Cada tres minutos, se paraba para reconstituir su reserva de moras, arañando su vieja camisa negra con las zarzas. A medio camino de su exploración, se detuvo bruscamente al recordar que no había dejado ningún mensaje a Zerk. Estaba tan acostumbrado a la soledad que avisar a los demás de sus ausencias le exigía esfuerzo. Marcó el número.
– Hellebaud se ha levantado -explicó el joven-. Ha comido el alpiste él solo. Eso sí, luego ha cagado encima de la mesa.
– Así son las cosas cuando vuelve la vida. Pon un plástico sobre la mesa estos días. Hay uno en el desván. No volveré hasta la noche, Zerk. Estoy en el camino de Bonneval.
– ¿Y los ves?
– No, todavía es de día. Miro a ver si encuentro el cuerpo del cazador. Nadie ha pasado por aquí desde hace tres semanas; está lleno de moras, están adelantadas. Si llama Violette, no le digas dónde estoy, no le gustaría.
– Claro -dijo Zerk, y Adamsberg se dijo que su hijo era más listo de lo que parecía. Migaja a migaja, iba acumulando un poco de información sobre él-. He cambiado la bombilla de la cocina. La de la escalera tampoco funciona. ¿La cambio también?
– Sí, pero no pongas una luz muy fuerte. No me gusta cuando se ve todo.
– Si te encuentras con el Ejército, llámame.
– No creo que pueda, Zerk. Su paso debe de producir interferencias. El choque de dos tiempos diferentes.
– Seguro -aprobó el joven antes de colgar.
Adamsberg avanzó cien metros más, explorando los bordes del camino. Porque Herbier estaba muerto, estaba convencido de eso, y era su único punto de acuerdo con la mujer Vendermot que saldría volando si se le soplaba encima. Momento en que Adamsberg se dio cuenta de que ya había olvidado el nombre de las semillas del diente de león.
Había una silueta en el camino, y Adamsberg entornó los ojos mientras avanzaba más lentamente. Una silueta muy larga, sentada en un tronco de árbol, tan vieja y encogida que temió darle un susto.
– Hello -dijo la anciana al verlo llegar.
– Hello -respondió Adamsberg sorprendido-. «Hello» era de las pocas palabras que se sabía en inglés, además de «yes» y «no».
– Ha tardado desde la estación -dijo.
– He estado cogiendo moras -explicó Adamsberg, preguntándose cómo una voz tan segura podía salir de esa carcasa tan estrecha. Estrecha pero intensa-. ¿Sabe quién soy?
– No del todo. Lionel le ha visto bajar del tren y tomar el autobús. Bernard me lo ha dicho y, entre una cosa y otra, aquí está usted. Por los tiempos que corren y con las cosas que pasan, no puede ser muchas cosas más que un policía de la ciudad. La cosa tiene mala pinta. Aunque, todo sea dicho, Michel Herbier no es una gran pérdida.
La anciana sorbió ruidosamente por la grandísima nariz pasándose el dorso de la mano para recoger una gota.
– ¿Y usted me estaba esperando?
– De eso nada, joven. Estoy esperando a mi perro. Se ha encaprichado de la perra de la granja de los Longes, que está ahí detrás. Si no lo traigo a que la cubra de vez en cuando, pierde los nervios. Renoux, el granjero de los Longes, está furioso, dice que no quiere tener el patio lleno de bastardos. Pero ¿qué le voy a hacer? Nada. Y con la gripe de verano que arrastro, llevaba diez días sin traerlo.
– ¿Y no tiene miedo aquí sola, en este camino?
– ¿De qué?
– Del Ejército Furioso -aventuró Adamsberg.
– Qué va -dijo la mujer sacudiendo la cabeza-. Para empezar, no es de noche; y aunque lo fuera, yo no lo veo. Ese don no lo tiene cualquiera.
Adamsberg veía una mora enorme por encima de la cabeza de la alta mujer, pero no se atrevió a molestarla para eso. Extraño, pensó, cómo vuelve instintivamente en el hombre el espíritu de la recolección con sólo haber dado veinte pasos en el bosque. Le habría gustado a mi amigo prehistoriador, Mathias. Porque, si lo piensas, lo fascinante es recolectar; porque lo que es la mora en sí, no puede decirse que sea apasionante.
– Me llamo Léone -dijo la mujer enjugándose una nueva gota que le asomaba por la nariz-. Pero me llaman Léo.
