– Lleva su firma -insistió Nöel-, El viejo debía de estar esperando a alguien en el coche. Estaba oscuro, y pudo arrellanarse y quedarse dormido. En el mejor de los casos, Momo-Mecha-Corta no lo vio. En el peor, metió fuego al conjunto. Coche y ocupante.
– Momo no.
Adamsberg recordaba con precisión el rostro del joven, obstinado e inteligente, muy fino bajo la masa de pelo negro y ensortijado. No sabía por qué no había olvidado a Momo, por qué el chico le caía bien. Mientras iba escuchando a sus adjuntos, se informaba por teléfono sobre los trenes hacia Ordebec, puesto que tenía el coche en el taller. La mujer menuda no volvía, y el comisario suponía que, una vez mal cumplida su misión, había vuelto el día anterior a Normandía. La ignorancia del comisario acerca del Ejército Furioso debía de haber desintegrado los jirones de valor que le quedaban. Porque sin duda hacía falta valor para venir a hablar a un policía de una tropa de demonios milenarios.
– Comisario, ya lleva incendiados diez coches, de ahí su nombre de guerra. Es admirado en la Cité. Es su escalada, aspira a más. Para él, entre los Mercedes, sus enemigos y los que los conducen, no hay más que un paso.
– Un paso de gigante, Nöel, que nunca dará. Lo conocí en sus dos detenciones provisionales. Momo nunca incendiaría un coche sin examinarlo antes.
No había estación en Ordebec. Había que bajar en Cérenay y tomar un coche de línea. No llegaría a su destino hasta las cinco, una larga expedición para un corto paseo. Con la luz veraniega, tenía tiempo de sobra para recorrer los cinco kilómetros del camino de Bonneval. Si un asesino hubiera querido explotar la locura de esa Lina, ése podía ser el lugar elegido para dejar el cuerpo. Esa escapada a un bosque ya no era sólo un deber no formulado que se sentía vagamente obligado a cumplir respecto a la mujer menuda, sino una fuga saludable. Imaginaba el olor del camino, las sombras, la blanda alfombra de hojas bajo los pies. Habría podido enviar a cualquiera de sus cabos, incluso convencer al capitán Émeri de que fuera a inspeccionar el camino. Pero la idea de explorarlo él mismo había ido imponiéndose lentamente a lo largo de la mañana, sin aportar explicaciones, con la sensación oscura de que los habitantes de Ordebec estaban en apuros graves. Colgó y volvió su atención a los dos tenientes.
– Céntrense en el anciano quemado -dijo-. Con la fama que tiene Momo en el distrito 5, es fácil endosarle un asesinato siguiendo sus métodos, que no son complejos. Gasolina y una mecha corta, es lo único que necesita el asesino. Hace esperar al hombre en el coche, vuelve a escondidas y le prende fuego. Busquen quién es la víctima, si veía bien, si oía bien. Busquen quién conducía el coche, alguien con quien el hombre se sentía seguro. Eso no debería llevarles mucho tiempo.
– ¿Tomamos declaración a Momo de todos modos?
– Sí. Pero manden analizar los residuos de gasolina, nivel de octano, etc. Momo usa carburante de moto muy mezclado con aceite. Comprueben la composición, está en el expediente. No me busquen esta tarde -añadió levantándose-, estaré fuera hasta la noche.
¿Dónde?, preguntó en silencio la mirada del flaco Justin.
– Voy a ver si me encuentro con un par de viejos caballeros en el bosque. No será largo. Díganlo en la Brigada. ¿Dónde está Danglard?
– En la máquina de café -dijo Justin señalando el piso de arriba con el dedo-. Ha ido a llevar el gato al cuenco de comida, le tocaba a él.
– ¿Y Veyrenc?
– En el extremo opuesto del edificio -dijo Nöel con sonrisa malévola.
Adamsberg encontró a Veyrenc en el despacho más alejado de la gran sala común, apoyado en la pared.
