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– Dicen que a los normandos no les gusta mucho hablar -aventuró Adamsberg mientras echaba a andar detrás de la mujer, que iba exhalando un ligero olor a hoguera.

– No es que no les guste hablar, es que no les gusta contestar. No es lo mismo.

– Entonces, ¿cómo hacen para preguntar?

– Se las arreglan. ¿Se viene hasta la posada? El perro tiene hambre.

– La acompaño. ¿A qué hora pasa el último tren?

– El último tren, joven, ha pasado hará un cuarto de hora largo. Está el de Lisieux, pero el último autobús sale dentro de diez minutos, no llega.

Adamsberg no había previsto hacer noche en Normandía. No se había llevado nada, aparte de unos cuantos billetes, el carnet de identidad y las llaves. El Ejército Furioso lo inmovilizaba allí. Sin preocuparse por ello, la anciana iba sorteando árboles con vivacidad, apoyándose en los bastones. Parecía un saltamontes avanzando a saltos por encima de las raíces.

– ¿Hay un hotel en Ordebec?

– No es un hotel, es una conejera -afirmó la anciana con su voz fuerte-. Y está en obras. Tendrá usted donde alojarse, supongo.

Adamsberg recordó la reticencia a formular preguntas directas, que ya le había creado dificultades en el pueblo de Haroncourt [4]. Al igual que Léone, los hombres de Haroncourt salvaban el obstáculo afirmando algo, lo que sea, con objeto de suscitar una respuesta.

– Contará usted con dormir en algún sitio, supongo -declaró de nuevo Léo-. Vamos Gand. Siempre tiene que mear en todos los árboles.

– Tengo un vecino que hace lo mismo -dijo Adamsberg pensando en Lucio-. No, no conozco a nadie aquí.

– Puede usted dormir en la paja, claro. Estos días está haciendo un calor anormal, pero de madrugada está todo mojado. Viene usted de otra región, supongo.

– De Béarn.

– Debe de estar al este.

– En el suroeste, cerca de España.

– Y ya ha venido alguna vez por aquí, digo yo.

– Tengo amigos en el café de Haroncourt.

– ¿Haroncourt, en el Eure? ¿En el café que hay cerca del mercado?

– Sí, allí tengo amigos. Robert sobre todo.

Léo se detuvo en seco, y Gand aprovechó para elegir otro árbol. La anciana reanudó la marcha sin dejar de murmurar en unos cincuenta metros.

– Robert es un primo segundo -acabó diciendo, todavía bajo el efecto de la sorpresa-. Un buen primo segundo.

– Me dio unas cuernas de ciervo. Las tengo todavía en mi despacho.

– Está bien que lo hiciera, eso es que lo apreciaba. No se dan cuernas de ciervo al primer forano que pasa.

– Eso espero.

– Se trata de Robert Binet, ¿no?

– Sí.

Adamsberg cubrió otro centenar de metros en la estela de la anciana. Empezaba a atisbarse el trazo de una carretera a través de los troncos.

– Si es usted amigo de Robert, ya es otra cosa. Podría alojarse en Chez Léo, si eso no es demasiado diferente de lo que usted pensaba hacer. Chez Léo es mi casa, es el nombre de la posada.

Adamsberg oyó claramente la llamada de la anciana que se aburría, sin saber si iba a decidirse. Sin embargo, como había dicho a Veyrenc, las decisiones están tomadas mucho antes de que uno las enuncie. No tenía donde alojarse, y la ruda anciana le caía bien. Pese a que se sentía un poco atrapado, como si Léo lo hubiera organizado todo de antemano.

Cinco minutos después, vislumbraba Chez Léo, una larga casa antigua de una sola planta, que se aguantaba en pie no se sabía cómo desde hacía décadas.

– Siéntese en el banco -dijo Léo-. Vamos a llamar a Émeri. No es mal tipo, al contrario. Se da aires de vez en cuando porque tenía un antepasado mariscal bajo Napoleón. Pero en conjunto es apreciado. Lo que pasa es que su oficio lo deforma. De tanto desconfiar de todo el mundo, de tanto castigar, uno no puede ir mejorando con la edad. Supongo que a usted le pasa lo mismo.

