– Se ha creído más listo. Lo suficiente para conseguir unas zapatillas de basket nuevas y hacernos creer que le han cargado el muerto. Pero el muerto es suyo, Danglard.
– ¿Por su mirada?
– Por ejemplo.
– ¿Y qué pruebas ha encontrado en su mirada?
– Orgullo, crueldad, y ahora mismo un acojone tremendo.
– ¿Las ha dosificado, analizado?
– Ya se lo he dicho, Danglard -respondió Adamsberg con una suavidad un tanto amenazante-, no estoy para hostias.
– Detestable -murmuró secamente Danglard.
Adamsberg iba marcando en su móvil el número del hospital de Ordebec. Hizo una seña con la mano a Danglard, una especie de barrido indiferente.
– Váyase a su casa, comandante, es lo mejor que puede hacer.
Siete de los miembros de la Brigada se habían agrupado alrededor de ellos para seguir el altercado. Estalére tenía el semblante descompuesto.
– Y todos ustedes también, si temen que la continuación no les guste. Sólo necesito a dos hombres aquí con Mo. Mercadet y Estalére.
El grupo se dispersó en silencio, estupefacto y reprobador. Danglard, trémulo de ira, se había alejado a grandes zancadas, tan rápido como se lo permitían sus andares, tan peculiares, basados en dos largas piernas que parecían tan poco fiables como un par de cirios parcialmente derretidos. Bajó la escalera en espiral que conducía al sótano, extirpó la botella de vino blanco que ocultaba tras la gran caldera y bebió varios tragos seguidos. Lástima, se dijo, para una vez que había aguantado hasta las siete de la tarde sin beber. Se sentó sobre la caja que le servía de silla en ese subsuelo, esforzándose en respirar tranquilamente para apaciguar su furia y, sobre todo, el dolor de su decepción. Un estado de casi pánico para él, que había tenido en tanta estima a Adamsberg, que había contado tanto con los atractivos itinerarios de su mente, con su actitud desapegada y, sí, con su suavidad un tanto simple y prácticamente invariable. Pero el tiempo había pasado, y los éxitos repetidos habían corrompido la naturaleza primigenia de Adamsberg. La certidumbre y la seguridad se infiltraban en su conciencia, acarreando con ellas materia nueva, ambición, altanería, rigidez. La famosa indolencia de Adamsberg estaba pivotando, y empezaba a mostrar su cara negra.
Danglard volvió a dejar la botella en su escondite, desconsolado. Iba oyendo la puerta de la Brigada cerrarse: los agentes seguían la consigna y abandonaban poco a poco el edificio, en espera de un mañana mejor. El dócil Estalére permanecía junto a Momo, en compañía del teniente Mercadet, que probablemente se estaba quedando dormido a su lado. El ciclo de vela y sueño de Mercadet era aproximadamente de tres horas y media. Avergonzado por este hándicap, el teniente no estaba en situación de desafiar al comisario.
Danglard se levantó sin energía, proyectando el pensamiento hacia la cena de esa noche con sus cinco hijos, para ahuyentar los ecos de su discusión. Sus cinco hijos, pensó farruco, agarrándose a la barandilla para subir la escalera. Allí estaba su vida, y no con Adamsberg. Dimitir, ¿por qué no ir a Londres, donde vivía su amante, a quien veía tan poco? Esa casi resolución le insufló una sensación de orgullo, inyectando un poco de dinamismo en su mente afligida.
Adamsberg, encerrado en su despacho, permanecía atento a los chasquidos de la puerta de la Brigada a medida que los subordinados, desconcertados, iban abandonando ese lugar infectado por el malestar y el resentimiento. Había hecho lo que había que hacer, y no se reprochaba nada. Cierta grosería en su manera de actuar, si acaso, pero la urgencia no le había dejado alternativa. El ataque de ira de Danglard le había sorprendido. Resultaba curioso que su viejo amigo no le hubiera apoyado y seguido, como casi siempre. Más aún teniendo en cuenta que Danglard no dudaba de la culpabilidad de Mo. Su inteligencia tan sutil le había fallado. Pero las grandes pulsiones de ansiedad del comandante a menudo le ocultaban la verdad más sencilla, deformándolo todo a su paso, cerrándole todo acceso a la evidencia. Nunca por mucho tiempo.