– Estoy en fase de impregnación -dijo señalando una pila de expedientes-. Miro lo que habéis estado haciendo en mi ausencia. Encuentro que el gato ha engordado, y Danglard también. Está mejor.
– ¿Cómo no va a engordar? Se pasa el día entero con Retancourt, tirado encima de la fotocopiadora.
– Te refieres al gato. Si no lo llevarais a comer a su cuenco, a lo mejor se decidiría a andar.
– Ya lo intentamos alguna vez, Veyrenc. Dejó de comer, y tuvimos que interrumpir el experimento al cabo de cuatro días. Anda muy bien. En cuanto se va Retancourt, sabe perfectamente bajarse de su pedestal para ocupar su silla. En cuanto a Danglard, se ha echado una nueva amiga durante la conferencia de Londres.
– Será eso. Pero, cuando me lo he cruzado esta mañana, todo su ser se ha arrugado de contrariedad. ¿Le preguntaste lo del Ejército?
– Sí. Es muy antiguo.
– Mucho -confirmó Veyrenc sonriendo-. En los remotos pliegues duermen historias muertas. / No las despiertes, pues, no llames a la puerta / que las tiene encerradas.
– No llamo, me voy a dar un paseo por el camino de Bonneval.
– ¿Es un grimweld?
– Es el de Ordebec.
– ¿Has hablado a Danglard de tu pequeña expedición?
Veyrenc tecleaba al mismo tiempo en su ordenador.
– Sí, y se ha arrugado de contrariedad. Le encantó contarme lo del Ejército, pero le molesta que lo siga.
– ¿Te habló de los «prendidos»?
– Sí.
– Entonces has de saber, si eso es lo que buscas, que es muy raro que el Ejército deje los cuerpos de los prendidos en un grimweld. Se suelen encontrar simplemente en sus casas, o en una zona de duelo, o en un pozo, o cerca de algún lugar de culto abandonado. Es sabido que las iglesias abandonadas atraen la presencia del demonio. Apenas el lugar es descuidado, se instala el Mal. Y los prendidos vuelven al demonio, simplemente.
– Es lógico.
– Mira -dijo señalando la pantalla-. Es el mapa del bosque de Alance.
– Esto -dijo Adamsberg siguiendo una línea con el dedo- debe de ser el camino.
– Y aquí tienes la capilla de San Antonio de Alance. Aquí, al otro lado, un calvario. Son lugares que puedes visitar. Lleva una cruz para protegerte.
– Llevo un guijarro de río en el bolsillo.
– Ampliamente suficiente.
Capítulo 7
La temperatura era de irnos seis grados menos en Norman- día y, en cuanto llegó a la estación de autobuses, casi desierta, Adamsberg movió la cabeza en el viento fresco, haciéndolo soplar en la nuca y detrás de las orejas en un movimiento casi animal, en cierto modo como lo haría un caballo para espantar los tábanos. Rodeó Ordebec por el norte y, al cabo de media hora, ponía el pie en el camino de Bonneval, indicado por un viejo letrero pintado a mano. Era un sendero estrecho, a diferencia de lo que había imaginado, sin duda porque la idea de que por allí tenían que pasar cientos de hombres de armas le había dado la visión de una avenida de caballerías ancha e impresionante, bajo una bóveda cerrada de grandes hayas. El camino era en realidad mucho más modesto, hecho de un par de roderas separadas por un lomo herboso y bordeado por dos fosos de drenaje invadidos por las zarzas, de retoños de olmo y de avellano. Muchas moras estaban ya en su punto -muy adelantadas, debido al calor anormal-, y Adamsberg recogió unas cuantas mientras se adentraba por el sendero. Avanzaba despacio, recorriendo los bordes con la mirada, comiendo sin prisa las frutas que sostenía en la mano. Había muchas moscas, que se precipitaban sobre su cara para sorber el sudor.