– Mira dentro de la boca -le dijo-, A ver si encuentras residuos blancos, como miga de pan.
– No tengo muchas ganas.
– Hazlo igualmente. Pienso que el viejo la asfixió llenándole la boca de miga de pan. Luego la sacó y la tiró en alguna parte.
– ¿La miga del mendrugo?
– Sí.
Adamsberg abrió la ventana y las contraventanas de la habitación. Examinó el pequeño patio salpicado de plumas de ave, medio transformado en trastero. En el centro, una rejilla cubría el sumidero. Estaba todavía mojada, pese a que no había llovido.
– Irás a levantar la rejilla. Pienso que tiró allí la miga y luego vació un cubo de agua por encima.
– Es una tontería -dijo Justin dirigiendo su linterna hacia la boca de la anciana-. Si lo hizo, ¿por qué no tiró el mendrugo vacío? ¿Y por qué no limpió las migas?
– Para tirar el mendrugo, tendría que haber ido hasta los contenedores, o sea que tendría que haber salido a la acera en plena noche. Hay una terraza de café justo al lado, y sin duda mucha gente cuando hace calor. Lo habrían visto. Se ha inventado una muy buena explicación para el mendrugo y las migas. Tan original que hasta resulta verosímil. Es campeón de crucigramas, tiene su propia manera de relacionar las ideas.
Adamsberg, con cierta pesadumbre y, a la vez, cierta admiración, volvió junto a Tuilot.
– Cuando Marie y Toni llegaron, ¿sacó usted el pan de la basura?
– Qué va. Conocen el truco y les gusta. Toni se sienta en el pedal del cubo, la tapa se levanta, y Marie saca todo lo que les interesa. Listillos, ¿eh? Astutos, eso desde luego.
– O sea que Marie sacó el pan. ¿Y luego se comieron juntos la miga? ¿Enamorados?
– Así es.
– ¿Toda la miga?
– Son ratas grandes, comisario. Son voraces.
– ¿Y las migas? ¿Por qué no se comieron las migas?
– ¿Comisario, nos ocupamos de Lucette o de las ratas?
– No entiendo por qué guardó usted el pan en el trapo después de que lo comieran las ratas. Sobre todo cuando previamente lo había tirado a la basura.
El viejo escribió unas letras en el crucigrama.
– A usted no deben de dársele muy bien los crucigramas, comisario. Si hubiera tirado el mendrugo vacío a la basura, como puede imaginar, Lucette habría comprendido enseguida que Toni y Marie habían pasado por aquí.
– Podría haberlo tirado fuera.
– La puerta chirría como un cerdo que degüellan. ¿No se ha fijado?
– Sí.
– Así que lo envolví en el trapo y punto. Eso me evitaba una bronca por la mañana. Porque lo que son broncas, las hay todos los días y sin parar. Por el amor de Dios, si lleva cincuenta años refunfuñando mientras pasa el paño por todas partes, debajo de mi vaso, debajo de mis pies, debajo de mi culo. Ni que no tuviera uno derecho de andar ni de sentarse. Si usted hubiera vivido eso, usted también habría escondido el mendrugo.
– ¿No lo habría visto en la panera?
– Qué va. Por las mañanas come biscotes de pasas. Seguro que lo hace a propósito, porque los biscotes esos sueltan miles de migas. Con lo cual luego se pasa dos horas entretenida. ¿Entiende la lógica?
Justin entró en la sala y dirigió un breve gesto afirmativo a Adamsberg.
– Pero ayer -dijo Adamsberg un tanto abatido- no fue así. Usted sacó la miga, dos puñados compactos, y se la metió en la boca. Cuando dejó de respirar, le sacó la miga y la tiró por el sumidero del patio. Me asombra que haya elegido este método para matarla. Nunca había visto a nadie asfixiar a alguien con miga de pan.
– Es inventivo -confirmó tranquilamente Tuilot.
– Como puede imaginar, señor Tuilot, encontraremos restos de saliva de su mujer en la miga de pan. Y como es usted lógico y astuto, también encontraremos huellas de dientes de ratas en el mendrugo. Les dejó apurar la miga para acreditar su historia.
