– Le escucho, comisario -dijo con desconfianza.
– Capitán Émeri, es a propósito de ese hombre desaparecido, cuyo congelador había sido volcado.
– ¿Herbier?
– Sí. ¿Alguna novedad?
– Ninguna. Hemos visitado su domicilio y todas las dependencias. Ni rastro del individuo.
Una voz agradable, demasiado modulada, con entonaciones firmes y corteses.
– ¿Tiene algún interés en el asunto? -prosiguió el capitán-. Me asombraría que se hiciera cargo de una desaparición tan común.
– No me he hecho cargo. Sólo me preguntaba qué pensaba usted hacer.
– Aplicar la ley, comisario. Nadie ha venido a solicitar la búsqueda, de modo que el individuo no figura en la lista de personas desaparecidas. Se fue con la moto, y no tengo ningún derecho a perseguirlo. Es su libertad de ser humano -insistió con cierta altanería-. El trabajo reglamentario está hecho; no ha tenido ningún accidente en la carretera y su vehículo no ha sido señalado en ninguna parte.
– ¿Qué opina de su partida, capitán?
– No me extraña, a fin de cuentas. Herbier no era apreciado en la zona, muchos lo odiaban incluso. El asunto del congelador demuestra que un individuo podría haber llevado a cabo sus amenazas, causadas por sus cacerías de salvaje. ¿Está usted al corriente?
– Sí. Hembras y crías.
– Es posible que Herbier se haya sentido intimidado, que se haya amedrentado y haya huido sin más. O que haya tenido una especie de crisis, de remordimientos, y haya volcado él mismo el congelador y lo haya dejado todo.
– Sí, ¿por qué no?
– De todos modos, no tenía ya ninguna relación en la zona. Podía rehacer su vida en otra parte. La casa no es suya, es de alquiler. Y desde que se jubiló, le costaba llegar a fin de mes. Si el dueño no pone una denuncia, estoy atado de pies y manos. Se ha largado sin pagar, eso es lo que creo.
Émeri se mostraba abierto y cooperador, tal como lo había descrito Danglard, al tiempo que parecía responder a la llamada de Adamsberg con distante diversión.
– Todo eso es muy posible, capitán. ¿Hay en la zona un camino llamado de Bonneval?
– Sí. ¿Y?
– ¿De dónde a dónde va?
– Sale de un lugar llamado Les Illiers, a casi tres kilómetros de aquí, y atraviesa una parte del bosque de Alance. A partir de la Croix de Bois, cambia de nombre.
– ¿Se circula mucho por allí?
– Se puede pasar de día. Pero nadie lo toma de noche. Viejas leyendas, ya sabe usted lo que son estas cosas.
– ¿No ha hecho un reconocimiento por allí?
– Si es una insinuación, comisario Adamsberg, le voy a hacer otra. Le insinúo que ha recibido usted la visita de un habitante de Ordebec. ¿Me equivoco?
– Es exacto, capitán.
– ¿De quién?
– No puedo decírselo. Una persona preocupada.
– Imagino muy bien de qué le habrá hablado esa persona. De toda esa tropa de fantasmas que vio Lina Vendermot, si es que a eso se le puede llamar «ver», en cuya compañía dice haber visto a Herbier.
– Es verdad -concedió Adamsberg.
– No me diga que va a tragarse eso, comisario. ¿Sabe por qué Lina vio a Herbier con el Ejército de los cojones?
– No.
– Porque lo odia. Es un antiguo amigo de su padre, el único probablemente. Siga mi consejo, comisario, olvídelo. Esa chica está loca de atar desde la infancia, todo el mundo lo sabe por aquí. Y todo el mundo desconfía de ella. De ella y de toda su familia de tarados. En el fondo no es culpa de ellos, más bien dan pena.
– ¿Todo el mundo sabe que Lina vio al Ejército?
– Claro. Lina se lo contó a su familia y a su jefe.
– ¿Quién es su jefe?
– Es abogada asociada en el bufete Deschamps y Poulain.
– ¿Quién ha filtrado el rumor?
– Todo el mundo. No se habla de otra cosa desde hace tres semanas. Las mentes sanas se mondan de risa, pero las mentes frágiles tienen miedo. Le aseguro que el que Lina se dedique a aterrorizar a la población es totalmente prescindible. Le apuesto con los ojos cerrados a que nadie ha puesto los pies en el camino de Bonneval desde hace tres semanas. Ni siquiera una mente sana. Y yo menos que nadie.
