Capítulo 8
Por la mañana, Adamsberg se puso el pantalón y salió sin hacer ruido, descalzo en la hierba húmeda. Eran las seis y media, y el rocío aún no se había evaporado. Había dormido perfectamente en un viejo colchón de lana, con una depresión en medio en la que se había hundido como un pájaro en su nido. Caminó por el prado durante varios minutos antes de encontrar lo que buscaba, un palito de madera flexible cuya extremidad, una vez aplastada en forma de escobilla pudiera proporcionarle un sucedáneo de cepillo de dientes. Estaba pelando la punta del palito cuando Léo se asomó a la ventana.
– ¡Hello! El capitán Émeri ha llamado y ha dicho que vaya usted allá, y no parece de buen humor. Venga, el café está caliente. Se resfría uno andando fuera descalzo.
– ¿Cómo ha sabido que estaba aquí? -preguntó al reunirse con ella.
– No se habrá tragado el cuento del primo. Habrá relacionado las cosas con el parisino que se bajó ayer del autocar. Ha dicho que no le gustaba tener a un policía en la chepa ni que yo lo disimule. Ni que esto fuera un complot, ni que fuera la guerra. Puede crearle problemas, ¿sabe?
– Le diré la verdad. Que he venido a ver qué aspecto tiene un grimweld -dijo Adamsberg cortando una ancha rebanada.
– Exactamente. Y que no había hotel.
– Eso es.
– Si tiene que pasar por el cuartel, no tendrá tiempo de tomar el tren de las nueve menos diez para Lisieux. El siguiente es a las catorce y treinta y cinco en Cérenay. Ojo, porque hay que contar media hora larga en autocar. Saliendo de aquí, va a la derecha y otra vez a la derecha; luego sigue unos ochocientos metros hacia el centro. La gendarmería está justo detrás de la plazoleta. Deje el tazón, ya recojo yo.
Adamsberg recorrió un kilómetro escaso campo a través y se presentó en la recepción de la gendarmería, curiosamente recién pintada de amarillo vivo como si fuera un centro de vacaciones.
– Comisario Jean-Baptiste Adamsberg -anunció a un cabo orondo-. El capitán me está esperando.
– Así es -respondió el hombre lanzándole una mirada un tanto temerosa, la mirada de un hombre que no habría querido estar en su pellejo-. Siga el pasillo, y es el despacho del fondo. La puerta está abierta.
Adamsberg se detuvo en el umbral, observando durante unos segundos al capitán Émeri, que estaba dando vueltas en el despacho, nervioso, tenso, pero elegante con su uniforme ajustado. Un tipo apuesto de cuarenta y tantos años, facciones regulares, pelo abundante y todavía rubio, que llevaba sin vientre la camisa militar de hombreras.
– ¿Qué pasa? -preguntó Émeri volviéndose hacia Adamsberg-. ¿Quién le ha dicho que pase?
– Usted, capitán. Me ha convocado esta mañana a primera hora.
– ¿Adamsberg? -dijo Émeri detallando rápidamente el atuendo del comisario, que, aparte de llevar ropa sin forma, no había podido afeitarse ni peinarse.
– Siento venir con barba -dijo Adamsberg estrechándole la mano-, no pensaba quedarme en Ordebec esta noche.
– Siéntese, comisario -dijo Émeri sin desprender la mirada de Adamsberg.
No lograba hacer encajar ese nombre célebre, para bien o para mal, con un hombre tan bajito y de aspecto tan modesto, que, desde el rostro moreno hasta la vestimenta negra, le parecía dislocado, inclasificable o, por lo menos, disconforme. Busco su mirada sin encontrarla realmente y se detuvo en la sonrisa, tan agradable como lejana. El discurso ofensivo que había previsto se había perdido en parte en su perplejidad, como si se hubiera estrellado no contra el obstáculo de un muro, sino contra una ausencia total de obstáculo. Y no veía cómo agredir, agarrar siquiera, una ausencia de obstáculo. Fue Adamsberg quien rompió el hielo.
– Léone me ha informado de su descontento, capitán -dijo eligiendo sus palabras-. Pero hay un malentendido. Ayer hacía en París una temperatura de 36°, y acababa de atrapar a un anciano que había matado a su mujer con miga de pan.
