– Lo cual no es exactamente una explosión.
– Pero la muerte de Herbier sí. Es la explosión del sueño de Lina en la realidad. Como si el sueño hubiera hecho salir al lobo del bosque.
– El señor Hellequin señaló a sus víctimas, y un hombre se cree legitimado para matarlas. ¿Es lo que piensa usted? ¿Que la visión de Lina ha hecho surgir un asesino?
– No es sólo una visión, es una leyenda que impregna Ordebec desde hace mil años. Podemos apostar a que, en secreto, más de tres cuartos de los habitantes temen el paso de los jinetes muertos. Todos temblarían si su nombre fuera anunciado por Hellequin. Pero sin decir nada. Puedo asegurarle que todo el mundo evita el grimweld por la noche, salvo unos cuantos jóvenes que van a probar su hombría. Aquí, pasar una noche en el camino de Bonneval es una especie de rito de iniciación para demostrar que uno se ha hecho hombre. Una novatada medieval, por así decirlo. Pero de allí a que alguien se lo crea tanto como para convertirse en ejecutor de las obras de Hellequin, no. Eso sí, admito un punto: el terror que provoca el Ejército está en la base de la muerte de Herbier. He dicho «muerte», no «asesinato».
– Léo habló de un disparo de fusil.
Émeri asintió. Ahora que sus proyectos combativos se habían desvanecido casi por completo, su pose y su semblante habían abandonado el formalismo. La modificación era llamativa, y Adamsberg volvió a pensar en el diente de león, cerrado de noche, brizna amarillenta, apretujada y disuasiva; abierto de día, opulento y atractivo. Pero, a diferencia de la madre Vendermot, el robusto capitán no tenía nada de una frágil florecilla.
Seguía buscando el nombre de la semilla con paracaídas y se perdió las primeras palabras de la respuesta de Émeri.
– …es su propio fusil, un Darne de cañón recortado. A ese bestia le gustaban los disparos abiertos, para alcanzar la madre y las crías a la vez. Por el impacto, muy próximo, nada impide pensar que pudiera sujetar el arma delante de sí, con el cañón apuntando la frente, y disparar.
– ¿Por qué?
– Por las razones que hemos dicho. Por la aparición del Ejército Furioso. Podemos adivinar la concatenación: Herbier se entera de la predicción. Tiene el alma viciada y lo sabe. Empieza a tener miedo, y todo se hunde. Vacía él mismo los congeladores, como para renegar de todos sus actos de caza, y se mata. Porque dicen que quien se hace justicia no cae en el infierno del Ejército de Hellequin.
– ¿Por qué dice que aproxima el cañón a la frente? ¿El cañón no la tocó?
– No. La distancia del disparo es de al menos una decena de centímetros.
– Habría sido más lógico apoyar el cañón en la frente.
– No necesariamente. Eso depende de lo que quisiera ver antes. Ver la boca del fusil apuntándole. De momento, sólo están sus huellas en la culata.
– Entonces cabe suponer también que un tipo aprovechó la predicción de Lina para desembarazarse de Herbier haciendo que parezca un suicidio.
– Pero no es plausible que ese tipo llegara a vaciar los congeladores. Por aquí hay más cazadores que amantes de los animales. Más aún teniendo en cuenta que los jabalíes causan destrozos acojonantes. No, Adamsberg, ese gesto es de reniego de sus crímenes, es una expiación.
– ¿Y su moto? ¿Por qué la habría escondido entre los avellanos?
– No la escondió. La metió allí para tenerla protegida. Un reflejo, supongo.
– ¿Y por qué habría ido a matarse a la capilla?
– Precisamente. En la leyenda se encuentran a menudo prendidos cerca de los lugares de culto abandonados. ¿Sabe qué es un «prendido»?
– Sí -volvió a decir Adamsberg.
– Así que están cerca de lugares endiablados, o sea los lugares que frecuenta Hellequin. Herbier se mata allí, precediendo su suerte, y evita de este modo el castigo, gracias a su contrición.
