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II

COGITO, ERGO TUTTI FRUTI

1

La compuerta se hallaba en una suave loma de hierba seca y amarilla. El prado se extendía hasta un riachuelo verde, situado a medio kilómetro de distancia. Más allá, filas de largas y estrechas colinas se alzaban hacia las montañas coronadas de blanco. Manojos de amarillo salpicaban de forma irregular alfombras de diversos tonos de verde.

Árboles.

Sí, parecían árboles de verdad, y el cielo era azul. Cirros blancos se entrelazaban en la cúpula celeste.

Durante un largo instante todo estuvo extraño, sobrenaturalmente silencioso. Dennis cayó en la cuenta de que había estado conteniendo la respiración desde la apertura de la puerta. Eso hizo que se sintiera mareado.

Al inhalar, saboreó el aire límpido y fresco. La brisa trajo sonidos del roce de la hierba y el crujir de las ramas. También trajo olores… el inconfundible aroma de la clorofila y el humus, de la hierba seca y de algo que parecía roble.

Dennis permaneció en el umbral de la compuerta y contempló los árboles. Desde luego, parecían robles. El paisaje le recordaba el norte de California.

¿Podía ser este lugar la Tierra?, se preguntó. ¿Les había gastado otra mala pasada el efecto ziev y les había proporcionado teletransportación en vez de un impulso interestelar?

Sería divertido hacer autostop hasta una cabina de teléfonos y llamar a Flaster con la noticia. A cobro revertido, por supuesto.

Dennis sintió una brusca puñalada cuando unas garras diminutas se clavaron en su hombro. Las alas membranosas del cerduende se abrieron con un sonido parecido a un disparo y la criatura revoloteó sobre el prado, hacia el grupito de árboles.

—¡Eh… Duen! ¿Dónde vas a…?

A Dennis se le ahogó la voz en la garganta cuando se dio cuenta de que aquello no podía ser la Tierra. Duen procedía de allí.

Empezó a advertir pequeños detalles: la forma de las hojas de hierba, una enorme planta parecida a un helecho junto al río, una curiosa sensación en el aire.

Dennis se aseguró de que la funda de su arma estuviera abierta y las perneras de sus pantalones bien cubiertas por sus botas. La hierba seca crujió bajo sus pies cuando echó a andar. Diminutos insectos zumbones llenaban el aire.

—¡Duen! —llamó, pero la pequeña criatura se había perdido de vista.

Dennis se movió cautelosamente, todos los sentidos alerta. Suponía que los primeros momentos en un mundo alienígena podían ser los más peligrosos.

Tratando de contemplar el cielo, el bosque y los insectos cercanos a la vez, ni siquiera advirtió el pequeño robot achaparrado hasta que tropezó con él y cayó de bruces al suelo.

Dennis rodó instintivamente hasta agazaparse, el arma en la mano, el pulso redoblando en sus oídos.

Suspiró al reconocer al pequeño robot explorador del Tecnológico Sahariano.

Las cámaras del robot lo siguieron con un zumbido apenas perceptible. Su torreta de observación giro lentamente. Dennis bajó la pistola de agujas.

—Ven aquí —ordenó.

El robot pareció considerar la orden por un momento. Luego se acercó caminando sobre sus patas de araña hasta detenerse a un metro de distancia.

—¿Qué tienes ahí? —señaló Dennis.

El robot sostenía algo en una de sus tenazas manipuladoras. Era un trozo de metal brillante, con una pinza en un extremo.

—¿No es una pieza de otro robot? —preguntó Dennis, esperando estar equivocado.

Comparado con algunas de las máquinas sofisticadas con las que Dennis había trabajado, el robot de exploración no era muy inteligente. Pero comprendía un vocabulario básico. Una luz verde destelló en su torreta, en señal de asentimiento.

—¿De dónde la has sacado?

La pequeña máquina se detuvo, luego giró y señaló con uno de sus otros brazos.

Dennis se incorporó y miró, pero no vio nada en esa dirección. Se movió cautelosamente por entre la alta hierba hasta que por fin llegó a una zona plana parcialmente oculta por los matorrales. Entonces se detuvo y echó un vistazo.

El claro parecía una tienda al aire libre, un taller de reparaciones a lo Grizzly Adams, un rústico basurero electrónico.

Uno… no, dos robots del I.T.S. habían sido desmontados torpemente; sus componentes yacían en filas ordenadas entre los manojos de hierba, aparentemente clasificados según su forma y tamaño.

Dennis se arrodilló y recogió una torreta cámara. La habían sacado de su sitio, y las piezas habían sido depositadas sobre el suelo, como mercancía para la venta.

El lodo pisoteado estaba cubierto de trozos de paja, alambre y cristal. Dennis miró con más atención. Aquí y allá, mezcladas entre las huellas y las piezas rotas de maquinaria plástica, había leves pero inconfundibles pisadas.

Dennis contempló las ordenadas filas de tornillos, tuercas, y tableros de circuitos, las leves marcas en el barro, y lo único que se le ocurrió fue un epitafio que había leído una vez en un cementerio de Nueva Inglaterra.

Sabía que esto tenía que pasar algún día.

Dennis siempre había sentido que estaba de algún modo destinado a encontrar algo verdaderamente inusitado durante su vida. Bueno, pues aquí lo tenía: pruebas tangibles de una inteligencia alienígena.

La confortable Gestalt terrícola acabó de evaporarse a su alrededor. Miró la «hierba» y vio que no se parecía a hierba ninguna que hubiera visto jamás. La fila de árboles era ahora un bosque oscuro y desconocido lleno de fuerzas malignas. Dennis sintió un cosquilleo en el cuello.

Un sonido chasqueante le hizo volverse, con la pistola de agujas en la mano. Pero era tan sólo el robot superviviente de nuevo, que hurgaba entre las piezas de sus compañeros desmontados.

Dennis recogió un tablero electrónico del suelo. Había sido arrancado a la fuerza de su sitio. Podría haber sido separado fácilmente tan sólo haciéndolo girar un poco, pero habían tirado de él, como si la entidad que hizo la disección nunca hubiera oído hablar de tornillos o tuercas.

¿Era entonces obra de seres primitivos? ¿O de alguien de una raza tan avanzada que había olvidado cosas tan sencillas como un tornillo?

Una cosa era segura. El ser o seres responsables no tenían mucha consideración con las propiedades de otra gente.

Los robots eran de plástico en su mayor parte. Advirtió que la mayoría de las piezas de metal más grandes parecían faltar por completo.

Dennis tuvo de repente una idea muy desagradable.

—Oh, no —murmuró—. ¡Por favor, que no sea así!

Se levantó con una sensación de oscura amenaza en la boca del estómago.

Dennis regresó a la compuerta. La rodeó y se detuvo de repente. Dejó escapar un gemido.

El panel de acceso al mecanismo de regreso del zievatrón estaba entreabierto. La caja electrónica estaba vacía; sus delicados componentes yacían en el suelo, como piezas de exposición en un estante. La mayoría estaban claramente rotas sin posibilidad de reparación.

Con una elocuencia nacida de la ironía, Dennis dijo simplemente « ¡Jo! » y se desplomó contra la pared de la compuerta.

Otro epigrama flotó en la desesperación que parecía llenar su cerebro; algo que un amigo le había dicho una vez sobre la fenomenología de la vida: Pienso, luego grito.

2

El robot «trinó» y repitió la secuencia otra vez. Dennis se concentró en las imágenes de hacía tres días, mostradas en la diminuta videopantalla de la máquina. Allí estaba sucediendo algo muy extraño.