– Jean-Baptiste Adamsberg, comisario de la Brigada Criminal de París. Encantado de conocerla -añadió educadamente-. Voy a proseguir mi camino.
– Si a quien busca es a Herbier, no lo encontrará por aquí.
Está descuajaringado en medio de su sangre ya negra a dos pasos de la capilla de San Antonio.
– ¿Muerto?
– Sí, desde hace tiempo. No es que nadie vaya a llorar, pero no da gusto verlo. Quien lo hiciera no se anduvo con chiquitas, no se le ve la cabeza siquiera.
– ¿Lo encontraron los gendarmes?
– No, joven, lo encontré yo. Voy a menudo a poner un ramo en la capilla, no me gusta dejar abandonado a San Antonio. San Antonio protege a los animales. ¿Tiene algún animal?
– Tengo un palomo enfermo.
– Pues es la ocasión, ya ve. Cuando pase por la capilla, tenga un pensamiento. También ayuda a encontrar las cosas perdidas. Con la edad, pierdo cosas.
– ¿No la ha impactado? ¿Ver ese cadáver ahí arriba?
– Cuando uno se lo espera no es lo mismo. Yo ya sabía que lo habían matado.
– ¿Por el Ejército?
– Por mi edad, joven. Aquí ni un pájaro puede poner un huevo sin que yo me entere o lo presienta. Por ejemplo, puede estar seguro de que esta noche una raposa le ha echado el diente a una gallina de la granja de Deveneux. Sólo tiene tres patas y un muñón por cola.
– ¿El granjero?
– La raposa, he visto sus excrementos. Pero, créame, se las arregla bien. El año pasado, un paro carbonero se prendó de ella. Vivía subido a su lomo, y la raposa nunca se lo comió. Sólo a él, ojo, a los demás ya es otra cosa. Hay muchos detalles en este mundo, ¿se ha fijado alguna vez? Y como cada detalle no se reproduce nunca bajo la misma forma y provoca el surgimiento de otros detalles, la cosa va para largo, para largo. Si el Herbier hubiera estado vivo, habría acabado matando a la raposa y, por lo tanto, al carbonero. Eso habría implicado otra guerra en las elecciones municipales. Pero no sé si el carbonero habrá vuelto este año. Mala pata.
– ¿Ya están allí los gendarmes? ¿Los ha avisado?
– ¿Cómo quiere que lo haga? Tengo que esperar al perro. Si tiene prisa, llámelos usted.
– No creo que sea buena idea -dijo Adamsberg al cabo de un instante-. A los gendarmes no les gusta que un tipo de París se meta en sus asuntos.
– Entonces ¿por qué está aquí?
– Porque una mujer de aquí fue a verme. Así que he venido.
– ¿La señora Vendermot? Seguro que teme por sus hijos. Tan seguro como que habría hecho mejor callándose. Pero esta historia le da tanto miedo que no ha podido evitar ir a buscar ayuda.
Un gran perro beige de largas orejas blandas irrumpió con estrépito de entre los matorrales, ladrando, y fue a apoyar la cabeza en las escuálidas piernas de su ama, cerrando los ojos, como en señal de agradecimiento.
– Hello, Gand -dijo enjugándose la nariz mientras el perro se secaba la trufa en su falda gris-. Ya ve que parece contento.
Léo se sacó un terrón de azúcar del bolsillo y lo metió en la boca del perro. Luego Gand se puso a dar vueltas alrededor de Adamsberg, loco de curiosidad.
– Ya, Gand -dijo Adamsberg dándole palmadas en el cuello.
– Su verdadero nombre es Gandul. Desde muy bebé, ya era un gandumbas. Siempre hay quien dice que, aparte de follisquear a diestro y siniestro, no sabe hacer nada. Y yo digo que más vale eso que andar pegando mordiscos a todo el mundo.
La anciana se levantó, desplegando toda su carcasa inclinada, y se apoyó en dos bastones.
– Si vuelve a su casa para llamarlos, ¿me permite acompañarla? -pidió Adamsberg.
– Por supuesto, me encanta la compañía. Pero no ando deprisa, tardaremos media hora atajando por el bosque. Antes, cuando vivía Ernest, transformé la granja en posada. Ofrecíamos habitación y desayuno. En aquella época, siempre había gente, y muchos jóvenes. Había alegría, movimiento. Tuve que parar hace doce años, y ahora está más tristón. Así que, cuando encuentro compañía, no hago ascos. No hablar con nadie no es bueno.