– ¿Por qué, capitán?
– No vaya a imaginarse que temo algo -y en esa seguridad, Adamsberg creyó oír algo del antiguo mariscal del Imperio-, lo que pasa es que no tengo ninguna gana de que cuenten por ahí que el capitán Émeri cree en el Ejército Furioso. Lo mismo vale para usted, si es que acepta un consejo. Hay que echar tierra sobre este asunto. Pero siempre lo recibiré con mucho gusto si sus asuntos lo traen alguna vez por Ordebec.
Intercambio ambiguo y un tanto difícil, pensó Adamsberg al colgar. Émeri se había burlado de él con benevolencia. Lo había dejado venir, ya informado de la visita que una habitante de Ordebec había hecho al comisario. Su reserva era comprensible. Tener a una visionaria en su territorio no era una bendición del cielo.
La Brigada se llenaba poco a poco, siendo Adamsberg quien solía llegar antes que nadie. La masa de Retancourt bloqueó unos instantes la puerta y la luz, y Adamsberg la miró dirigirse sin gracia hacia su mesa.
– El palomo ha abierto los ojos esta mañana -dijo-. Zerk le ha dado de comer a lo largo de la noche.
– Buena noticia -dijo simplemente Retancourt, que no era una emotiva.
– Si vive, se llamará Hellebaud.
– ¿El Bó? No tiene sentido.
– No, Hellebaud, en una sola palabra. Es un nombre antiguo. El tío o el sobrino de no recuerdo quién.
– Ah, bien -dijo la teniente encendiendo el ordenador-. Justin y Nöel quieren verle. Parece ser que Momo-Mecha-Corta ha vuelto a hacer de las suyas, pero esta vez es grave. El coche ha ardido, como de costumbre, pero con alguien dentro. Según los primeros análisis, podría tratarse de un hombre de cierta edad. Homicidio involuntario, esta vez no le caerán seis meses. Han puesto en marcha la investigación pero quieren, cómo decir, su orientación.
Retancourt había puesto el énfasis en la palabra «orientación» con cierta ironía. Por una parte, consideraba que Adamsberg no tenía ninguna; por otra, desaprobaba de un modo general la manera que tenía el comisario de dirigirse en el viento de las investigaciones. El conflicto de estilos existía en estado latente desde el principio, sin que ni ella ni Adamsberg hicieran nada para deshacerlo. Lo cual no impedía a Adamsberg sentir por Retancourt el amor instintivo que un pagano profesaría por el árbol más grande del bosque. El único que ofrece un verdadero refugio.
El comisario fue a tomar asiento en la mesa en que Justin y Nöel registraban los últimos datos sobre el coche incendiado con un hombre dentro. Momo-Mecha-Corta acababa de quemar su décimo primer vehículo.
– Hemos dejado a Mercadet y Lamarre delante del edificio donde vive Momo, en la Cité des Buttes -explicó Nöel-. El coche ardió en el distrito 5, en la calle Henri-Barbusse. Se trata de un Mercedes caro, como de costumbre.
– El hombre que murió ¿se sabe quién es?
– Todavía no. No queda nada de sus papeles ni de las placas de matrícula. Los chicos se están centrando en el motor. Atentado contra la alta burguesía, firmado: Momo-Mecha-Corta. Nunca ha quemado nada fuera del barrio.
– No -dijo Adamsberg sacudiendo la cabeza-. No lo hizo Momo. Estamos perdiendo el tiempo.
En sí, perder el tiempo no era algo que molestara a Adamsberg. Insensible a la quemazón de la impaciencia, no tendía a seguir el ritmo a menudo convulsivo de sus adjuntos, del mismo modo que éstos no sabían acompañarlo en sus oscilaciones. Éstas no constituían el método de Adamsberg, menos aún su teoría, pero le parecía que, en lo que se refiere al tiempo, las perlas más excepcionales se alojaban a veces en los intersticios casi inmóviles de una investigación. Como las conchas diminutas que se deslizan en las fisuras de las rocas, lejos del oleaje de alta mar. En cualquier caso, allí las encontraba él.