– Seguramente.

– Léo acercó un taburete al teléfono.

– En fin -suspiró mientras marcaba el número-, la policía es un mal necesario. Durante la guerra, era un mal a secas. Seguro que más de uno se fue con el Ejército Furioso. Vamos a encender la chimenea, que está refrescando. Sabrá hacer fuego, supongo. Encontrará la leñera saliendo a la izquierda. Hello, Louis, aquí Léo.

Cuando Adamsberg volvió con una brazada de leña, Léo estaba en plena conversación. Estaba claro que Émeri llevaba las de perder. Con mano decidida, Léo tendió el auricular al comisario.

– Pues porque siempre voy a llevar flores a San Antonio, ya lo sabes. Oye, Louis, no irás a tocarme las narices porque he encontrado un cadáver, ¿no? Si te hubieras dado más maña, lo habrías encontrado solito y me habrías ahorrado molestias.

– No te embales, Léo, te creo.

– También está la moto, metida en el ramaje de los avellanos. Para mí que le dieron cita y que escondió la moto ahí dentro para que no se la robaran.

– Voy al lugar, Léo, y luego paso a verte. No estarás acostada a las ocho, ¿verdad?

– A las ocho estaré terminando de cenar. Y no me gusta que me molesten cuando estoy comiendo.

– Ocho y media.

– No me va bien, ha venido a verme un primo de Haroncourt. No sería cortés hacerle ver gendarmes el día de su llegada. Y además estoy cansada. Andar por el bosque no es propio de mi edad.

– Por eso mismo me pregunto por qué anduviste hasta la capilla.

– Ya te lo he dicho. Para llevar las flores.

– Nunca dices más que un cuarto de lo que sabes.

– El resto no te interesaría. Harías mejor en darte prisa, antes de que se lo coman los animales. Y si quieres verme, que sea mañana.

Adamsberg colgó el auricular y se puso a encender el fuego.

– Louis Nicolas no puede hacerme nada -explicó Léone-. Le salvé la vida cuando era un mocoso. El muy trasto había ido a zambullirse en la laguna Jeanlin. Lo agarré por el fondillo. Así que conmigo no puede gastar aires de mariscal del imperio.

– ¿Es de por aquí?

– Nació aquí.

– Entonces, ¿cómo puede ser que lo destinaran aquí? No se destina a los policías a su lugar de origen.

– Ya lo sé, joven. Pero tenía once años cuando se fue de Ordebec, y sus padres no tenían a nadie aquí. Pasó mucho tiempo cerca de Toulon, más tarde en Lyon, y luego obtuvo la dispensa. No se puede decir que conozca realmente a la gente de por aquí. Además, lo protege el conde, así que no hay problema.

– El conde de aquí.

– Rémy, el conde de Ordebec. Tomará sopa, supongo.

– Gracias -dijo Adamsberg tendiéndole el plato.

– Es de zanahorias. De segundo, hay salteado de carne con nata.

– Émeri dice que Lina está loca de atar.

– Eso no es verdad -dijo Léone metiéndose una gran cucharada en la pequeña boca-. Es una cría pizpireta y estupenda. Además, no estaba equivocada: Herbier está muerto y más que muerto. Así que Louis Nicolas va a ir a por ella; más claro, el agua.

Adamsberg limpió el plato de la sopa con pan, como hacía Léo, y trajo la fuente de salteado. Ternera con judías, y olor de hoguera.

– Y como no cae muy bien a nadie, ni ella ni sus hermanos -prosiguió Léone sirviendo la carne con gesto un tanto brusco-, será esto una escabechina. No vaya a creer que la gente de aquí es mala, pero siempre tiene miedo de lo que no entiende. Así que Lina, con su don y con sus hermanos, que son un poco raritos, no tiene muy buena fama que digamos.

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[4] Cf., de la misma autora, La tercera virgen (Siruela, 2008).