– Les encanta meterse en los mendrugos, da gusto verlas. Anoche lo pasamos muy bien, de verdad. Incluso me tomé un par de copas mientras Marie me rascaba la cabeza. Luego lavé y guardé el vaso, para evitar la reprimenda. Y eso que ya estaba muerta.
– Y eso que acababa usted de matarla.
– Sí -dijo el hombre con un suspiro distraído, mientras rellenaba unas casillas del crucigrama-. El médico había pasado a verla el día anterior. Me dijo que todavía podía vivir meses. Eso significaba no sé cuántas decenas de martes con empanadillas de carne, cientos de recriminaciones, miles de pasadas de trapo. A mis ochenta y seis años, tengo derecho de empezar a vivir. Hay noches así. Noches en que un hombre se levanta y actúa.
Tuilot se levantó, abrió las contraventanas del comedor, dejando paso al calor excesivo y tenaz de ese principio de agosto.
– Tampoco quería abrir las ventanas. Pero no diré nada de todo esto, comisario. Diré que la maté para ahorrarle sufrimiento. Con miga de pan porque le gustaba el pan, como una última golosina. Aquí dentro lo tengo todo previsto -dijo dándose con el dedo en la frente-. No hay nada que demuestre que no lo hice por caridad, ¿verdad? Por caridad. Quedaré absuelto y, al cabo de dos meses, estaré de nuevo aquí, dejaré el vaso directamente en la mesa, sin sacar el tapete, y viviremos felices los tres. Toni, Marie y yo.
– Sí, eso creo -dijo Adamsberg levantándose lentamente-. Pero es posible, señor Tuilot, que no se atreva a dejar la marca del vaso en la mesa. Y puede que saque el tapete. Y limpiará las migas.
– ¿Por qué voy a hacer eso?
Adamsberg se encogió de hombros.
– Es lo que tengo visto. A menudo es lo que sucede.
– No se preocupe por mí, vamos. Soy astuto, ¿sabe?
– Es verdad, señor Tuilot.
Fuera, el calor hacía que la gente anduviera por la sombra, pegada a los edificios con la boca abierta. Adamsberg decidió tomar las aceras expuestas al sol, y vacías, y dejarse ir a pie hacia el sur. Una larga caminata para desprenderse del rostro risueño -y efectivamente astuto- del campeón de crucigramas. Que, quizá, algún martes venidero, se compraría una empanadilla de carne para cenar.
Capítulo 2
Llegó a la Brigada una hora y media después, con la camiseta negra empapada en sudor y los pensamientos recolocados. No era frecuente que un pensamiento, bueno o malo, permaneciera mucho tiempo en la mente de Adamsberg. Cabía preguntarse si tenía una mente, decía a menudo su madre. Dictó su informe para el comisario con gripe, pasó por recepción a recoger los mensajes. El cabo Gardon, encargado de la centralita, inclinaba la cabeza para captar el soplo de un pequeño ventilador colocado en el suelo. Dejaba revolotear su pelo fino en la corriente de aire fresco, como si estuviera sentado bajo el casco de una peluquería.
– El teniente Veyrenc lo está esperando en el café, comisario -dijo sin enderezarse.
– ¿En el café o en la brasserie?
– En el café, en el Cubilete.
– Veyrenc ya no es teniente, Gardon. Hasta esta tarde a última hora no sabremos si se reengancha.
– De todos modos, lo está esperando en el café.
Adamsberg contempló unos instantes al cabo, preguntándose si Gardon tenía una mente y, en caso afirmativo, qué tendría dentro.
Se sentó en la mesa de Veyrenc, y los dos hombres se saludaron con sonrisa clara y un largo apretón de manos. A Adamsberg el recuerdo de la aparición de Veyrenc en Serbia [1]todavía le daba a veces un escalofrío en la espalda. Pidió una ensalada y, mientras comía lentamente, hizo un relato bastante largo sobre la señora Lucette Tuilot, el señor Julien Tuilot, Toni, Marie, su amor, el mendrugo, el pedal del cubo de basura, las contraventanas cerradas, la empanadilla de carne de los martes. De vez en cuando iba echando ojeadas a través de la ventana del café, que Lucette Tuilot habría limpiado mucho mejor.