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Dennis descubrió que sus pensamientos se perdían varios parapetos más arriba. Ahora que había decidido tratar de escapar pronto, tendría que decidir cuáles eran sus sentimientos hacia la princesa Linnora.

Si pretendía de veras hacer algo por ella, durante las siguientes veinticuatro horas tendría que ponerse de algún modo en contacto con Linnora, recuperar su confianza y encontrar una forma de liberarla de sus guardias para que subiera al planeador en la cima del castillo.

Parecía casi imposible.

Sólo esperaba que ella le diera una oportunidad para explicarse si se daba la ocasión.

La cuadrilla de la destilería estaba agrupada en torno al condensador, contemplando el lento goteo del brandy en un barril.

Dennis mojó los dedos en el brandy y se estremeció al olerlo, anhelando nostálgico la botella de Johnny Walker de treinta años que presumiblemente se encontraba todavía en su armarito del Tecnológico Sahariano.

Dejó que unas cuantas gotas le cayeran en la boca y luego tomó aire. El brebaje tenía fuerza, había que admitirlo.

Los practicadores del turno de noche llegaron para relevar al equipo diurno. Era hora de cambiar de barrica de todas formas, así que hizo que los prisioneros coylianos ejecutaran la rutina varias veces para asegurarse de que lo habían comprendido todo.

Para cuando terminaron, las estrellas empezaban a salir. Se aseguró de que todo estuviera en orden, y luego recogió su capa.

—Quiero estirar las piernas —les dijo a sus guardias.

Los norteños asintieron levemente y le siguieron. Aunque sus privilegios habían sido reducidos, todavía era, al menos oficialmente, casi un invitado… y un mago. Tenía libertad de acceso al patio siempre y cuando fuera acompañado.

Tomó por el camino largo, pasando ante los cobertizos de los planeadores y luego la puerta principal. A medida que se acercaba a la sección del castillo donde la princesa L´Toff tenía sus aposentos, las dudas volvieron a asaltarlo. Todos los parapetos estaban rodeados de estacas puntiagudas, practicadas cada día por equipos de soldados armados con lonchas de carne. Aterrizar con un planeador sobre uno y despegar de nuevo sería tan imposible como escalar aquellas paredes cortadas a pico.

¿Debía poner en práctica un plan ya de por sí arriesgado y reducir sus posibilidades a la nada intentando también liberar a Linnora? ¿Sería eso justo para Arth?

Dennis dobló una esquina y sintió que su pulso se aceleraba. A la luz de los fluctuantes hachones de la muralla, vio una esbelta muchacha vestida con una túnica blanca de pie junto a los barrotes, dos pisos más arriba. La princesa L´Toff contemplaba la noche estrellada, y la brisa agitaba su fina túnica. Mientras Dennis se acercaba, seguido a pocos pasos por sus guardianes, vio a la muchacha volverse. Alguien más había llegado al balcón.

Dennis se inclinó en las sombras para atarse los cordones de las botas, y alzó la cabeza lo más disimuladamente que pudo. Vio al barón Kremer avanzar y hablarle a Linnora. Comparada con él, ella parecía enormemente pequeña.

El señor de la guerra le habló y ella sacudió la cabeza en respuesta. Trató de volverse, pero él la agarró por el brazo y volvió a hablar, más bruscamente. Dennis seguía sin poder distinguir lo que se decía, pero captaba el tono.

Linnora se debatió, pero Kremer tan sólo se echó a reír y la atrajo hacia sí, sujetándola contra su amplio pecho a pesar de su resistencia.

Uno de los guardias que Dennis tenía detrás hizo un chiste vulgar. Obviamente, todos pensaban que su señor estaba dando a la testaruda muchacha sólo lo que se merecía.

Dennis palpó bajo su cinturón. Allí llevaba cuatro piedras cuidadosamente escogidas que formaban un bulto. No había tenido ninguna oportunidad de practicar esa burda arma. Sólo sería tan buena como la creara. No sería una honda mejor que la que había improvisado para el mismo propósito durante la última fiesta del Tecnológico Sahariano.