Hacia las ocho, oyó los pasos cansinos de Mercadet, que le traía a Mo. En una hora, el destino del joven incendiario habría quedado resuelto, y al día siguiente habría que afrontar las reacciones de los colegas. La única que temía de verdad era la de Retancourt. Pero no debía vacilar. Pensaran lo que pensaran Retancourt o Danglard, no cabía duda de que él había visto trazado en la mirada de Mo el ineludible camino a seguir. Se levantó para abrir la puerta mientras se guardaba el teléfono en el bolsillo. Léo seguía viva, allí en Ordebec.
– Siéntate -dijo a Mo, que entraba bajando la cabeza para disimular los ojos. Adamsberg lo había oído llorar, sus defensas estaban cediendo.
– No me ha dicho nada -informó Mercadet con voz neutra.
– Todo habrá acabado dentro de poco -dijo Adamsberg presionando el hombro del joven para hacerlo sentarse-, Mercadet, póngale las esposas y vaya a descansar arriba.
Es decir en la pequeña habitación que ocupaban la máquina de bebidas y el cuenco del gato donde el teniente había instalado colchonetas en el suelo para acoger sus siestas cíclicas. Mercadet aprovechaba para llevar el gato hasta su comida y dormir con él. Según Retancourt, desde que el gato y el teniente colaboraban de ese modo, el sueño de Mercadet había mejorado y sus siestas eran menos largas.
Capítulo 12
Sonó el teléfono en casa del capitán Émeri, en plena cena. Contestó irritado. El tiempo de la cena era para él una pausa lujosa y benéfica que preservaba de un modo casi obsesivo en su vida relativamente modesta. En su alojamiento oficial, de tres habitaciones, la más grande la reservaba para el comedor, donde el uso del mantel blanco era obligatorio. Encima del mantel, brillaban dos piezas de plata salvadas de la herencia del mariscal Davout, una bombonera y un frutero, ambos con las águilas imperiales y las iniciales del antepasado. La mujer de la limpieza ponía discretamente el mantel del revés, para ocultar la cara manchada y ahorrar lavados, sin respeto alguno por el viejo príncipe de Eckmühl.
Émeri no era un imbécil. Sabía que sus homenajes al antepasado compensaban una vida que consideraba mediocre y un carácter que carecía de la famosa intrepidez del mariscal. Medroso, había rehuido la carrera militar de su padre y optado, en cuestión de ejército, por el cuerpo de la gendarmería nacional y, en cuestión de conquistas, por el cuerpo de las mujeres. Se juzgaba a sí mismo con dureza, salvo en la hora fausta de la cena, durante la cual se concedía una pausa indulgente. En esa mesa, se reconocía prestancia y autoridad, y esa dosis cotidiana de narcisismo lo regeneraba. Se sabía que, salvo por alguna emergencia, no había que interrumpirlo en ese momento. La voz del cabo Blériot era, por tanto, vacilante.
– Mis disculpas, capitán, he creído tener que informarle.
– ¿Léo?
– No, su perro, capitán. Lo estoy cuidando yo de momento. La doctora Chazy afirmó que no tenía nada, pero al final tenía razón el comisario Adamsberg.
– Al grano, cabo -dijo Émeri con impaciencia-. Se me está enfriando la cena.
– Gand seguía sin poder levantarse y, esta noche, ha vomitado sangre. Lo he llevado al veterinario, que ha detectado lesiones internas. Según dice, Gand ha recibido golpes en el vientre, probablemente patadas. En ese caso, Adamsberg tenía razón, y Léo fue efectivamente atacada.
– ¡Déjeme en paz con Adamsberg! Somos capaces de sacar nuestras propias conclusiones.
– Perdone, capitán, es sólo porque lo dijo enseguida.
– ¿Está el veterinario seguro de su diagnóstico?
– Completamente. Está dispuesto a firmar una declaración.