arth se acercó, sosteniendo una pieza del condensador.

—Dime, Denniz, ¿dónde encaja esta cosa que llamaste… aparato? ¿Va dentro de la retuerta? ¿O del engudo? —Arth pronunciaba cada nombre tal como lo había memorizado.

Dennis regresó a la tarea de engendrar una revolución industrial.

5

—Amo, debes vestirte ya para la fiesta.

Dennis alzó la cabeza de un puñado de notas cubiertas con las arcanas anotaciones de la matemática de las anomalías.

—Oh. ¿Ya es la hora, Dvarah?

La criada sonrió y señaló la vieja cama adosada a la pared. Dennis vio que había colocado encima un traje de etiqueta con las mangas de fantasía y gola ancha.

La muchacha hizo una reverencia.

—Sí, mi señor. Y esta noche vestirás de modo que convenga a tu estado. Esos ropajes tienen más de doscientos años. Y el practicador que encontramos para ti los ha llevado ininterrumpidamente durante más de una semana. Acaban de lavarlos y están preparados para ti.