Con todo, podría lanzar una o dos piedras antes de que los guardias lo derribaran. Y Kremer era un blanco grande.

Si yo fuera uno de los personajes de Shakespeare, consideraría digno morir por la virginidad de una dama, pensó. O al menos por su honor.

Dennis hundió los hombros. La mayoría de los personajes de Shakespeare eran idiotas poéticos. Aunque consiguiera abatir a Kremer, eso sólo concedería a Linnora un pequeño respiro. Al precio de su propia vida.

No merecía la pena. No cuando podía sacarla de allí al día siguiente, si era paciente. Estaba dispuesto a arriesgar su vida por ella, pero no a desperdiciarla inútilmente.

Entonces oyó el sonido de ropa al rasgarse.

Se dio la vuelta para no tener que ser testigo de aquello. Al menos, forzando a los guardias a seguirlo podía ahorrar a la muchacha un público para su humillación. Se marchó rápidamente, los hombros hundidos. Los guardias se rieron mientras le seguían.

Avanzó diez pasos, entonces un destello de movimiento en el cielo captó su atención.

Se detuvo. Míró al sur.

Algo en el cielo bloqueaba un pequeño grupo de estrellas. Se movía en la noche, más rápido que una nube y más regular en su contorno, haciéndose más grande a medida que se acercaba. Entornó los ojos, pero deslumbrado por las antorchas de la torre, no pudo distinguirlo.

Entonces una sonrisa iluminó su rostro. ¿Podía ser…?

En el borde sur del campamento se produjo un súbito clamor, luego una barahúnda de gritos ansiosos. De los barracones salieron hombres corriendo, enfundándose sus armaduras mientras una campana de alarma empezaba a sonar.

En medio de la penumbra de la noche, a la luz de las antorchas de la torre, se alzó de pronto una gigantesca forma redonda. Tenía dos ojos enormes que brillaban y miraban con furia. En la parte inferior de la enorme cara acechante había una boca enorme. Dentro de ella ardía un fuego.

—¡Ja ja! —Dennis saltó y golpeó el aire con el puño—. ¡Kremer no capturó a los demás! ¡Lo practicaron y vuela! ¡Realmente vuela!

Un gigantesco globo de tela y aire caliente siseaba y gravitaba sobre la muralla exterior, ganando lentamente altura. En una barquilla de mimbre, debajo, las tenues formas de sus amigos eran sombras vagas contra las llamas.

Sin embargo, algo parecía irles mal con el globo. No se alzaba tan rápido como Dennis habría esperado. ¡Y aún peor iba directo hacia el castillo de Kremer! ¡Daba la sensación de que apenas podría rebasar el pico del palacio!

—Vamos, chicos —murmuró mientras sus guardias señalaban temerosos, los ojos blancos de miedo—. ¡Arriba! ¡Elévate y sal de aquí! —Dennis miró con todas sus fuerzas el globo, practicando su subida.

Y, en efecto, pareció ir más rápido y se alzó lentamente. Pequeños rostros se asomaron a la barquilla y contemplaron el patio de abajo. Unos cuantos soldados arrojaron lanzas y piedras, pero ninguna alcanzó al majestuoso y silencioso aparato.

Dennis se volvió para ver cómo se estaba tomando aquello Kremer. Sería magnífico que algo desencajara el imperturbable semblante del tirano.

El barón había soltado a Linnora, que se agazapaba contra la pared, frotándose los brazos magullados y llorando en silencio.

Pero al contrario que sus hombres, Kremer no parecía asustado en lo más mínimo. Una sonrisa apareció en sus labios mientras rebuscaba dentro de su túnica.

—Oh —dijo Dennis, al darse cuenta—. ¡Oh, no, no, hijo de puta!

Se desató rápidamente el cinturón mientras sus guardias seguían acobardados bajo la brillante sombra del globo. Hubo un estampido cuando dos bolsas de arena explotaron cerca, haciendo huir a los hombres.

Las piedras de Dennis, cuidadosamente seleccionadas, saltaron a su mano. Corrió hacia el primer parapeto, estirando el cinturón y rezando por llegar a tiempo.