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– Por lo del Ejército Furioso.

– Por eso y por más cosas. La gente dice que tienen al diablo en casa. Aquí, como en todas partes, hay mucha cabeza hueca que enseguida se llena de cualquier cosa, a ser posible de lo peor. Es lo que todo el mundo prefiere, lo peor. Se aburren tanto…

Léone aprobó su propia declaración sacudiendo la barbilla y engulló un buen bocado de carne.

– Tendrá usted su opinión sobre el Ejército Furioso, supongo -dijo Adamsberg empleando el método de Léone para preguntar.

– Depende de cómo se mire. En Ordebec, hay quien piensa que el señor Hellequin está al servicio del demonio. Yo no estoy convencida, pero digo yo que, si los hay que sobreviven porque son santos, como San Antonio, ¿por qué otros no van a sobrevivir porque son malos? Porque eso sí, en la Mesnada son todos malos. Eso no lo sabe usted, ¿verdad?

– Sí.

– Por eso los prenden. Otros piensan que la pobre Lina tiene visiones, que está mal de la cabeza. La chica ha ido a médicos, pero no le han encontrado nada. Otros dicen que su hermano echa boleto de Satanás en la tortilla de setas, y que eso a ella le da alucinaciones. Conocerá usted el boleto de Satanás, supongo. El de pie rojo.

– Sí.

– Ah, bien -dijo Léone un poco decepcionada.

– Sólo da retortijones.

Léone se llevó los platos a la cocina pequeña y oscura y los lavó en silencio, concentrada en su labor. Adamsberg iba secándolos a medida que ella se los pasaba.

– A mí me da lo mismo -prosiguió Léone enjugándose las grandes manos-. Sólo que Lina ve al Ejército, y sobre eso no cabe duda. Que el Ejército exista de verdad o no, no soy quien para juzgarlo. Pero ahora que Herbier ha muerto, los demás van a amenazarla. De hecho, por eso está usted aquí.

La anciana volvió a coger sus bastones y regresó a su sitio en la mesa. Sacó del cajón una caja de puros de buen tamaño. Se pasó uno bajo la nariz, lamió la punta y lo encendió con cuidado, empujando la caja abierta hacia Adamsberg.

– Me los manda un amigo, le vienen de Cuba. Pasé dos años en Cuba, cuatro en Escocia, tres en Argentina y cinco en Madagascar. Con Ernest, abrimos restaurantes en todas partes, vimos mundo. Cocina con nata. Sería tan amable de sacar el calvados, en la parte de abajo del armario, y ponernos dos vasitos. Aceptará beber conmigo, supongo.

Adamsberg obedeció; empezaba a encontrarse muy a gusto en esa pequeña sala mal iluminada, con el puro, el caso, el fuego, la alta y vieja Léo, arrugada como un trapo acartonado.

– ¿Y por qué estoy aquí, Léo? Si me permite que la llame Léo.

– Para proteger a Lina y a sus hermanos. No tengo hijos, y ella es un como si fuera mi hija. Si hay más muertos, me refiero a que si mueren también los otros que vio con el Ejército, habrá un estropicio. Pasó lo mismo en Ordebec un poco antes de la Revolución. El tipo se llamaba François-Benjamin; había visto a cuatro hombres malos prendidos por la Mesnada. Pero sólo supo decir tres de los cuatro nombres. Igual que Lina. Y dos de esos hombres murieron a los once días. La gente cogió tanto miedo, por la cuarta persona sin nombre, que creyeron poder detener la matanza de la Mesnada destruyendo al que la había visto. François-Benjamin murió ensartado a golpes de horca, y luego lo quemaron en la plaza.

– ¿Y el tercero no murió?

– Sí. Y luego el cuarto, en el orden que había indicado François-Benjamin. O sea que de nada sirvió que lo lincharan.

Léo tomó un trago de calvados, hizo unas gárgaras y deglutió con ruido y satisfacción antes de dar una larga calada al puro.

– Y no tengo ganas de que le pase lo mismo a Lina. Se supone que los tiempos han cambiado, pero eso sólo quiere decir que la gente se ha vuelto más discreta. Quiere decir que no lo harán con horcas y fuego, pero lo harán de otra manera. Aquí, todo el que tiene alguna fechoría en la conciencia está aterrorizado, de eso puede usted estar seguro. Aterrorizados de verse prendidos y aterrorizados de que se sepa.