Adamsberg llevaba demasiado rato en esa silla, y la impaciencia le hormigueaba en las piernas.
– ¿Puedo andar por su despacho? No sé quedarme sentado mucho tiempo.
Una expresión de franca simpatía relajó definitivamente el rostro del capitán.
– Yo tampoco -dijo con la intensa satisfacción de quien descubre en otro su propio tormento-. Siempre acaba anudándoseme algo en el vientre, depositándome bolas de electricidad nerviosa. Un montón de bolitas que se me pasean por el estómago. Dicen que mi antepasado, el mariscal del Imperio Davout, era nervioso. Tengo que andar una o dos horas al día para descargar la pila. ¿Qué le parece si hablamos mientras damos un paseo por las calles? Son bonitas, ya lo verá.
El capitán condujo a su colega por los estrechos pasajes entre viejos muros de tierra y casas bajas de vigas desgastadas, graneros abandonados y manzanos inclinados.
– No es lo que piensa Léo -decía Adamsberg-. Ella no duda que Herbier haya sido asesinado.
– ¿Lo explica?
Adamsberg se encogió de hombros.
– No. Parece saberlo porque lo sabe, eso es todo.
– Es lo malo de ella. Es tan lista que, con los años, siempre cree tener razón. Si la decapitaran, Ordebec perdería buena parte de su cabeza, eso es verdad. Pero, a medida que envejece da menos explicaciones. Su reputación le gusta, de modo que la cultiva. ¿De verdad no ha dado ningún detalle?
– No. Ha dicho que la muerte de Herbier no era ninguna pérdida. Que no le había sorprendido encontrarlo porque sabía que estaba muerto. Me ha hablado más de la raposa y el paro carbonero que de lo que vio en la capilla.
– ¿El carbonero que eligió a la raposa de tres patas?
– Sí, eso es. También me ha hablado de su perro, de la hembra de la granja de al lado, de San Antonio, de su posada, de Lina y de su familia, de usted cuando lo repescó en la laguna.
– Es verdad -dijo Émeri sonriendo-. Le debo la vida, y es mi primer recuerdo. La llaman mi «madre de agua», porque me devolvió a la luz sacándome de la laguna Jeanlin, como una Venus. Mis padres idolatraron a Léo desde entonces y me dieron órdenes de no tocarle un solo pelo. Era en pleno invierno, y Léo salió de la laguna conmigo, helada hasta los huesos. Cuentan que tardó tres días en recobrar el calor. Luego tuvo una pleuresía, y todo el mundo creyó que se quedaba.
– No me habló del frío. Ni me dijo que hubiera estado casada con el conde.
– Nunca presume, se limita a imponer sin ruido sus convicciones, y ya es mucho. A ningún tipo de la zona se le pasaría por la cabeza matar su raposa de tres patas. Salvo a Herbier. La pata y la cola las perdió en una de sus malditas trampas, pero no tuvo tiempo de rematarla.
– Porque Léo lo mató antes de que él matara a la raposa.
– Sería muy capaz -dijo Émeri con bastante alegría.
– ¿Piensa mandar vigilar al siguiente prendido, al vidriero?
– No es vidriero, es creador de vidrieras.
– Sí. Léo dice que tiene talento.
– Glayeux es un cabrón que no tiene miedo a nadie. No es su estilo preocuparse por el Ejército Furioso. Si por desgracia le entrara miedo, qué le vamos a hacer. No se puede impedir que un tipo se quite la vida si se empeña.
– ¿Y si estuviera usted equivocado, capitán? ¿Y si hubieran asesinado a Herbier? En ese caso, podrían matar a Glayeux. A eso me refiero.
– Se obstina usted, Adamsberg.
– También usted, capitán. Porque no le queda otra solución. El suicidio sería un mal menor.
Émeri ralentizó la marcha, se detuvo por fin y sacó los cigarrillos.