– ¿Con miga de pan?
– Metiéndole dos puñados gordos de miga de pan compacta en la garganta. De modo que me sentí tentado por la idea de ir a tomar el fresco en un grimweld. Lo entiende usted, supongo.
– Puede.
– He recogido y comido muchas moras -y Adamsberg vio que las manchas negras de las frutas no habían desaparecido aún de las palmas de sus manos-. No había previsto cruzarme con Léone. Estaba esperando su perro en el camino. Ella tampoco había previsto encontrar el cuerpo de Herbier en la capilla. Y por respeto hacia sus prerrogativas, no fui a ver la escena del crimen. Ya no había tren, me ofreció hospitalidad. No me esperaba fumar un auténtico habano con un calvados gran reserva delante de la chimenea, pero eso fue lo que hicimos. Una persona estupenda, como diría ella, pero mucho más que eso.
– ¿Sabe por qué esa persona estupenda fuma auténticos puros de Cuba? -preguntó Émeri con una primera sonrisa-, ¿Sabe quién es?
– No me ha dicho su apellido.
– No me sorprende. Léo es Léone Marie de Valleray, condesa de Ordebec. ¿Un café, comisario?
– Por favor.
Léo, condesa de Ordebec. Que vive en una granja antigua y destartalada, que ha vivido del comercio de la posada. Léo, que engulle grandes cucharadas de sopa, que escupe fragmentos de tabaco. El capitán Émeri volvía con dos tazas de café, sonriendo francamente esta vez, dejando traslucir la «buena naturaleza» que había descrito Léo, directa y acogedora.
– ¿Sorprendido?
– Bastante. Es pobre. Y Léo me ha dicho que el conde de Ordebec tiene fortuna.
– Es la primera mujer del conde, pero eso fue hace sesenta años. Un amor apasionado de jovenzuelos. Fue un escándalo de mil demonios en la familia condal, y las presiones fueron tales que a los dos años se divorciaron. Dicen que siguieron viéndose durante mucho tiempo. Pero luego, al madurar, cada cual tomó su camino. No hablemos más de Léo -dijo Émeri dejando de sonreír-. Cuando llegó usted al camino, ¿no sabía nada? Quiero decir: cuando me llamó ayer por la mañana desde París ¿no sabía que Herbier estaba muerto, y muerto junto a la capilla?
– No.
– Pongamos que es verdad. ¿Suele hacer esto a menudo, irse de la Brigada para dar un paseo por el bosque bajo cualquier pretexto?
– Sí.
Émeri tomó un sorbo de café y levantó la cabeza.
– ¿De verdad?
– Sí. Y además había habido toda esa miga de pan por la mañana.
– ¿Qué dicen de eso sus hombres?
– Entre mis hombres, capitán, hay un hipersomniaco que se queda roque en el momento menos pensado, un zoólogo especialista en peces, sobre todo de río, una bulímica que desaparece para aprovisionarse, uno con cuello de garza vieja versado en cuentos y leyendas, un monstruo de saber pegado al vino blanco, y todo a juego. No pueden permitirse mostrarse muy formalistas.
– ¿Y trabajan?
– Mucho.
– ¿Qué le dijo Léo cuando se la encontró?
– Me saludó; ya sabía que era policía y que venía de París.
– No me sorprende, tiene mil veces más olfato que su perro. A ella incluso le chocaría que yo llame a eso olfato. Tiene su teoría sobre los efectos conjugados de los detalles unos en otros. Lo de la mariposa que mueve las alas en Nueva York y la explosión que se produce luego en Bangkok. No recuerdo de dónde sale esa historia.
Adamsberg sacudió la cabeza, igual de ignorante.
– Léo insiste en el ala de mariposa -prosiguió Émeri-. Dice que lo esencial es percibir el instante en que se mueve. Y no cuando todo explota después. Y tiene talento para eso, hay que reconocerlo. Lina ve pasar al Ejército Furioso. Es el ala de mariposa. Su patrón lo cuenta por ahí, Léo se entera, la madre se asusta, el vicario le da su nombre, ¿me equivoco?, la mujer toma el tren, su historia lo seduce, hace 36° en París, la mujer ha muerto ahogada con miga de pan, el frescor del grimweld resulta tentador, Léo espera en el camino, y aquí está sentado.