– ¿Una fechoría grave? ¿Un asesinato?

– No necesariamente. Un expolio, una calumnia o una injusticia. Se quedarían más tranquilos destruyendo a Lina y sus chismes. Porque así se corta la relación con el Ejército, ¿entiende? Eso es lo que piensan. Como antes. No hemos evolucionado, comisario.

– Desde lo sucedido a François-Benjamin, ¿Lina es la primera persona que ha visto al Ejército Furioso?

– Claro que no, comisario -dijo Léo con su voz ronca, en medio de una nube de humo, como si regañara a un alumno decepcionante-. Esto es Ordebec. Hay como mínimo un pasador por generación. El pasador es el que lo ve, el que hace de enlace entre los vivos y el Ejército. Antes de que naciera Lina, era Gilbert. Al parecer puso la mano en la cabeza de la niña, sobre la pila del bautismo, y así le pasó el destino. Y cuando uno tiene el destino, de nada le sirve huir, porque el Ejército siempre acaba trayéndolo de vuelta al grimweld. O grimweld, como dicen en el Este.

– Pero nadie mató a ese Gilbert, ¿o sí?

– No -dijo Léo soplando una gran nube redonda-. Pero la diferencia es que, esta vez, Lina ha hecho lo que François-Benjamin: ver a cuatro, pero ser capaz de nombrar sólo a tres: Herbier, Glayeux y Mortembot. El cuarto no lo dice. Entonces claro: si Glayeux y Mortembot fallecen también, el miedo va a extenderse por todo el pueblo. Puesto que no se sabe quién será el siguiente, nadie va a sentirse a salvo. Aparte de que el anuncio de los nombres de Glayeux y Mortembot ya ha armado un revuelo importante.

– ¿Por qué?

– Por los rumores que corren sobre ellos desde hace tiempo. Son malas personas.

– ¿Qué hacen?

– Glayeux hace vidrieras para todas las iglesias de la región. Es muy habilidoso, pero no es amable. Se cree por encima de los palurdos y no le molesta hacerlo saber. Y eso que su padre era un artesano del hierro forjado en Charmeuil-Othon. Y que, sin palurdos que vayan a misa, no tendría encargos para hacer vidrieras. Mortembot es arboricultor en la carretera de Livarot. Es un taciturno. Es comprensible que, desde que corren los rumores, pasan sus apuros. La clientela ha bajado en el vivero, la gente los evita. Cuando se sepa que Herbier está muerto, la cosa irá a peor. Por eso digo que a Lina le habría valido más callarse. Pero es el problema con los pasadores, que se sienten obligados a hablar para dar una oportunidad a los prendidos. Entenderá usted lo que son los «prendidos», supongo.

– Sí.

– Los pasadores hablan, por si acaso los prendidos consiguen redimirse. De modo que Lina está en peligro y usted podría protegerla.

No puedo hacer nada, Léo. El caso es de Émeri.

– Pero a Émeri no le preocupa Lina. Toda esta historia del Ejército Furioso lo irrita y le da asco. Cree que las cosas han cambiado, que la gente es más razonable.

– Primero buscarán al asesino de Herbier. Y los otros dos siguen vivos. De modo que Lina no está en peligro de momento.

– Puede ser -dijo Léo soplando sobre el resto del cigarro.

Había que salir para ir a la habitación, puesto que cada sala daba directamente al exterior por una puerta muy chirriante que le recordó la de Julien Tuilot, la que habría impedido que lo inculparan si se hubiera atrevido a abrirla. Léo le señaló el dormitorio con la punta del bastón.

– Hay que levantarla para que no rechine demasiado. Buenas noches.

– No sé su apellido, Léo.

– Los policías siempre quieren saber eso. ¿Y el suyo? -dijo Léo escupiendo los fragmentos de tabaco que se le habían quedado pegados a la lengua.

– Jean-Baptiste Adamsberg.

– No se escandalice, en su habitación hay toda una colección de libros de pornografía del siglo XIX. Me los legó un amigo, su familia no los toleraba. Puede hojearlos, claro, pero tenga cuidado con las páginas; son libros viejos, y el papel no es muy resistente.